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México D.F. Lunes 22 de marzo de 2004

José Cueli

Apoteosis de Ponce

El sol rubio de la tarde valenciana se esponjaba en el ruedo de la plaza de toros para recibir a Enrique Ponce, el hijo predilecto de la región armoniosa, tierra madre de artistas y engendradora fecundada de almas encendidas por la pasión de la belleza. Regresaba el torero embajador del arte valenciano por el mundo. Ese arte sin decadencia, mantenido constante en su cenit por los valencianos continuadores de una tradición gloriosa.

Ponce lleva años recorriendo las plazas de toros del mundillo torero, dejando las huellas de su Valencia; el acento de la región, ese acento luminoso que adquiere carácter definido en su toreo. Luminosidad que embriaga y esconde la falta de hondura de su quehacer. Esa hondura que sólo aparece en algunas ocasiones, como el viernes pasado, que enloqueció a sus paisanos, al dictar cátedra de bien torear iluminado de sol valenciano primaveral, temple, mando y lo que hay que tener a un toro de encastada nobleza de Juan Pablo Domecq.

El toreo de Enrique Ponce reflejaba las notas del mar Mediterráneo y los vientos propicios abanicadotes de su muleta mágica. Siempre regocijado y disfrutando las vibraciones de ese mar que le llenó el espíritu; vibra, relajación y una torería que enloqueció a los aficionados. La luz cegaba y quemaba el aire. La muñeca de Ponce giraba suave y pintaba el ruedo de claro anaranjado y amarillo limón de los pases forzados de pecho con los que remataba las series.

Borró Ponce a los jóvenes toreros El Juli, César Jiménez y José Mari Manzanares, tornándose el amo de la feria valenciana. Pese a su apoteosis, lo que no pudo borrar el toreo fue esa guitarra invisible, que lloraba la muerte de los 200 inocentes y miles de heridos a manos de terroristas y nublaba el sol poncista a la salida a hombros por la puerta grande a la legendaria calle de Xativa.

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