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México D.F. Lunes 22 de marzo de 2004

Leon Bendesky

Arúspices

Marzo ha sido un mes revelador. En apenas un par de semanas hemos advertido la capacidad de deterioro de las condiciones políticas en el país. La arraigada corrupción que corre por las venas de este sistema, los vínculos con los que se forman verdaderas bandas de pillos, la manera en que actúan los grupos de interés de políticos de todas las filiaciones y sus socios, apegados y sólo fieles a la obtención de los mayores beneficios individuales, en el menor plazo posible y sin consideración alguna del bien colectivo.

La forma en que algunos de los hechos se han exhibido públicamente -ad nauseam- indica en sí misma el grado de descomposición en el que participan todos los involucrados, los acusados y quienes los delatan, pero también los que estamos alrededor. Y, mientras tanto, la ley parece bien guardada para evitar que se involucre de modo claro y convincente, para hacer que asome apenas la nariz y no se diga que no existe y ver así quién paga los mayores costos en un río cuyas aguas están cada vez más revueltas. En México, los hechos políticos, incluida la corrupción, suelen terminar como anécdotas, eso lo saben quienes usufructúan el poder y lo usan a su conveniencia.

Es muy indicativo que en un debate de la Comisión Permanente del Congreso, transmitida por el canal oficial hace unos días, los legisladores de todos los partidos reconocieran abiertamente que en estos asuntos que aquí se comentan se estaba violando la ley. Cuando esto ocurre de modo tan fehaciente y descarado se desfonda el soporte del orden social. En México, el sistema político y las leyes mismas parecen hechas a modo de los hombres del poder, dentro y fuera de la política, en los más altos cargos y otros de menor rango, por eso el país ni siquiera se enfila al cambio, menos aún el que se había ofrecido.

Esto es así porque se sacan demasiadas ventajas del modo en que opera la política y, de ahí, la economía. Ventajas políticas y financieras que surgen del uso de los recursos públicos y las organizaciones, hechas de modo particular mezclando funciones o movilizando grupos de interés en formas distintas de abuso. Todo está preparado para que sigan sacando ventaja los mismos de siempre, por eso la decadencia no puede pararse. Pero Ƒquién habla ya de cambio? Tomasi de Lampedusa sería aquí, como se ha dicho de otros, un escritor costumbrista.

Todo esto se ha acompañado con demasiadas palabras para explicar lo que crecientemente es más claro y no precisa más declaraciones. Cuando no es necesario no debería hablarse, aunque entre los políticos y los medios de comunicación hay gran incontinencia. El problema es que no se dice lo que se debe decir. Este breve periodo, que corresponde prácticamente a los idus de marzo, muestra abiertamente la falta de instrumentos para detener el resquebrajamiento de las relaciones sociales.

No se trata de buscar iluminados que muestren el camino para salir de la descomposición y, en cambio, se ponen de manifiesto nuestras grandes carencias. No hay líderes políticos en el gobierno, ni fuera de él, con ideas claras que proponer al conjunto de la sociedad, persiguen proyectos sin consistencia ni fuerza, sin arraigo suficiente y tienen pies de barro. No les conviene el cambio, por eso lo disfrazan. En lo que concierne a la izquierda partidista ha quedado expuesta de modo vergonzoso y aún no hay una posición clara que marque distancias, deslinde y admita responsabilidades sin ambigüedades y pueda plantear algún proyecto convincente, si es que tiene alguno.

Además de la falta de liderazgos, no hay instituciones que den certidumbre a los asuntos públicos, a aquellos que se refieren a las cuestiones administrativas y, menos todavía, a las que tienen que ver con los asuntos políticos. En esto el gobierno y sus operadores políticos tienen mucho que explicar, por los va-cíos que mantienen y usan en su propio provecho.

El ámbito de la aplicación de la ley es difuso y se hace a la conveniencia de algunos, en el país todo se vale, nada es ilegal y el margen de maniobra es demasiado grande para usar las influencias y sacar provecho a costa de los demás.

Sin líderes políticos ni proyectos convincentes, sin instituciones ni leyes que se cumplan de modo efectivo y en un marco de gran laxitud sólo puede esperarse más descomposición.

En Roma había un grupo de sacerdotes, los arúspices, que sacrificaban animales para revisar sus entrañas y del estado en que las hallaban hacían predicciones. Hoy en México los augurios provenientes de esos ritos serían bastante malos. Pero no se trata de augurios, sino de la conciencia de un desgaste irrefrenable que ocurre a las claras y ante la complacencia de unos y el asombro de otros.

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