La Jornada Semanal,   domingo 21 de marzo  de 2004        núm. 472
El sonámbulo y sus siete crímenes

H.A.T.


El lavado de cerebro aparece descrito con sumo detalle en el segundo capítulo de la novela The Manchurian Candidate, de Richard Condon. El director de la operación es el psicólogo chino Yen-Lo, que se luce con explicaciones jactanciosas frente a otros oficiales chinos y soviéticos. Sus víctimas integran un grupo de soldados norteamericanos, que han caído prisioneros durante la guerra de Corea, en 1951. Todos ellos han perdido ya la lucidez y después perderán la memoria de aquel trance. Entre esas víctimas, Yen-Lo elige al sargento Raymond Shaw y lo programa como futuro asesino. Ingresará a nuevos trances cuando le den un mazo de barajas y vea allí a la Reina de Diamantes, momento en el cual podrá matar a quien le indiquen futuros agentes comunistas. Ese naipe le hará proceder por "reflejo condicionado", fenómeno que el científico ruso Ivan Pavlov expuso desde 1898, utilizando campanillas cuyo sonido provocaba la secreción de saliva en los perros del experimento. Para probar la eficacia de su método, Yen-Lo no se queda en las meras palabras ni hace discursos sobre Pavlov. Allí mismo ordena a Shaw que mate a dos compañeros del grupo, crímenes que Shaw no sabrá recordar y los sobrevivientes tampoco.

Si esto parece un delirio propio de la ciencia ficción, corresponde acotar que el "lavado de cerebro" ha sido utilizado alguna vez por la ciencia, pero con propósitos curativos menos criminales. Y como argumento, más improbable es el resto de la novela. Cuando Corea ha quedado en el pasado, Shaw debe afrontar en Estados Unidos a su madre, una mujer autoritaria que no sólo quiere manejar al hijo sino que está empeñada en mejorar la carrera política de su segundo marido, el senador Johnny Iselin. Las hipocresías y trampas de ambos, que implican complicados trámites, deberán culminar con un asesinato a cargo de Shaw, quien queda fascinado con toda Reina de Diamantes a la vista (novia incluida) y no será consciente de lo que le ordenan hacer, con lo cual agrega cinco crímenes. Por el medio hay muchas vueltas y en especial el sueño repetido de los compañeros de Shaw. Las pesadillas de varios de ellos coinciden en haber presenciado una reunión y un par de asesinatos, aunque sólo tienen una vaga idea al respecto. El argumento conduce a aclarar esas pesadillas y a evitar crímenes posteriores.

Producción difícil

El director John Frankenheimer y el escritor George Axelrod compraron los derechos de The Manchurian Candidate para el cine, pero pronto descubrieron que sólo podrían filmar la novela si obtenían el respaldo de una empresa productora y distribuidora. Allí apareció Frank Sinatra. Tras el Oscar obtenido en De aquí a la eternidad (1953), Sinatra resolvió mejorar su carrera, agregando papeles dramáticos y hasta villanos a su personalidad de cantante melódico y actor de comedia. En Suddenly (1954) encabezaba un grupo de criminales resueltos a asesinar al presidente de Estados Unidos durante su paso por un pueblito. En El hombre del brazo de oro (1955) fue el primer drogadicto famoso del cine norteamericano. Entusiasmado con la idea de The Manchurian Candidate, donde podría tener un papel como oficial del pelotón de prisioneros americanos, Sinatra se constituyó como coproductor y presentó la idea ante Arthur Krim, entonces presidente de Artistas Unidos. Encontró el rechazo porque Krim creyó que el proyecto era políticamente incendiario, con senadores asesinados y una burla al ejército nacional, que según el argumento concedía una medalla de honor por motivos falseados. Entonces Sinatra fue a ver a su amigo el presidente John F. Kenndy, recientemente elegido, y consiguió su aprobación. El respaldo de Kennedy convenció a Krim y a la película se hizo.

Dos o tres sentidos

Tanto en la novela de 1959 como en la película de 1962, pareció fácil entender a The Manchurian Candidate como otro opus anticomunista, de los muchos que se hicieron desde 1950, uniendo novela y cine a la guerra fría, lo que supuso mostrar como villanos a mucho oficial ruso, a mucho científico chino (heredero del legendario Fu Manchú) y desde luego a todo coreano. De hecho, Richard Condon estaba retomando, con alguna vuelta de tuerca, el argumento de My Son John (Leo McCarey, 1952), que fue un ejemplo del cine político de la época, con hijo comunista y madre tan preocupada que está dispuesta a delatarlo (Robert Walker, Helen Hayes). Pero esa tendencia política sólo supondría una visión parcial del tema. En el capítulo 8 de la novela, el senador Iselin repite, casi a la letra, los pronunciamientos públicos que el senador Joe McCarthy había hecho en 1950, proclamando que tenía en su poder los nombres de 207 comunistas enquistados en el gobierno. Después McCarthy rebajó la cifra a cincuenta y siete comunistas y después la subió a trescientos, en vacías y enfáticas declaraciones ante diversos públicos. En la ficción, es la madre de Shaw quien empuja a su marido en esos discursos. Como ese hombre nació para ser súbdito, es la mujer quien le dicta las cifras. En cierto momento le explica que le será fácil recordar la cifra 57, por las cincuenta y siete variedades de sopas Heinz, que eran entonces muy populares y que pasaron a la historia del jazz cuando Earl Hines grabó sus propias "57 variedades" en un memorable disco de piano (1928).

Con lo cual, la novela y la película, que empiezan por un manifiesto anticomunista con sus villanos orientales, empeñados en lavar cerebros de soldados norteamericanos, terminan por componer también un manifiesto anti-McCarthy, o sea anti-anticomunista. Era un poco tarde para ese pronunciamiento, porque el senador había caído del poder en 1954 y había fallecido en 1957, tras una merecida cirrosis. Pero no estuvo mal que la película cuestionara esos pronunciamientos políticos tajantes, vociferados en asambleas y en la televisión, que acusan de comunista a todo aquel que discrepara con un gobierno. Esos manifiestos han seguido hasta hoy.

Alegado variado

Es imposible entender a la película como un drama familiar, pese a la violenta agitación entre Shaw, su madre y su padrastro, porque el trazo grueso de los personajes y alguna incoherencia de conducta impiden creer en ellos. Tampoco sería fácil definirla como ciencia ficción, como intriga policíaca o como sátira política, aunque tiene una parte de cada género. Debe ser mejor entendida como un original conglomerado de temas, donde el director Frankenheimer vio la oportunidad de ensayar algunas ideas. Es suya la voluntad de introducirse en las controversias políticas, que después aparecerían en su abundante carrera (Siete días de mayo, El hombre de Kiev, Domingo negro). En una entrevista posterior al estreno, Frankenheimer se declaraba satisfecho con que la película fuera objetada parejamente por espectadores procomunistas y por espectadores anticomunistas, ya que unos y otros incurren en el fanatismo de la intolerancia. Con parecida intención, Frankenheimer extiende el lavado del cerebro en Shaw al otro lavado colectivo que consigue la televisión, gritando consignas fáciles a un público crédulo.

Fue también de Frankenheimer y del libretista Axelrod la imaginativa presentación del lavado de cerebro, en episodios recordados en las pesadillas, con víctimas que no se saben enjuiciados por militares enemigos sino que creen estar frente a una inofensiva asamblea de señoras ricas que hablan de plantas y jardines. Cuando quien sueña con esa reunión es el soldado negro James Edwards, también esas imaginarias señoras son negras. Por primera vez en su carrera, que a esa altura sólo llegaba a cuatro tareas de dirección, Frankenheimer muestra aquí un sólido manejo de multitudes para la secuencia de la convención política final. En ella y en otros momentos agrega las pantallas de televisión como personajes adicionales, porque de hecho lo son en varios casos, duplicando o contrastando la acción principal. Su carrera había comenzado en la televisión y ya era un experto en el ramo.

Cabe agregar la excelente interpretación, en particular de Angela Lansbury como madre autoritaria y de Laurence Harvey como su víctima, con adecuada apariencia de sonámbulo.

Las consecuencias

En 1962 The Manchurian Candidate se estrenó en Estados Unidos y debió ser considerada como una extravagancia original pero inverosímil. En noviembre 1963 John F. Kennedy fue asesinado en Dallas por uno o más disparos de fusil. A la preocupación general debió agregarse la de su amigo Frank Sinatra, que en dos películas previas había protagonizado argumentos donde dos políticos eran amenazados por disparos de fusil. Era otro caso dramático de una realidad que imita al arte. De allí salió la versión de que un Sinatra avergonzado hizo retirar de circulación las copias de The Manchurian Candidate. No hay testimonio fehaciente de esa teoría, que no figura siquiera en la enorme biografía de Sinatra (por J. Randy Taraborelli, 1997) y que aparece desmentida por exhibiciones en televisión. A lo cual cabe agregar que en Estados Unidos ya habían sido baleados otros presidentes (Lincoln, McKinley) y después serían baleadas otras personalidades (Robert Kennedy, Malcolm X., Martín Luther King, John Lennon).

En perspectiva, The Manchurian Candidate ya parece hoy una película costumbrista. Pero tuvo un resultado más. En 1974 el astuto Richard Condon aprovechó aquellos antecedentes y escribió otra novela llamada Winter Kills, llevada al cine con el mismo título (William Richert, 1979). Allí el joven Jeff Bridges se larga a investigar quién mató o hizo matar a su hermano el presidente. Con la inicial ayuda de su padre (John Huston, muy enérgico) Bridges es empujado de una pista falsa a la otra, llegando desde el desconcierto hasta un final tan caprichoso como sorprendente.

En 1987 The Manchurian Candidate ingresó en una muestra retrospectiva del New York Film Festival, originando nuevas notas críticas y un nuevo lanzamiento en Londres, veinticinco años después del estreno. Fue una curiosa posdata a un tema enorme que se podía llamar Cine vs. Realidad y que exigiría todo un libro.