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México D.F. Jueves 18 de marzo de 2004

Adolfo Sánchez Rebolledo

Madrid

ƑDónde ha aprendido el pueblo español a conducirse con tal naturalidad democrática, sin dejar que el horror y la tragedia cieguen su conciencia? Ayer en la transición y hoy frente al terror incalificable, España ha dado al mundo una lección de madurez, templanza y responsabilidad. Conteniendo la rabia, la gente acudió a las urnas a decirle pacíficamente a Aznar que se fuera, que ya no querían cuatro años más de un gobierno capaz de mentirle cuando más necesitaba de la verdad. La solidaridad instántanea con las víctimas se sobrepuso al sentimiento de impotencia, a la rabia, en el grito unánime por la paz que el mundo entero escucha con dolor. Allí están, otra vez por desgracia, esas manos blancas, el llanto silencioso en la Puerta del Sol y la Plaza de Cataluña, en el corazón de Andalucía, en las calles de Euskadi y Galicia. Ellos quieren saber la verdad, toda la verdad sobre el terror, la cual ha sido calculadamente escamoteada por el gobierno. Buscan deslindar responsabilidades, no exonerar a otros que también están manchados de sangre.

Se ha dicho, con dolo manifiesto, que el voto de castigo al Partido Popular es una reacción puramente emocional y, por tanto, irreflexiva, pero se olvida mencionar que fueron millones los ciudadanos de toda España que antes de los atentados habían dicho no a la irracionalidad de la guerra, a la arrogancia imperial de Bush y sus socios en Europa. Lo verdaderamente extraño sería que el partido de Aznar pudiera pasar sin mancharse por los expedientes del Prestige, las huelgas generales, la tensión con los nacionalismos y, desde luego, el abandono del derecho internacional que atenta contra la unidad europea. Aznar rompió la regla de oro que permitió a los españoles avanzar en la consolidación de la democracia: abandonó el acuerdo y la concertación como formas de hacer política. Prefirió atrincherarse en el castillo de las mayorías absolutas y en la sordera histórica de las derechas, cabe a los afanes de modernización imperial lidereada por Bush y las corporaciones que lo sostienen. Los afanes de grandeza, el delirio del poder, no son neutrales: se afianzan a expensas de otros sentimientos y, en España, tienen una historia de violencia que pocos desean repetir.

Los trágicos hechos de la última semana pusieron a prueba la cultura política democrática de los españoles, su apego a la legalidad, la confianza en las instituciones. Algunos hechos aislados de intolerancia y xenofobia no fueron suficientes para enturbiar la voluntad de cambio, la actitud moderada en el dolor y en la victoria. Con esas armas superaron el miedo, la parálisis que el terror induce. El vuelco electoral a favor de José Luis Rodríguez Zapatero expresa, sí, el repudio al intento de negar el vínculo necesario entre los terribles atentados y el apoyo ciego e incondicional otorgado a la aventura militar en Irak, pero la derrota de Aznar, gestada a golpe de arrogancias y mentiras, indica algo más profundo y esencial: la necesidad de actuar contra el terrorismo desde la verdad y el derecho, mediante la renovación y el cambio de los mecanismos internacionales que hoy están subordinados a la gran potencia estadunidense.

Al nuevo gobierno socialista le esperan tiempos complicados. Por lo pronto, la Casa Blanca y el propio presidente Bush y sus asesores, sorprendidos por los resultados electorales, no aciertan a saber qué pasó, pero dejan ver su profundo malestar ante la declaración de Rodríguez Zapatero de traer de vuelta las tropas que están en Irak. Es previsible que las presiones aumenten para impedirlo, aunque ya nada será igual ni en Europa ni en el propio Estados Unidos. Ni en España.

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