La Jornada Semanal,   domingo 14 de marzo  de 2004        núm. 471
Ricardo Venegas

Paulo Hevia
y las virtudes
de la lujuria

Este placer que, si durara eternamente,
sería mil veces más fuerte que el que
esperamos en el cielo.
Gervaise de Latouche

 Si volviéramos la vista diez años atrás, encontraríamos en Morelos a un estado que fraguaba la generación de los jóvenes que ahora se dedican con seriedad –sin ser solemnes– a las artes plásticas. Entidad privilegiada por sus campiñas (de Cuernavaca se dice que hay un pintor en cada esquina), ha visto nacer a este grupo de artistas que, más allá del tradicional paisaje, expone su visión de la intemperie. El testigo en cada uno de ellos contempla el suceso y lo registra monstruo o ángel cotidiano.

Maestros como Vlady, Alejo Jacobo, Rafael Cauduro o Leonel Maciel fomentan el interés en la cultura y radican en esta ciudad, antes considerada "satélite turístico" de la capital del país. Lo anterior ha permitido conocer algo más que un lugar de esparcimiento de fin de semana; incluso, ha propiciado un ambiente más favorable para las artes plásticas que para la creación literaria.

En este ambiente se gestó El paraíso perdido, serie de grabados y dibujos de gran formato donde el espectador puede encontrar en armonía a los siete pecados capitales.

Si Santo Tomás escribió que "el pecado de la carne brutaliza y empobrece", a Ricardo Garibay la frase le pareció "de mucho gozo literario" y es clara a los motivos estéticos de Paulo Hevia (Cuernavaca, Morelos, 1972), quien no sólo se arriesga a la censura en Morelos, donde el pan administra con pobreza la cultura. También cuestiona el discurso de las mentalidades planas que todo clasifican: "pornografía y erotismo no son iguales", o bien: "perversión es el erotismo del otro", como si no fuera cierto (lo afirma la historia del hombre) que moral y costumbres varían en el tiempo y en el espacio. Esta discusión, generada por la ausencia de una exploración genuina del fenómeno, es motivo de controversia en un país donde abordar el tema de la desnudez todavía sonroja a muchos libres pensadores.

El paraíso perdido cierne sus tonos en la búsqueda del clímax, la obsesión y el apego al más puro deseo de sumergir los sentidos en el placer a través de la mirada (la sexualidad como mito y metáfora persistente, una honda nostalgia y un anhelo constante). Risa y pecado conviven como aforismo cínico: somos, fuimos o seremos ironías y paradojas del que vive. Pero, parece cuestionar la irreverencia de Hevia: ¿quién puede asegurar que la vida no es una abismal disputa?, al dar continuidad a una tradición plástica que privilegia al cuerpo. "¿Cómo podemos dudar de que este es el Reino del Alma, y que la batalla se librará entre las fuerzas de la luz y de la oscuridad por la liberación del Espíritu?"

Así como misticismo es inexplicable sin erotismo, para Hevia la redención asumió la forma del "pecado", la transgresión donde se reconoce humano: "éste es el hombre", diría Nietzsche (Ecce homo).

En todo caso, el mérito de Hevia radica en haber transformado una sospechosa "pornografía" en "erotismo" como una forma de comunicar belleza, muy desenvuelta ciertamente.

En esta exposición hay ceremonia, creatividad, imaginación, placer sin cortapisas: redención a través del orgasmo (recordemos que en la Edad Media se comparaba al clímax con la estancia en el Paraíso): Perderse con el cuerpo para encontrar espíritu.

Pecado y perdición, dos connotaciones morales, son referencias de un bestiario de siglos en la memoria del ojo humano: llamas arrojadas a los santos, la manzana ofertada a la ingenuidad femenina, Adán avergonzado de su desnudez, lagartos que muerden la carne mortal de los hombres, dragones arrastrando a los niños, el hombre matando un demonio...

Aunque la obra de Hevia no invita o desafía, ni busca hacer revolución de conciencias (no es muralista), quizá sea una de las fotografías más fieles e irónicas de nuestro tiempo: el cuerpo es una luz del paraíso recobrado.