La Jornada Semanal,   domingo 14 de marzo  de 2004        núm. 471
Juan José Reyes

Elena Poniatowska camina la Ciudad de México

Había una ciudad que podía caminarse, en la que abundaban los sitios y las personas reconocibles. Sus barrios eran bien identificados, los horarios ciertos y el orden de las cosas parecía apuntar hacia adelante sin enfilarse hacia los precipicios que nos tenía deparados el progreso. Lejos del paraíso y de las bondades pregonadas del desarrollo estabilizador, la ciudad de México estaba, con todo, en condiciones de presentarse ante sí misma (o de comparecer en los discursos oficiales, las estaciones de radio, la prensa marchita, la tele naciente y la mentalidad colectiva) como una zona segura, sitio de reserva en un mundo que se desmoronaba o tiritaba alrededor de la guerra fría. Los chilangos: ya lo bastante desconcertados o fascinados por las tentaciones de la metrópoli, distanciándose de la calma chicha provinciana, del tono medio o el medio pelo. Aquí les tocó, como dice Carlos Fuentes, para reverdecer los bronces del peladaje, adoptar a los pachucos de aquel extremo impreciso donde querían espantar su soledad, ir larvando la naquez, aficionados al baile de salón pero de rompe y rasga, fieles aún al piropo que no eludía los diminutivos (¿cuántos "güerita" incitadores, cachondones o meramente amables o sólo recursos de vendimia de la marchanta, no habrá provocado Elena Poniatowska, Elenita?) y a la vez al albur tan contradictoriamente machista. El chilango corriente o de más abajo del medio pelo, el pelado que quién sabe por qué diablos, si por complejo de inferioridad o por insuficiencia ontológica, según sesudos universitarios, no terminaba de treparse al tren de la revolución pero que daba color y sabor el sabadito alegre y cada día que se pueda, faltaba más, faltaba menos, a la vida mexicana bien guarecida y guardadita en una caja de valores que ni el Banco de México. De la Virgen de Guadalupe en adelante, o mejor dicho de la virgencita a mi mamacita, a la discreción, la valentía, la astucia, la camaradería, al jolgorio y el relajo, a la hospitalidad y al "Como México no hay dos", pos ni falta que hace, a la noviecita santa y la movida que no puede faltar, el segundo frente sin el que no es sagrada de veras la mujer abnegada e intocable y tocada sólo por razones, usted sabe, de la naturaleza y hay que cumplir, ¿o no?

El medio siglo mexicano ve cómo la gente decente llega al cenit. Perviven los pelados pero ahora no serán los ricos, los trasnochados aristócratas, escasos y automarginados, los que los sitúen en aquella escala definidamente inferior. Los chilangos no hallarán valores más altos que el de la unión familiar y el progreso. Y no hace falta pensar mucho para caer en la cuenta de que de la primera depende el segundo. Ocurre entonces un efecto restrictivo: los elementos de la clase media han de cuidarse, actuar con cautela, vencer las oscuras seducciones de la noche, de esa zona doble y terriblemente tentadora que ocupa la mujer, precaverse incluso del vecino, del errabundo que anda en busca de lo que está en el borde del mundo: lo viejo, lo inservible (José Emilio Pacheco recuerda en Las batallas en el desierto la maldición que rodeaba a la figura de un hombre dedicado a la recolección de ropa usada o de plano inservible, de cachivaches sin fin, bienes que son males, buenos para nada, sucios y desprovistos de todo signo prestigioso, los del uso y el adorno, la eficacia y el oropel, objetos que son la antítesis del progreso, en aquella colonia Roma alemanista, tan llena de ilusiones vanas o certeras, tan persignada y nunca del todo arrepentida). No es casual que en los sexenios del ’52 al ’58 y del ’58 al ’64 el regente de la ciudad, Ernesto P. Uruchurtu, imponga su mano de hierro en una de las regiones vitales de toda urbe: el de los linderos de lo prohibido, las luces nocturnas, los faroles rojos y los horarios abiertos. Uruchurtu vendrá a ser el precursor chilango de la Cero Tolerancia en su rostro más moralino. "¿Por qué las rumberas de los cuarenta y los cincuenta no enseñaban el ombligo?", se le preguntó una ocasión a Meche Barba, quien respondió con autocrítica fallida: "Es que no nos gustaban. Se nos hacían lo feo de nuestros cuerpos. ¿Para qué enseñarlos?" La claudicación moral como fuente de criterio estético. Nada más alejado de la mujer que la posibilidad del disfrute de las cosas bellas, a menos que esas cosas siguieran el canon del pudor, de lo previsible, de lo establecido según normas que aseguraban el verdadero lugar del triunfo: el de "lo oscurito", ese homenaje a la ubicuidad, a esa no where land tan cara al mundo de los políticos al uso y a los dueños de cualquier poder, en este caso los padres de familia, los esposos, los guías en la marcha hacia el bien y el progreso, ese par de sinónimos que los chilangos de entonces, especialmente los de la clase media convencidos por los mensajes de los poderosos, concentraban con no poco candor en nada menos que la modernidad.

Ideología, redes imaginarias, máscaras: a aquellos mexicanos no les faltaron recursos para concebir un mundo definido por las convenciones. En el fondo, estaba bien visto el asunto: no hay mejor modo de renuncia que el apego a las formas y, en tal sentido, tampoco hay mejor modo de control. La nave va, siempre y cuando no haya una sola contracorriente, un solo viento sesgado, un mínimo contratiempo en la travesía. Asegurados los valores, no había más que confiar en una rutinaria y atenta conducción. Toda gran fiesta se encuadra en un programa largamente preparado, no sin sacrificios muchas veces, siempre con un orgullo increíblemente cierto. A la mujer se la lleva como a un caballo. Se le suelta la rienda calculadamente y siempre para hacerle ver que los apretones por venir serán distintos pero más fuertes. No hay mayor homenaje a la cursilería, como sabemos hoy, que la fiesta de quince años. El jefe de familia decidirá al fin y desde el comienzo, se dará humos falsos, de hielo seco, de renacidas máscaras. Este jefe o el que sigue, en un rueda del infortunio grotescamente acompañado de lágrimas y risas (como bien se ha visto en la infraliteratura fabricada para consumo masivo).

Esta porción del México chilango alió a su ansia de progreso una idea acerca de la cultura. La obviedad no resta importancia al asunto. No se trata sólo de ver qué se ha entendido por ese concepto prestigioso y vago que es el de "culto" sino sobre todo de subrayar la fe y la esperanza que se ha puesto en la educación. El mexicano medio ha visto en el grado académico una nota prestigiosa, por encima del decoro, una suerte de vía de ascenso. Formalmente acierta: quién sabe más es necesario en las esferas altas, quien es necesario puede recibir más, ergo, hay que saber más para tener más. Si las cosas marchan bien (y todo anhelo firme de progreso se funda en una estabilidad sin demasiadas amenazas o sin riesgos serios), el que se educa irá junto al país: progresando. Vivirá mejor. Hay una buena y aparente carga democrática en todo esto, un tono que parece legitimar (para usar este lenguaje) tanto los proyectos de las familias como los propósitos de los gobiernos. Pero el sustento de aquellos planes en gran parte de los casos era ilusorio nada más. Lo que no se había roto era un viejo vicio mexicano: la marginación, el sentimiento de clase o de grupo que daba de sobra para ver a buena parte de los otros como resistencias, si no es que como adversarios. La marginación ha tenido un muy diverso campo para desplegar el arsenal del que dispone. A los pobres hay que sumar a las mujeres de todas las clases, a los homosexuales, a los disidentes u opositores. La educación mexicana, al menos hasta fechas muy recientes, no ha hecho nada o ha hecho muy poco para reconocer a todos, dar a todos los mismos espacios en el presente y abrir espacios nuevos en el futuro. Formas levemente escondidas, tras las máscaras de la risotada o de la frase que quiere ser ingeniosa, surgen también para encuadrar al relevo del pelado mexicano: el "naco", ese ser ubicuo que alguna semejanza guarda con el "fresa". Ambos sustantivos denotan una condición que nadie acepta como propia, normalmente, aunque no falta el que se jacte: "¡Soy naco y qué!" o la que, satisfecha de todos sus pudores, diga en voz baja: "Sí, prefiero ser una fresa y no una loca".

Aquel México chilango se ha acomodado de lo más bien en un mundo que tiende a la uniformidad de los gustos. Está fácilmente a la moda, por más light o disruptiva que quieran ser ésta, aun cuando no dejen de ser soporíferamente convencionales. Cuando la revolución se bajó del caballo, supo subirse al último modelo justo a tiempo (la imagen es de Enrique Krauze). Años antes, cuando, en el porfiriato, las modas francesas dejaron de servir para los saraos en el Jockey Club de la Casa de los Azulejos (entonces, como ahora, propiedad del gran capital aliado al poder político), se aprestó a americanizarse, sin perder su orgullo, claro, esa extraña mezcla de sospecha, recelo, admiración y envidia que el mexicano medio ha tenido en su relación con los estadunidenses. En Acá las tortas Carlos Orellana se indigna con un competidor vecino que quiere vender hotdogs y no soporta que sus hijos lo llamen daddy pero de seguro es incapaz de detener la marcha que encabezará, sonriente y astuto, el presidente Alemán. Comienza entonces, bárbaramente (y no es caprichoso el uso del adjetivo), la yanquización de esa parte de la población del país, la parte educada, la que ha reemplazado los títulos nobiliarios con los universitarios. Comienza un proceso indetenible que hace que prevalezca el consumo como signo de estatus y el consumo de basura como práctica habitual. Todas las advertencias de José Vasconcelos, su acendrado antiyanquismo, se disuelven en vasos negros, modelos de consumo y nuevos arquetipos morales y estéticos, no por difusos menos efectivos. Sobre todo varía una visión del mundo: parece adoptarse una nueva, aunque no deja de saberse o presentirse que lo extraño no sólo es distinto sino también, y fundamentalmente, un peligro.

¿Dónde quedó el gusto por lo bello? Se dirá que tanto los hombres como las mujeres fueron víctimas de una organización social que ha puesto en mundos si no opuestos sí completamente ajenos el progreso económico y la procuración del disfrute estético. Es cierto. Pero también lo es que los hombres, en este campo como en todos los otros, han contado con muchísimas puertas abiertas más que las mujeres. Todo conocimiento enriquecedor supone una relación con el mundo distinta a la convencional, por eso es bueno (en este cuadro) que el conocimiento sea también convencional. Cuando no lo es todo entra en crisis, es decir: es puesto a examen, es sujeto a crítica. Reducida a su estrecho territorio, la mujer no puede conocer nada fuera de lo convencional, lo que en su caso significa conocer poco y mal.

El pelado y luego el vulgar, el corriente o el naco se enfrentan con el mexicano ascendente en una guerra sorda que no hace más que tipificar a todos, a situarlos en reductos específicos de los que no saldrán. Siempre, por ejemplo, que pienso en el pelado me da por pensar en la pelada. ¿Por qué no hay la peladita? Hablo en serio. ¿Por qué no una Cantinflas, nombre neutro por lo demás? Conocemos las razones: la mexicana pobre no daba para más ingenio, en el mundo uniformado, que el muy discutible de La Tostada y La Guayaba, no podía cumplir –al igual que las mujeres de estratos más altos– papeles de mayor relieve. ¿Por qué? Porque podía decir menos aun que el mexicano pobre, bien asimilado a una nueva e inocua picaresca. Si el cantinflismo servía para no decir nada con muchas palabras, frases cortadas, preguntas y afirmaciones sin sentido, podía en cambio decir mucho mediante aquel modo de comunicación negativa. Revelarse: manifestar sus recursos para desmarcarse de todo compromiso, lucir su ingenio mezclando una extraña ingenuidad y una indudable malicia, refrendar su invisible y leve ubicuidad gracias a un desenfado que lo remitía sin más a zona segura para el mexicano poderoso o letrado, dueño de bienes entre los que, de pronto, podría incluirse el conocimiento. El mexicano situado en la clase corriente, como después característicamente el naco, no aspiraría a mejorar su mundo. Su inconformidad duraba lo que el hambre y la sed del momento. Podía evaporarse en la botana. ¿La mexicana pobre? Como su hombre, tenía más que asignadas sus tareas, pero éstas eran aún más subalternas que las del otro. En el fondo, ambos se identificaban con los de arriba por una cosa: sabían lo necesario, pero lo que sabían estaba muy lejos de los valores reales.

Detrás de las máscaras hay una nación real, un largo y complejo tejido de vidas concretas lanzadas a destinos a los que no termina de vencer el desaliento. Los moradores de esta realidad, marginadas y marginados (como diría la vacía retórica de ahora, de forzado igualitarismo gramatical), podían ser vistos con la mirada distorsionadora del que rotula como "pintoresco" lo que suele no entender. Son los mexicanos del Centro y los ribetes rurales de esta ciudad perdida. Alejados de la grandilocuencia de placeres y gustos falseados en la medida en que son adquiridos, se empeñan en vivir la ciudad naturalmente, sin afectaciones y sin aspirar a desempeñar papeles extraños a los de su propio oficio. Es notable: la ciudad moderna, que despunta hacia un progreso que se quiere imparable, sabe asimilar sin violencias mayores los motores ardientes de los autos y los pasos seguros de sus moradores que no acaban de admitir, de modo espontáneo, que, para ser viable, el progreso planeado necesita marginarlos. Hay también en estos miles de moradores chilangos el gusto por lo bello, un gusto que brota sin mediaciones, espontáneo se diría: que nace y se despliega en su propio trabajo, en la vida misma en la que, por lo demás, no hay marginaciones internas sino, al contrario, una fresca y dura integración, no idílica desde luego, no libre de conflictos y violencias, pero tampoco alejada de la que quería para la patria nueva el poeta López Velarde al dar la bienvenida a la revolución maderista. Aquella belleza tiene una indudable carga moral, corresponde a la dignidad invicta, resistente a todos los embates concentrados en la pobreza y la escasez o la falta de casi todo, brota de una fortaleza cultural asediada sin embozo y por todos los canales.

En aquel México del medio siglo vive la joven Elena Poniatowska. Por el influjo de su condición familiar pronto accede al mundo del conocimiento. Y pronto se lanza tras su propio lugar en el mundo, no por cuestiones de apellido o cosas parecidas, sino porque late en ella una especie de sosegada, serena rebeldía. La recuerdo en la redacción del diario Novedades en los primeros años sesenta, menudita, rubia hasta la insolencia, con una risa que revelaba una prisa callada. Iba con una bolsota de mano, en la que seguramente guardaba una de aquellas grabadoras enormes que usaba también mi madre para hacer sus entrevistas, conversaba rápidamente con una señora que a mí me parecía entonces que tenía todos los años del mundo (Rosario Sansores), platicaba también con Ricardo del Río, un refugiado español chaparrito y nervioso y buena gente y que era subdirector del periódico. Luego se iba quién sabe a dónde y a mí me dejaba esa difuminada sensación de placer que tiene uno cuando mira a alguien que le gusta. Ya era entonces Elena Poniatowska, es decir una mujer joven que era más que una promesa, más que una niña bien vestida por despistada o por seguir la moda o para ver qué consigue en el periodismo. Lo que no era aún era la gran periodista que sería, la narradora imaginativa y puntual y afortunada que haría Hasta no verte, Jesús mío, La piel del cielo o Tlapalería, la cronista sin par de uno de los grandes libros mexicanos: Fuerte es el silencio, la autora sabia e intensa y emocionada e imprescindible de La noche de Tlatelolco, la dolida cronista de nuevo polifónica de los efectos del temblor del "85 en Nada, nadie.

No sé por qué no se ha reconocido suficientemente, en ciertos medios, su altura literaria. Se le reprocha, en voz baja, y nunca en verdaderos ejercicios críticos, el uso frecuente de diminutivos, como si al emplearlos ella buscara un modo de escritura digamos "femenino", curioso, fácil, demasiado fácil para la ternura o el asombro. Como si el habla mexicana no estuviera bien poblada de esta forma de expresión, tan a la mano en el español entero, por si faltara. Y como si la autora tuviese que guardar una distancia determinada con los escenarios y los personajes que registra. El reparo es a mi juicio claramente falaz. Parte de una lectura por lo menos insuficiente de los textos criticados. Una lectura prejuiciosa.

En el fondo del asunto está la "distancia". Parecería que se le pide a Elena Poniatowska precisamente lo que ella no puede ni busca hacer, es decir: alejarse en sus crónicas de los ambientes y los personajes. ¿Por qué tal petición a todas luces ilegítima? Por un prejuicio que consistiría en pensar que a los temas populares solamente puede vérselos desde las alturas, o sea con una buena distancia de por medio. El uso de los diminutivos supondría de esta (mala) suerte facilismo e impostura. Viene a cuento asomarse a esta perspectiva efectivamente facilona y falaz al menos por dos razones. La primera es más que evidente: se trata de una injusticia de raíces mucho más ideológicas que literarias. Y la segunda tiene que ver con aquellas raíces: ciertos temas pueden prestarse a muy diversas formas de manipuleo, de uso ideológico de signos distintos. Tomar una parcela social como gran tema puede dar lugar a grandes imposturas. Es el caso, no hay que ir muy lejos para advertirlo, de quienes explotan hasta la extenuación las ridiculeces de los ricos: ponerse de moda atacando las modas con literatura de ocasión. Puede ocurrir lo mismo con otro estrato, el contrario, fuente muy solicitada: el de los marginados. La crítica María Elvira Bermúdez se lamentaba frente a las obras que parecían seguir una sola fórmula: "Pobrecitos de los pobres". Elena Poniatowska ha sabido muy bien que la literatura no puede partir de etiquetas. Ni el morbo ante la opulencia (morbo, que no indignación) ni la conmiseración inevitable (conmiseración fatalmente pasiva, que no fuente de reflexión) pueden vivir en la literatura. Por lo menos no pueden vivir mucho tiempo en ella, si ella es buena y tiene salud.

Todo empezó hace más o menos cuarenta años. De las notas de sociales Elena Poniatowska da el salto a la crónica urbana y la entrevista y la narrativa. Todo ante ella parece caber en la misma bolsa: todo es literatura, el mundo entero es literalizable, si permiten el término los académicos. Aquella risa de la autora es expresión de asombro, mas de no de pasmo. Asombro: motor de nuevas inquietudes, surtidor de las palabras que la ciudad y sus moradores esconden y revelan a la menor provocación si uno, o una, se acerca a ellos con tiento y la audacia suficiente para descorrer sus velos, desmoronar sus sólidas barreras. El poder de la mirada: también en aquellos velos y obstáculos halla Elena Poniatowska signos, sentidos de los mundos que debe registrar. En ocasiones lo que se mira es tan importante como lo que se oye. El velo está lleno de colores, de historias no contadas, de tiempos que reciclan sus carreras. No hay más que ver a los vendedores callejeros, con sus chichicuilotes y sus pollos, a los paseantes domingueros que se daban el gusto de mirar las panzas de los aviones que bajan y suben más allá de Balbuena, a los futbolistas llaneros que no optaban aún por ser público televidente y cervecero, a los xochimilcas "que viven del producto de sus chinampas, [para los que] Xochimilco es el México verdadero, [y pueden decir] "Yo creo que Xochimilco fue el México de a de veras, porque nosotros sí vemos aquí águilas que se comen a serpientes’", a los que pasaban por los días siempre iguales, uno tras otro, en la morosa programación del progreso a cambio de salarios cada vez más insuficientes, esperando la gran noche del baile en el Salón México, mejor conocido como "El Martillo", en el California, que derivó en "Califa", el Colonial que se rimó en "Huacal" y el Anáhuac que, muy de acuerdo con la clase trabajadora, y antes de los embates de la moda, era conocido como "El Overol", hay que mirar a "aquellos que se ven tan serios en la calle, rostros estáticos, esfinges en los camiones, aquellos que se hacen de la boca chiquita, del ceño fruncido, [cómo] se sueltan el pelo en el baile y de qué manera. "¡Ay, qué vacilón! ¡Qué rico vacilón!" [Ver al] estudiante con su cachucha en la bolsa trasera del pantalón [que] baila a pura zancadilla rusa", hay que ver cómo "el sudor cubre las frentes y las mujeres relinchan nerviosamente... Una, dos; una, dos. Patean. Mueven las caderas. ¡Ay mamá qué lancha! y van de un lado para el otro, cabeceando..." Hay una curiosidad viva, ebullente, que se suma aún, gustosamente, delicadamente, a la tradición de los grandes cronistas mexicanos de épocas previas y vecinas, escritores que miraron una ciudad de México a la que los ojos y la sonrisa de Elena Poniatowska aún podían reconocer cuando realizó las crónicas de Todo empezó en domingo (libro ilustrado por Alberto Beltrán). Aquéllos eran los años de una frontera todavía imprecisa entre los tiempos de hábitos tercamente vigentes, de modos del mercadeo, la supervivencia y la alegría que no acababan de contaminarse, y los tiempos que tendrían que llegar. Con sus menos de seis millones de habitantes, según registra Alejandra Moreno Toscano, el df podía seguir siendo, si no aún la Ciudad de los Palacios, sí la región más transparente, un sitio bueno para la convivencia. Carlos Monsiváis da una fecha y un hecho verdaderamente claves: la construcción y el estreno de la Ciudad Universitaria, emblema mayor de los proyectos alemanistas, instalación plena de la modernidad entre las piedras de los volcanes perennes. Aquella construcción entraña un fin, el del Barrio Universitario, en el mero corazón de la ciudad de los aztecas y los españoles y los mexicanos de siglo y medio. Se trata de un símbolo: el conocimiento, manija del poder y por tanto de la modernidad tantas veces prometida, cambia de mundo y altera todos los ritmos. Las fronteras reales de la ciudad quedan disueltas y el defeño comienza a ser al fin morador de una ciudad que sigue los vértigos y las fatigas de las metrópolis a las que nunca, por lo demás, podrá igualar. Es el México de Ricardo Cortés Tamayo, el gran cronista mexicano, el que se las pintaba solo para dar en el blanco, para descifrar los gestos mínimos, los deseos esbozados, las felicidades y los agobios citadinos. En Cortés Tamayo, el compañero de viaje a Yucatán del joven poeta Octavio Paz, el maestro excepcional de Elena Poniatowska, está presente una mirada comprensiva del país, sin alardes, sin tintes redencionistas, sin la vara alta y sin la cabeza gacha. Es el México que era inmenso en su brevedad insospechada, que era leve en la pesadez de la modorra y el aleteo de sus flores y los colores de su habla, sus susurros, sus canciones. "El ruido –ha recordado no hace mucho Elena Poniatowska–, no llegaba a ensordecer, subía de la calle con sus frases dulcemente provocativas: "Regálame esta noche", "Cachito, cachito, cachito mío, pedazo de cielo que Dios me dio", nadie tenía que taparse los oídos ante el rock pesado de Guns and Roses: "Take me down to the paradise city" (que ha alcanzado los decibeles más altos de la historia y ha hecho que muchos se queden sordos). Éramos inocentes. La vedette Lyn May, ya medio aplaudidona pero con el mismo cuerpazo, declaraba: "Yo sí tuve muchos amantes pero con todos me casé" (...) Los cronistas de la ciudad ya no podrían abarcarla". Ciudad en trance aquellos años, apenas ayer, hace un titipuchal, según se vea. La metrópoli que suma a su inventario novedoso una refulgente zona rosa que es una rosa negra y roja y nuevo lar abierto de desfogues y liberaciones y aires de artistas y de intelectuales con sus barbados maquillajes.

Ya no quedan inocentes en la ciudad de México. ¿Ha ganado el humor, se ha metido hasta la cocina la malicia? Es de temerse que no. A la inocencia la ha reemplazado una indolencia activa, una desidia que ni siquiera se asoma al escepticismo y que se despliega en la desconfianza, la infaltable suspicacia, el miedo, el abuso. Obstinados, tercos o condenados, no la abandonamos. Hay en ella una fórmula secreta para suscitar repentinas esperanzas, pócimas para curar enfermedades o al menos eficaces lenitivos. Elena Poniatowska le declara su amor y su odio, como en su hora y con otra mirada hiciera el poeta Efraín Huerta. Ante la escritora aparece una "ciudad infinita". Para ella "México es todas las ciudades; es París y Nueva York, Berlín y Madrid, Varsovia y Praga. Tiene todas las edades, es prehispánica y es moderna. Es horrible y es fascinante. Es cruel y es díscola, da puñaladas traperas y besos tronados. Sórdida y homicida es asquerosa y es niña de primera comunión. Ningún organismo humano debería soportarla y sin embargo aquí seguimos ofrendándole nuestros pulmones planchaditos para que ella los arrugue. [...] El Distrito Federal ha perdido su aire de campo, hasta los gallos son citadinos y los guajolotes pavos de supermercado, ya no hay campesinos ni rebozos, ni sombreros de paja, la población dejó de ser rural, hoy muchos hablan en inglés: ‘okey’, ‘fuck you’, ‘shit’, ‘bye’ y ‘ciao’ aunque sea italiano. Merenguera y milagrosa, la ciudad ofrece tacos, elotes, camote de mieles, café con piquete, ¡colorada sandía!, mangos abiertos como descomunales flores de oro y en las esquinas el árbol de la vida de los algodones rosa estridente".

¿Cuánto más duraría aquella inocencia? Una voz colectiva, festiva, fresca, clarísimamente liberadora, tendrá la respuesta. En 1968, apenas precedidos por Carlos Fuentes, Juan García Ponce cumple treinta y seis años, los mismos que Salvador Elizondo, uno más que Sergio Pitol y Elena Poniatowska. José Emilio Pacheco ha llegado a veintinueve y Carlos Monsiváis alcanza su primera treintena. Junto a algunos otros escritores, y bajo el influjo de Alfonso Reyes, los Contemporáneos y de Juan José Arreola y Octavio Paz fundamentalmente, han abierto ventanas a la literatura mexicana, han puesto su mirada y sus palabras en suelos y horizontes tan amplios como sus propias posibilidades creadoras. Lo mismo ha sucedido en la pintura. José Luis Cuevas y otros pintores tan notables como Lilia Carrillo o Manuel Felguérez, Fernando García Ponce o Vicente Rojo, han derribado la "cortina de nopal" y han seguido rutas diversas, tras el ejemplo de Rufino Tamayo y de Juan Soriano. Todos ellos han decidido seguir caminos que serían plenamente mexicanos en proporción directa a su universalidad, como había dicho Reyes, enriquecen aquella tradición de la ruptura de la que habló Paz. La generación de Elena Poniatowska, la llamada Generación de La Casa del Lago, descree de un México lleno de etiquetas pero falto de vida, poblado de emblemas y de símbolos y carente de proyectos genuinos y abiertos. El suyo será un momento fundacional, de exploraciones múltiples en contrasentido de los discursos de la Revolución y separadas a la vez de los valores que Europa y Estados Unidos habían puesto a circular durante la guerra fría. El momento es verdaderamente crucial: aquel clima de la cultura, tendido especialmente pero no excepcionalmente en los campos de la literatura y la pintura, encuentra su correlato en el florecimiento de una nueva, desconcertante y en todo sentido promisoria, actitud social. Veinte años después de que Daniel Cosío Villegas advirtiera sus torceduras y su agotamiento, el régimen de la Revolución entraba en una crisis que no abanderaba caudillo ni partido alguno (lo que literalmente sacó de quicio a los gobernantes) sino que consistía en el despertar de una sociedad a la que no se podría comprar.

Situada en una intemperie pulida y custodiada de los peligros de la verdad, una verdad literalmente escandalosa, ampliamente contraria a la que desplegaban los discursos políticos y a las ambiciones de la oligaquía (ya alerta e indignada en los años sesenta por los libros gratuitos de texto, por ejemplo, a los que consideraba perniciosos), la ciudad de México entró a los sesenta bajo el pregón del triunfo de los planes inacabables de la Revolución, de la estabilidad como trampolín hacia la modernidad ya más que entrevista. Quedaba lejísimo el estado de Morelos, si se piensa en el asesinato del luchador campesino Rubén Jaramillo y no en el Casino de la Selva. Si se quieren símbolos no puede hallarse uno mejor que el de la paloma de la paz emblematizando los Juegos Olímpicos, comenzados apenas diez dias después de la matanza de Tlatelolco. Más allá de los torcidos mecanismos mentales de Díaz Ordaz vale detenerse en un hecho indudable: la represión criminal al movimiento de los estudiantes no significa sólo un acto brutal de real politik sino que a todas luces representa la incapacidad moral e histórica de un régimen, un aparato inepto para cumplir mínimamente con sus verdaderas responsabilidades, humanas e históricas. El gobierno de México se desfonda moralmente en 1968 al preferir las balas al diálogo. Si la Revolución que llegó a ilusionar a Ramón López Velarde necesitaba un acta de muerte, Díaz Ordaz y sus secuaces la expiden tardía y bárbaramente. A la Revolución le sobraron mentiras y trapacerías. Le faltaron palabras. Había muerto mucho antes del ’68, ¿qué tenía vida entonces? Los únicos poseedores de una respuesta son los que en vez de tratar de levantar cadáveres, de enristrar fórmulas de salvación, tienen más bien preguntas. ¿Cómo ha sido posible que haya pasado tanto tiempo así? ¿Qué ha sucedido para hacer triunfar a la simulación? ¿De qué desarrollo se nos habla, de qué modernidad?

Si poco a poco ha venido levantándose el tenebroso velo con que se ha encubierto la verdad histórica, es claro que desde hace años los mexicanos hemos podido saber la frescura y la reciedumbre de la actitud moral de los opositores al régimen en aquel momento. Una nueva actitud, inédita de veras en México, en cuya ciudad capital se libró la desigual lucha entre un bando que tenía la razón histórica y otro que tenía en la mano el poder, fincado en una interpretación de la historia oxidada, podrida. Muchas de las expresiones y actitudes entusiastas de las calles chilangas en 1968 seguirán siendo oídas y percibidas secularmente gracias, en gran medida, a Elena Poniatowska. La escritora, como sus compañeros de generación, había perdido entonces toda inocencia. Si de una parte, y en el plano estrictamente personal, es demasiado crédula en ocasiones, en la arena política y en el campo moral, tan amplio y tan bien cernido como ha de ser, sospecha de todo lo que le suena mal, mira torcido o le huele raro. No transige, pero no prejuzga nunca. Habla, pregunta, va tras los vestigios con curiosidad detectivesca, de escritora, de científica, de mujer alegre que no quiere ser lastimada. A veces ha incurrido, sin muchas precauciones, en zonas de alto riesgo, en el campo de una nueva hagiografía, como en el caso de la novela Tinísima, una intensa recuperación de ambientes de la ciudad perdida y de los ideales y los empeños de la fotógrafa Tina Modotti y sus amigos y compañeros de causa. En La noche de Tlatelolco ha creado un libro en el que manteniéndose ausente se une sin falta en un fresco fragmentario y entero, sin fisuras, que expresa aquel entusiasmo fundador, la indignación y el estupor ante las bayonetas y las balas y las luces de bengala. Se trata de un libro sabio, de una gran literatura llena de vida.

A tal unidad diversa corresponde la vida de la ciudad de México. La capital del país ha cambiado su rostro, o más precisamente: su expresión. Al margen de los asuntos de la economía, la demografía y el propio urbanismo, la ciudad vive una transformación paralela a la que viven y suscitan sus habitantes. Tiene que reconocerse como un ente masivo, pero no encuentra en su gordura causa o pretexto para la quietud o la inacción. Sus moradores se sirven del Metro e inclusive llegan a forjar una cultura subterránea. Se desplazan entre millones y entre millones de dificultades a la mayor velocidad posible. Viven con insólita intensidad una ciudad de contrastes inmensos, en la que cambian los usos y se mantienen y se renuevan los abusos. Los chilangos han dejado de caminar por las calles y las avenidas y los ligues y conquistas comienzan a florecer de coche a coche o en los vagones anaranjados del meteoro o en las peseras atestadas. No han muerto todos los salones de baile pero muchas y muchos en busca de pareja van prefiriendo las cafeterías anaranjadas. Chapultepec y otros lugares de recreo van convirtiéndose en zonas de peligro. Surgen los grandes centros comerciales, malls pretenciosos buenos para cierta naquiza adinerada, con la mala luz de los aeropuertos y la falsa limpieza de lo programadamente aséptico y lujoso. Allí pasea entonces la gente, muchachos, niñas fresa, chavos reventados, familias enteras, la abuelita los domingos, los papás atolondrados que hacen cuentas delante de los aparadores. La ciudad crece y se fragmenta. Desde los años setenta no es fácil hallar chavos que conozcan medianamente al menos el centro capitalino. ¿Perdone, seño, no sabe dónde queda Bucareli? El Zócalo, tan grandote y tan inencontrable. Los chavos del sur son expertos en la topografía de San Jerónimo pero ni la más puta idea de dónde está Santa María ¿qué?, ah, La Ribera. Las zonas del consumo, como siempre, se definen de acuerdo con la escala social; lo que sucede ahora es que la ciudad entera parece haberse convertido en una extensa, mortecina región de espectadores atorados entre los anuncios, los puestos callejeros, las colas de automóviles o los alebrestados montones de darkies tratando de ingresar a los antros de moda. Todo se ha vuelto masivo y los ricos han tenido que elegir una especie de comienzo de fuga y se establecen en orillas cada vez menos reconocibles (¿Conoces Santa Fe? Ni parece México), a diferencia de los moradores antiguos del pueblo de Xochimilco. En esta ciudad a la que los incontables vicios del sistema (entre otros, la búsqueda a ultranza de la modernidad) le puso en el corazón la bomba demográfica, y a la que los procesos globalizadores quieren convertir en un gran centro comercial, en vez de habitantes se querría que hubiera sólo compradores. Pero quedan en la ciudad los estudiantes y los trabajadores, los desempleados, esos otros moradores, la mayoría por lo demás, que hacen que la ciudad respire con dificultad pero con insospechada energía un aire tercamente limpio. Esta ciudad es la de la resistencia, como antes, en 1968, fue la de la rebeldía. Y tiene entre sus cronistas puntuales a Elena Poniatowska, primero en Nada, nadie, otro libro de voces colectivas que registra el drama del temblor del ’85, y luego en Fuerte es el silencio, colección de textos que cuentan de entrada con dos virtudes esenciales: la paciente y apasionada escritura, fluente, palpitante, amplia vía generosa de recreación de la realidad del otro; y, además, en un plano que rebasa lo estrictamente literario, la capacidad de revelar cómo la vida política en la capital del país, más que habitar en los conciliábulos y las negociaciones, en las zonas de la tenebra, ocurre centralmente en el corazón de la sociedad, en sus formas de intentar respuestas, en primer término de resistencia, de salvación. Una ciudad, la escritora nos ayuda a recordarlo, de las mujeres, no sólo de las creadoras que supieron y pudieron desplegar su gusto por lo bello (las Siete cabritas) sino también sustancialmente de las trabajadoras, jóvenes o viejas, mal pagadas, madres, novias, hijas, descreídas y fieles, combativas, distanciadas de la resignación, opuestas callada o enfáticamente a la claudicación.

Siguen siendo los olvidados (como aquéllos que filmó Luis Buñuel en el medio siglo), pero los personajes de la cronista Elena Poniatowska son también los burlados por la mentira política de los más distintos colores, los que ni siquiera reciben promesas, los que saben que nada pueden esperar de nadie, los ángeles que portan mensajes indescifrables para los otros, muchísimos más interesados en oír y leer opiniones acerca de la pobreza que en escuchar a los pobres, las madres de los desaparecidos políticos, los tenaces inventores de colonias populares, como la Rubén Jaramillo.

En su largo viaje escritural Elena Poniatowska ha ido intensificando su tono, sin perder mínimamente siquiera su natural frescura y ganando sabiduría y malicia. Lo mismo ha ocurrido con su modo de vivir, de comprender su ciudad terrible a la que ama con admirable lealtad; ha sucedido lo mismo con la fuerza de su mirada, capaz de dar con las naturalezas genuinas de sus personajes y sus aires, sus conflictos y sus dramas y sus días de fiesta, sin merma de un entusiasmo creador admiramos, lectores y moradores de México, Distrito Federal.