La Jornada Semanal,   domingo 7 de marzo  de 2004        núm. 470
León Guillermo Gutiérrez

Luis Mario
Schneider: 
de tinta propia

Un conjunto de cuervos, pirañas, vampiros y otros seres nos acompañan para despedir a Hugo Argüelles, uno de nuestros dramaturgos emblemáticos. Marlene Gómez lo entrevistó poco antes de su partida y Hugo contestó a nombre de sus entes de ficción. León Guillermo Gutiérrez nos habla de Luis Mario Schneider, Adolfo Castañón glosa varias imágenes guadalupanas y Enrique H. González viaja al mundo de Rubem Fonseca. Publicamos además, y como un adelanto al número que dedicaremos a Gilberto Owen, un ensayo de Alfredo Rosas.

Una vez que Dios creó el cielo y la tierra y dio vida a todos los seres, le ordenó a Adán que les pusiera nombre. Así pues, desde tiempos inmemoriales, una de las tareas del hombre ha sido bautizar las cosas. Esta acción del hombre no tiene por objeto único hacer inventario, sino que la etiqueta, marca o membrete nos ha permitido una ubicación en el espacio y el tiempo históricos. Esta reflexión deviene al momento de definir al escritor Luis Mario Schneider (1931-1999) quien nació en Argentina y se arraigó en nuestro país desde 1960, y cuya labor trascendental se inscribe en la investigación y crítica de la literatura mexicana. En esta línea emparienta con el cubano José María Heredia, quien se estableció en México desde 1825 y al año siguiente fundó El Iris, que sería la primera revista literaria en suelo mexicano. Solamente mencionaré dos nombres más a cuya tarea le debe mucho nuestra literatura: me refiero al hondureño Rafael Heliodoro Valle y al guatemalteco Luis Cardoza y Aragón. No menciono los nombres de la inmensa lista de extranjeros, para quienes nuestro país ha sido pródigo, que asentados en México han producido la mayor parte de su obra creativa por pertenecer a otra estirpe. Para abreviar sobre el caso, diré que Luis Mario Schneider fue argentino por nacimiento y mexicano por elección.

A cinco años de su muerte sale uno de los varios libros que terminó y que aún no veía la luz. Este libro, De tinta ajena, recién publicado por la Universidad Autónoma del Estado de México en coedición con el Instituto Mexiquense de Cultura, y cuya edición estuvo a cargo del poeta Félix Suárez, encierra en sí un sinfín de historias. La primera es la elaboración minuciosa de cada una de las piezas que lo integra y que fueron publicadas como artículos en diversas revistas; la segunda es la decisión del investigador de reunirlas en un solo volumen; la tercera y la más legítima son las veintinueve magníficas y sorprendentes piezas, dignas de la más exigente museografía literaria. Es tan rica la enumeración de nombres que transitan, dialogan y se comunican a través de este libro, que bien amerita un índice onomástico. Pero, no obstante, todos estos ilustres invitados giran alrededor de los anfitriones verdaderos y ¿quiénes iban a ser, sino aquellos que fueron el desvelo y admiración de Luis Mario por muchos años? El grupo de Contemporáneos en pleno: Cuesta, Gorostiza, Owen, Novo, Pellicer, Villaurrutia. Completan la lista de mexicanos Concha Urquiza (la única mujer) Rebolledo, Reyes, Torri, Usigli, Vasconcelos y los pintores Montenegro y Zárraga en su calidad de cuentista y poeta, respectivamente. El otro grupo lo forman Valle-Inclán, Borges, Cortázar, Girondo, y el poeta norteamericano Langston Hughes. 

Aunque cada uno de los artículos goza de autonomía, el conjunto total integra un libro sólido en definitiva. En estas aparentes curiosidades literarias se encierra uno de los más extraordinarios periodos del quehacer artístico y que abarca las primeras cuatro décadas del siglo xx. Schneider escribió en el prefacio: "De tinta ajena, porque los textos de este desentierro no me pertenecen. Mi trabajo ha sido recuperarlos, devolverlos a la historicidad de su olvido carcelario en páginas de revistas y periódicos." Estos textos a que se refiere son principalmente cartas, poemas, cuentos, piezas teatrales y dedicatorias que nos ofrecen otra perspectiva de quienes hoy ocupan un sitio de honor.

Ahora bien, creo que toca el turno de hacer con Luis Mario lo que él hizo con otros, es decir, recuperarlo, escuchar lo que su voz nos dice a lo largo de este museo de curiosidades. Como buen crítico e investigador marca una distancia en cada uno de sus escritos, su labor estriba en la exégesis y en la minuciosa crónica de los textos rescatados. No obstante, en algunos de ellos divulga su juicio estético. Comienzo: sólo en uno se refiere a él mismo, y es por demás interesante ya que habla sobre sus pasos iniciales en la literatura mexicana y sobre sus maestros. En la página 50 escribe:

Entro en la nostalgia. Cuando llegué a México y me inscribí en la Facultad de Filosofía y Letras, era la época todavía de los grandes maestros, o por lo menos, de los mitos que una labor de años había hecho de ellos los caciques –en buen término– de la intelectualidad nacional. Recuerdo a don Panchito Monterde con una finura legendaria; a Julio Jiménez Rueda, panzón, con anteojos de galeno; a Francisco Rojas Garcidueñas, de dientes separados, humano y ayudador; a Agustín Yáñez, hierático y compartidor de los temas de su propia creación; a María del Carmen Millán, pequeñita e inquieta, mi directora de tesis de doctorado. A los más jóvenes: José Luis Martínez, Antonio Alatorre, Ernesto Mejía Sánchez, cuya sociabilidad no me permite retratarlos, porque aún viven.
Siempre supimos por su boca que se sentía mexicano y quizás se deba a lo que él mismo definía como extranjería: "El prejuicio de las nacionalidades está ligado con la crueldad." ¿Será de ahí su afán en rescatar a mexicanos en el olvido? ¿Acaso buscaba una genealogía que lo legitimara? No lo creo; Luis Mario construyó una obra, un nombre, una nacionalidad que va más allá de las demarcaciones territoriales.

El trabajo que Schneider realizó no tiene parangón, le llevó casi cuarenta años de exhaustivas revisiones en periódicos y revistas, sobre esta tarea señala:

Vamos siendo justos, la búsqueda del material hemerográfico de un escritor no es fácil. Vengo insistiendo en que es una labor colectiva y creo que todo aporte al conocimiento bibliográfico de un creador sigue siendo una lucha contra el tiempo, y donde a veces el azar es mucho más voluntarioso que la tarea racional.
No me cabe la menor duda de que fue la poesía a la que le dedicó con mayor ahínco sus pesquisas y lecturas, y es también donde tocó sus más finas dotes de crítico; por eso no es de extrañar que diecinueve de los veintinueve "objetos exóticos" correspondan a este género. Recordemos que publicó cinco libros de poesía, amén de los poemas inéditos que se encuentran al resguardo de la Universidad Autónoma del Estado de México, al igual, entre otras muchas cosas, que las cartas a que alude en el libro de Valle-Inclán, Cortázar, Cuesta y Rebolledo. Aquí hago un alto, ya que de todos es conocido el material de investigación que recopiló durante años, único y de valor incalculable, para que la uaem cumpla en su papel de heredera y proporcione un inventario de esta riqueza para que pueda ser utilizada por investigadores. Prosigo: tampoco soslayo su cercanía con las artes pláticas, de la que dan cuenta gran parte de sus textos. Él mismo incursionó en este arte; recuerdo un temple que tituló Autorretrato representado por tigres coloridos que corrían en contrasentido en túneles laberínticos. En el cuadro colgado en la sala de su departamento de Zihuatanejo se mostraba como un buen dibujante no exento de una gran imaginación, cualidades ambas necesarias en todo pintor. Estas pasiones, poesía y pintura, las sintetiza al hablar de Roberto Montenegro como poeta y cuentista:
Es mucho más usual, quizá más ¿fácil?, que un escritor dibuje o pinte a que un artista plástico incursione en la literatura. La misma condición que cada una de ellas tiene y conlleva, obliga a que la mecánica entre pensamiento y realización distinga y a la vez posibilite el encuentro, cuando no la capacidad para el asalto o la transferencia.

Indudablemente, la literatura, la poesía son mucho más inspiración que paciencia o técnica, todo sin desconocer que estas sustancias o conductas son también afinidades imprescindibles en la labor del escritor.

La poesía vuela sin límites desde el toque primero; en cambio, la plástica precisa desde el primer momento de un duro aprendizaje, un sufrido noviciado. El artista-pintor es bastante más obrero que el artista-escritor. Así, al parecer, todo facilita más el abrazo del escritor con la plástica que viceversa, puesto que solamente obliga a entrar en contacto con los procedimientos gráficos, pero se torna limitativo, por no decir frustrante, en el pintor que desea manifestarse o consolidarse en el universo de las abstracciones donde el encuentro con las formas excluye cualquier recetario.

Esto no implica de ninguna manera un cercenamiento rotundo entre plástica y la literatura. Por el contrario, creo firmemente que entre ambas existe una hermandad sólo divisible en la mesa de operaciones mentales, que la visión, la intuición y la práctica destruye.

Por último, transcribo su singular visión sobre el quehacer poético, al hacernos la crónica de uno de los poemas de juventud de Octavio Paz:
El poeta también tiene de Dios la irreverencia. Aprendió de Él que el acto de hacer no siempre es un acto excelente, lúcido desde el origen, cordial y definitivo. Porque Dios inventó el tiempo y nos lanzó a la historia; porque el poeta recoge la palabra y la construye en el tiempo del lenguaje de la historia; porque el poeta, como Dios, es también en su sola soledad la santificación de una venganza: no perdona la fe de lo perfecto, no justifica la obra cabal. Porque ama el transcurrir y deja que sus actos resbalen; porque tiene el vicio de corregir y de mutilar, hasta el de falsificar y olvidar; como si todo lo que debiera vivir hubiese de quemarse en el fatal designio de una sorda encomienda. O ¿es que en definitiva todo acto de crear es siempre búsqueda de imperfección? ¿O el poeta, también como Dios, no sabría existir en lo perfecto?
Ahora toca turno al recuerdo justo. Durante los meses de julio y agosto de 1993, Luis Mario me visitó en Austin. Su estadía fue por demás fructífera, escribió su segunda y última novela, Refugio, así como también el último libro de poemas La semilla en la herida, ambos en los que gustosamente le serví de amanuense. En ese entonces yo dirigía la revista Navegante, donde le publiqué un par de poemas, y de esta forma en el mismo espacio compartió su voz con las de Álvaro Mutis, Ida Vitale, Claudia Torres, Michael Rigan y Luis Antonio de Villena. Copio uno de ellos, "Una tarde simple":
El sauce llorón reprime su llanto
ante el amarillo solar de los 
  recuerdos.
Déjame decirte
que la ausencia de la tarde
se aprisiona en tus cabellos
tendidos en el agua
como raíces ancestrales
para esa fotografía
develada el día de la infancia.
No reclamo ni ese minuto eterno
que cuelga de tus pupilas enrarecidas
ni la medalla bendita por el encanto
de saberte mía y pasajera.
Majestuosa tarde simple,
paloma torcaza de un destino
donde murió el destino.
El poema, junto con los que integran el libro, es quizás premonitorio por su carácter confesional donde transitan solamente el pasado y el presente. El poeta, en un acto introspectivo, hace recapitulación de un tiempo nostálgico donde el recuerdo se enseñorea. La poesía de Luis Mario se dio en su juventud y al final de su vida, aunque es preciso afirmar que fue poeta de tiempo completo.