La Jornada Semanal,   domingo 7 de marzo  de 2004        núm. 470
Adolfo Castañón

Guadalupe

En la tarde y noche del 11 de diciembre en la Ciudad de México cae poco a poco el velo de la cultura secular y se hace visible el aire sagrado que alienta entre los mexicanos; se diluyen los barullos profanos y las musiquitas comerciales; se abre paso a paso el cráter de lo sagrado sobre el cual se alzan los edificios simbólicos laicos y se disipan por unas horas las instituciones profanas. Hormiguean por todos los rumbos de la ciudad filas de peregrinos que se dirigen hacia el cerro del Tepeyac, hacia la Basílica de Guadalupe; son cientos, son miles, cientos de miles, vienen de los cuatro rumbos, del oriente y del sur, del poniente y del norte.

"Peregrinos en bicicleta desde Guadalajara, antorchistas desde Querétaro, caminantes desde el puerto de Veracruz penitentes de rodillas por la Calzada de los Misterios; en silla de ruedas, con maletas, sanos y moribundos, niños y ancianos, ricos y pobres, justos y asesinos" avanzan como ríos humanos por las calles y avenidas, vienen marchando como en vilo, a través del aire, practicando esa forma de plegaria y oración que es la caminata taciturna de los peregrinos. Traen cargando en la espalda pesados altares de vidrio; otros portan estandartes, algunos otros guitarras para cantar las mañanitas al romper el día. Los peregrinos solitarios se diluyen en la multitud que camina y ruega, que ruega porque camina, niños, ancianos, mujeres y jóvenes no tienen edad, son un solo cuerpo que viene caminando desde todos los extremos de México, que vienen andando desde Guadalajara o Veracruz, desde hace días o semanas, quién sabe desde hace cuántos años, quién sabe desde hace cuántos siglos para alimentar con su unánime muchedumbre el vasto océano humano que viene a inundar las explanadas de la Villa de Guadalupe y a adorar a la "Santa Criolla", a levantar hacia el cielo el corazón, a pedir "a la Niña Celeste, Águila de México, Jefita de los Barrios, Virgen, Madre de Guadalupe"; que vienen a pedir la gracia de mantener vivos y alegres los cuerpos culturales que sostienen a México como región geográfica e institución imaginaria, a pedir el favor de afirmar el milagro de la continuidad espiritual en América, el don de ahondar y comprender la aparición prodigiosa que dibuja en el ayate del Santo Indio Juan Diego la figura morena de la Virgen con las cuarenta y seis estrellas en su manto, los doce rayos de su corona y el centenar de relámpagos que la envuelven. La gracia de comprender esta epifanía fundadora como la cruz espontánea en la túnica del Emperador Constantino. ¿Cuántos peregrinos se dan cita esa noche del 11 al 12 de diciembre –la verdadera Navidad mexicana, como dice el poeta Lawrence Ferlinguetti en el poema inédito aquí incluido– si según la estadística la visitan este santuario no menos de dieciséis millones de fieles anualmente? ¿Y cuántos más siguen desde lejos los pasos infatigables de los peregrinos mexicanos que recuerdan la oración en movimiento de los fieles que llegan a venerar a la virgen de Cestuchowa en Polonia, a la de Lourdes en Francia y a la de Fátima en Portugal o a las Vírgenes de la tradición rusa?

El cráter de esta creencia inveterada se abre todos los años durante cuatro días –9, 10, 11 y 12 de diciembre– y todos los años se renueva el milagro de un México transfigurado en sí mismo, reconciliado en sus extremos, salvado de las mutilaciones innumerables que la historia ha impuesto e impone en el cuerpo social llamado México. Ese día caen las máscaras y se hace sensible el aire sacrificial que se respira en México: vivos y andantes, palpitantes y presentes, el día de la Virgen de Guadalupe resucitan todos los méxicos que contiene México: los cuatro méxicos prehispánicos –nahuas, mayas, olmecas, chichimecas– y los cinco siglos del México conquistador, virreinal, criollo, liberal y moderno. Ese día la criatura mexicana se alza del polvo del nihilismo y se busca y se ofrenda a sí misma a través del reconocimiento unánime de su soterrada mismidad. Como el resplandor que envuelve a la virgen en las imágenes, la peregrinación es una y múltiple, unánime y polimorfa.

Andan los peregrinos vestidos de todas las formas imaginables: hay concheros y hay encorbatados, hay deportistas y hay tatuados, músicos de todos los sonidos, obreros pero sobre todo campesinos y gente de toda calza que viene a darse cita en torno a la adoración de la Santa Patrona de México. Ese día hasta el más escéptico entiende por qué cuando uno dice México dice Virgen de Guadalupe, comprende que una escalinata invisible de imágenes y experiencias simbólicas une los edificios caídos y por caer de la ciudad simbólica mexicana.

Ese día desdoblado –pues que se pasa la noche preliminar en la vigilia del movimiento peregrino que es oración incesante–, ese día que entre todos los días de guardar es el que más guardamos los mexicanos, el cuerpo mutilado de México siente sanada la amputación, el dolor imaginario en el miembro perdido se hace sensación real y todo cobra un aire de solemne fiesta, el cuerpo mexicano puede entrever por un momento –gracias a la Virgen de Guadalupe– la fuerza de su reino, dentro y fuera de sus fronteras.

Estas son algunas de las fantasías y reflexiones que suscita en una mente abierta a la contemplación el repaso de las más de trescientas fotografías y textos que contiene el libro Guadalupe armado gracias a las investigaciones documentales y fotográficas de Carla Zarebska y de Alejandro Gómez de Tuddo, unidos por el concepto editorial llamado Basilisco.

Libro-arca, libro-ofrenda, Guadalupe resume y recapitula varios años, toda una vida de trabajos, concentra visitas innumerables a archivos (como los del inah o condumex), acopia centenares de referencias bibliográficas, despliega varios mapas soterrados en torno a los ejes sagrados del México antiguo, colonial y moderno, presenta más de un centenar de fotografías inéditas –como las de los frescos y retablos de Ocotlán y Ozumba–; reescribe una historia y una geografía de México a través de la devoción guadalupana; subraya los puentes delicados que comunican el pasado prehispánico, la memoria criolla y el México contemporáneo en un relato a veces visual, a veces textual, siempre elegante, siempre certero y audaz, recalca los puentes que crea la idea México con la de Guadalupe.

¿Cómo habrá nacido este libro que dice "Nada guadalupano me es ajeno"; "Nada en Guadalupe me es ajeno"? ¿Cuántas aventuras no habrán vivido y soñado los editores de esta geografía intrahistórica de México donde la historia se vuelve entraña y las entrañas luz artística, flor y canto textual y fotográfico? ¿Cuántos trabajos no habrán pasado sus autores-editores para armar estas 358 páginas como si el libro a su vez fuese un calendario ritual de su propia realización, o un precioso libro de horas en el que he tenido la fortuna predestinada de participar muy modestamente con algunas referencias literarias? ¿Cuántas alegrías y satisfacciones presentes y porvenir no les habrá deparado la realización de este volumen –toda una bomba de tiempo– que es una de las reuniones iconográficas y textuales más ambiciosas e inteligentes entre las que están hasta hoy disponibles? Aunque ordenado por épocas, el libro Guadalupe se abre como un cráter o un abismo vertiginoso, un palacio de la memoria al estilo renacentista, una explosión iconográfica que se eleva hacia el cielo del saber como una bengala perdurable, versátil flor de fuego.

Además de un compendio erudito y audaz, exacto y abigarrado, Guadalupe es una exaltación donde convergen las arcas de la memoria escrita y de la memoria visual y donde la imagen y tradición de la virgen de Guadalupe dialoga consigo misma a través de nosotros, de México y de la cultura mexicana, a través de todas las edades y todas las manifestaciones mexicanas.

Guadalupe es un viaje público y secreto, un recorrido en vilo por las costuras religiosas que mantienen viva y creciente a la nación llamada México. El afilado lente de Alejandro Gómez de Tuddo, la curiosa perseverancia de Carla Zarebska vienen a darnos en este libro único un retablo inédito del potencial guadalupano y mexicano pues vive la virgen morena más allá de nuestras fronteras, por supuesto en diversos estados y ciudades de Usamérica y, más allá, en Europa y Nueva Zelanda.

En el filo de obsidiana de los años de crisis en que vivimos aparece este libro que repasa el misterio de la ofrenda sacrificial mexicana, que cuenta la historia de la salvación del mundo mexicano por el milagro de la mujer Virgen-Tonantzin que supo escuchar y guiar al Santo Juan Diego hacia su perfección devota.

Es Guadalupe un libro único y uno, complejo e irrepetible. Arca preciosa de imágenes elocuentes y caleidoscopio de símbolos heterogéneos (aquí el ángel convive con la lagartija sacrificada), aquí los editores de Basilisco llevan de la mano al lector-contemplador al centro del laberinto donde se responden y hacen eco las imágenes sagradas con los textos, plegarias, poemas, explicaciones, leyendas en un fluido continuo que pide al lector palpar los textos como imágenes y los símbolos como paisajes y canciones de cuna. Guadalupe es un teatro de la memoria mexicana, un escenario de la revelación, es decir, de lo inasible, un espectáculo audaz e informado donde los textos y objetos indígenas auguran los sermones y poemas virreinales, donde la voz de la historia se explica a través de historiadores y memorialistas sólo para dar pie y voz a las fotografías de fieles y devotos, de danzantes y curanderos, de retablos populares y de juguetes hasta hacer de esta summa testimonial una obra de arte, un templo hecho libro, un altar encuadernado en cuyo eje alienta el texto-cáliz, la palabra-raíz de la leyenda guadalupana, el Nican Mopohua, esa leyenda escrita originalmente en náhuatl en la que me atrevo a reconocer el acta de nacimiento de la literatura mexicana.

Indisolublemente unida a la historia de México, la historia de la Virgen de Guadalupe –la historia de su luz pintada y de su sonido escrito– es literalmente una historia apocalíptica en la medida en que hace caer los velos textuales e icónicos que alimentan la síntesis mexicana. La inmersión que practica el libro en la epifanía mariana en México resulta por eso un baño en las aguas lustrales de la memoria –poética, literaria, artística y religiosa– mexicana.

El palimpsesto guadalupano revela a lo largo de las bóvedas de este templo de papel dos dimensiones: de un lado, la dimensión abismal, transhistórica, trascendental, que hace adivinar tras San Juan Diego a Moisés, tras el Tepeyac al Sinaí, tras el pueblo elegido de Israel al pueblo de México, tras la Virgen de Guadalupe al Espíritu Santo y a la Antigua Madre Tierra, fuente de un derecho arcaico inmemorial que es el puente simbólico entre patriarcado y matriarcado.

De otro lado Guadalupe practica o establece un repertorio de imágenes cuyo común denominador es el poder de transfiguración de la imagen de la Virgen de Guadalupe. Se trata de un poder contagioso y avasallador, capaz de atravesar fronteras y a través de las mariofanías capaz de pintarse espontáneamente en muros y piedras, capaz de reinventarse y de trasplantarse, de irradiar su poder de salvación en cada circunstancia social, histórica, o popular en la que se ve citado.

Ese poder de transfiguración de la patrona de México y de América es una de las lecciones que se desprenden de este libro: de la virgen prerrafaelita de Marcos Aquino a estrella pop o Yolanda o Alma López; de figura misteriosa en los testimonios históricos a presencia palpitante en las plegarias, oraciones, poemas, conjuros y fábulas: la Virgen de Guadalupe siempre es la misma a pesar de ser otra, ella siempre es y hace participar de esa condición a sus devotos.

La dimensión abismal del palimpsesto guadalupano unida a esta otra dimensión de transfiguración constante y contagiosa señala hacia un hecho que este libro subraya con el laberinto de investigaciones, pistas y caminos que sus autores-editores tuvieron que recorrer dentro y fuera de México, en templos visitados como bibliotecas, en archivos visitados como templos: a saber, la lectura del hecho guadalupano como un milagro continuo y como el único símbolo genuinamente imitable al infinito, es decir como el único símbolo verdaderamente clásico y verdaderamente tradicional producido por la cultura mexicana a lo largo de los siglos que lleva su gestión. El culto a la Virgen de Guadalupe atraviesa culturas y épocas históricas, géneros literarios y artísticos, rituales, modas, ideologías, clases sociales. La aparición de la Virgen de Guadalupe no sólo consagra el destino que responde –según recuerda Octavio Paz– a la triple orfandad de México: "la de los indios porque Guadalupe Tonantzin es la transfiguración de sus antiguas divinidades femeninas; la de los criollos porque la aparición de la Virgen convirtió a la tierra de la Nueva España en una madre más real que la de España; la de los mestizos porque la virgen fue y es la reconciliación con su origen y el fin de su ilegitimidad".

La "felicidad de México", el "Arca Salvadora", "Nuestra Sra. de los indios" será por eso también la jefecita de los Barrios, la salvadora de lo mexicano y de los mexicanos dentro y fuera de México, el signo de que mientras exista la devoción por la Virgen de Guadalupe, mientras se reitere su aparición visual o textual, mientras se reitere el enamoramiento, la pasión estética y simbólica de los mexicanos por esta figura serena y pacificadora, el país llamado México –como lo advierte I. M. Altamirano– no desaparecerá. Este libro es una fiesta, una fiesta amorosa y compleja preparada por manos innumerables guiadas por la de los mayordomos –editores– autores.

Es una señal clara de que México tiene todavía mucho que aprender de sí mismo, una señal de que las culturas mexicanas –la popular o la ilustrada, la urbana o la rural– tienen futuro, es decir apetito de fidelidad, de trascendencia, deseo de despertar cada mañana a la luz transfigurada.