La Jornada Semanal,   domingo 29 de febrero  de 2004        núm. 469
Escrito antes
de los acontecimientos

Pierre Drieu La Rochelle

una de las grandes actualidades del siglo xx nació hacia 1903. Entonces se produjo en Rusia algo que renovó la moral política de Europa. Acerca de este hecho capital, los franceses no han visto más que el fuego, comenzando por aquellos que se han hecho rusófilos y que se han deslumbrado, pero que no se han iluminado con esa misma flama.

Esta actualidad continuó formándose en Italia, en Alemania, y se ha inscrito fuertemente en los espíritus de los demás países de Europa, salvo en algunos donde persiste el viejo liberalismo del noroeste (Suiza, Bélgica, Holanda, Escandinavia) y en donde los negociadores franceses fueron a renovar, incluso recientemente, el sentimiento de su impunidad. Y también allí, si tales negociadores hubieran tenido un poco de curiosidad, bien podrían haberse percatado de los observadores que veían trabajar a Europa no solamente por una transformación sino por una revolución. Después de veinte años, todas las mañanas deberíamos haber esclarecido a cada francés, a través de la radio, las palabras dichas a Luis xvi: "No, Monsieur, no es una revuelta, sino una revolución".

¿Cuál fue el fondo de esta actualidad? Que la extrema izquierda abandonaba la concepción liberal y democrática.

Tomemos la situación política de Europa de 1914, aun antes del inicio de 1917. En suma, todo el mundo, desde la derecha hasta la izquierda, aceptaba como verdadero y definitivo medio de vida político al sistema democrático, liberal, parlamentario. Cierto: el sistema funcionaba plenamente en pocos países, pero en el resto, la élite tanto de derecha como de izquierda estaba resignada o forzada a admitirla como un fin inexorable. Eso fue así no solamente en la Alemania y en la Austria imperiales y aristocráticas, en la Italia y la España retrasadas y políticamente falseadas, y aun en los Balcanes y en la misma Rusia. Aquí y allá, se le infligen torceduras al sistema, y es en Rusia donde se retarda la primera aplicación pero donde, sin duda, los más tímidos zaristas estaban seguros de que tarde o temprano llegaría. En todas partes, tanto los que se dicen reaccionarios como los que se llaman a sí mismos revolucionarios, los junkers y los marxistas, rinden homenaje al sistema triunfante.

¿Quién se enfrentó contra esta idea ampliamente extendida de que el sistema era durable, legítimo y eficaz? Casi nadie: un puñado de sindicalistas revolucionarios en Francia y en Italia; Charles Maurras; un puñado de extremistas rusos dispersos en las ciudades de Europa.

Véase lo demás de esta situación veinte años después. Se trata de un hecho capital que determina todo el cambio que se produjo en 1903 ante el desconocimiento de todos. Un hombre de izquierda, Lenin, ya había roto completamente con todas las formas liberales. Había creado, con su ruptura con el partido social-demócrata ruso y al formar el partido bolchevique, al primer partido totalitario en el que él era el dictador y rompía con todos los convencionalismos de la moralidad liberal. Para él, así como para sus seguidores, se entendía que llegarían al poder y que se mantendrían allí sin reparar en cualquier medio. La fuerza y las artimañas se presentaban abiertamente como las únicas reglas. Los medios electorales y parlamentarios serían empleados sólo como accesorios al alboroto o al golpe de fuerza. Lenin estudiaba a Clausewitz y no los manuales de derecho constitucional. Su llegada al poder no hizo más que confirmar el método que había escogido. Y se apresuró a propagar este método por toda Europa. Abrió para Europa una escuela de maquiavelismo y violencia a la que llegaron a formarse y deformarse los comunistas…y los fascistas.

Señalemos que desde un punto de vista de mayor amplitud histórica, nada de esto era nuevo. Lenin no hizo más que retomar la lección de los jacobinos de 1792. Golpe a golpe, ellos habían inventado el patriotismo, el nacionalismo, el militarismo, el imperialismo, el autoritarismo, el totalitarismo, todos los ismos que han recorrido todos los caminos arrastrados sobre las ruedas de cien mil cañones. Ellos inventaron el partido único, la doctrina del Estado, la dictadura salida del empujón plebiscitario, del alboroto o de cualquier otro truco efectista. De entre los jacobinos, unos habían precedido a Hitler en la laicidad casi pagana, otros a Stalin en su ateísmo, si no es que en el anticlericalismo o en el franco anticristianismo.

En Europa, entretanto, la lección de 1792 había sido poco a poco olvidada por la izquierda. No pudo resurgir completamente pura ni completamente fuerte en 1848 ni en 1871. A pesar de los azoros de Marx, se volvió a perder enseguida. Los socialdemócratas, tanto los marxistas de la Europa central como los de Europa occidental, habían atenuado su sentido; todos se habían volcado hacia un democratismo liberal y parlamentario que aún sobrevivió entre los viejos socialistas de la ii Internacional.

La novedad, por parte de Lenin, fue que reintrodujo a valor pleno una vieja receta bien conocida por los conquistadores, los revolucionarios y los "capitanes vencedores" de todos los siglos: a saber, que cuando se quiere hacer un omelette, hay que quebrar primero los huevos. Lenin, como si fuese valiente tártaro nacido en pleno siglo xvi, rompe los cascarones y las cabezas con viveza. El ligero tinte de hipocresía que a veces hubiera podido distinguirse en sus palabras fue completamente borrado por el caucásico Stalin, que podría haber nacido en pleno siglo IX.

Nada se hizo más que por la izquierda. Y la luz vino del Oriente. Europa no estuvo tan civilizada como creía. La guerra resquebrajó el barniz. Nunca la Europa central, la meridional, la oriental, había estado tan palmariamente impregnada del liberalismo político venido de Londres y París. Los dictadores que surgieron de todos lados (salvo Horty) eran hombres de izquierda, socialistas, jefes de socialistas; suele tratárseles como renegados. Pero cuando un hombre primitivo se cree socialista revolucionario, lo es de sobra. No hablo de nuestros buenos socialistas franceses o ingleses que no dejaron de ser socialistas cuando se volvieron ministros; jamás lo fueron. Ellos son liberales que durante mucho tiempo simplemente han sido liberales vergonzosos.

En Moscú, un hombre de izquierda, un socialista sublevado, había proclamado: "Para nosotros, la violencia, la estratagema, la fuerza. Nada de lo que hayan empleado los conquistadores, los déspotas, los tiranos, los monarcas absolutos los puritanos de Cromwell, los jacobinos de Robespierre será rechazado por nosotros." Esto fue repetido en Roma por el socialista Mussolini, en Polonia por el socialista Pilsudski, en Turquía por Kemal Ataturk, otro hombre de izquierda. Esto no fue ignorado en la práctica por el socialista nacional Benès, algo que también fue imitado por los monarcas balcánicos y por los cuasi-dictadores bálticos. E incluso fue imitado en Portugal; y en España, quizá de manera aristocrática, por Primo de Rivera, y más tardíamente (por fuerza de las circunstancias) por Franco. En Portugal, bajo la influencia inglesa, se pudo introducir envuelta bajo formas intelectuales. En Asia, los persas, los chinos de Chiang-Kai-Chek, los japoneses, han sacado provecho de ello. Latinoamérica no ha practicado otras máximas.

Así, dos tercios de Europa fueron barridos después de veinte años por una renovación total de los valores, por una inversión de su tabla como la que había señalado y profetizado decididamente Nietzsche, aún más que Marx, el profeta del nuestro siglo.

En Londres, en París, en Bruselas, en Ginebra, en Ámsterdam, se sacuden la cabeza de manera desdeñosa, incrédula, ignorante, inactual. Después de veinte años, los franceses han vivido ignorando o negando que esta revolución, esta "revisión de los valores", haya avanzado permanentemente en Europa. Los grandes periodistas, los escritores políticos, los jefes de Estado, se ponen de acuerdo en las reseñas de fin de año para decir que todo esto es una locura pasajera, accidental. Accidental: esta es la palabra asombrosa. Los dictadores en serie: accidente; los totalitarismos en serie: accidente; los socialismos vueltos nacionalismo y los nacionalismos vueltos socialismo: accidente. El antisemitismo, el anticlericalismo, el anticristianismo, delirios de una noche.

Maurras, que sólo veía lo justo, no pudo hacer nada al envolver sus principios de filosofía política de forma segura en el vocabulario en desuso de las querellas francesas. Otras formaciones nacionales viven a merced del capitalismo más estrecho y más estúpido de los dos hemisferios. Los radicales dicen: Francia somos nosotros, y llanamente tienen razón. Los socialistas idiotas sólo tienen un solo hombre inteligente razonando según las normas de la Revue Blanche de 1898, y únicamente porque este hombre escribió allí algunas notículas. Los comunistas, que se creían muy astutos, iban de turismo a Rusia y regresaban tan idiotizados como cualquier francés que regresara del único viaje de su vida. Habíamos regresado a América pensando que daba la pauta al mundo. Eso era verdad por una parte, pero únicamente en esa parte. Los mismos rusos, como cualquier pueblo del fin del planeta, igual que los chinos, imitan mal que bien el maquinismo, el materialismo de más allá del Atlántico, y ponen este instrumento de fortuna al servicio de un vasto gangsterismo salvaje. De hecho, el gangsterismo también proviene de Estados Unidos. No hay que olvidar que durante veinte años el cine norteamericano ha ofrecido al mundo principalmente imágenes de violencia. Y luego llega la crisis: duda de Estados Unidos como de sí misma; con Roosvelt intenta una ruptura con el liberalismo económico, que parecía ser la única garantía cierta.

Nadie comprendía nada en las riberas del río Sena, mucho menos en las del Támesis o en las del Hudson, ni más allá del Rin o justo al llegar a Vladivostok, y todo el mundo pensaba algo distinto a nosotros o en contra de nosotros.

Toda Europa, salvo el bloque noroccidental, pensaba que si el siglo xix había sido un siglo de doctrinas, el siglo xx era uno de métodos. Ante los nuevos problemas impuestos por el industrialismo en el marco de las nacionalidades, el último siglo respondió lanzando las grandes hipótesis que fueron sus grandes doctrinas: liberalismo y socialismo, nacionalismo e internacionalismo. El siglo xx, fracturado por la experiencia de estos problemas, comenzó a fundar sus doctrinas, a amalgamarlas según un mismo método decantado poco a poco en todas partes, el método inaugurado por Lenin, continuado por Stalin, Mussolini, Ataturk, etcétera: artimaña, violencia, trafagón brutal.

Estos capitanes sin maneras tranquilamente han mezclado lo que se consideraba fijo en las oposiciones sagradas: socialismo y nacionalismo, democracia social y autarquía política.

Ante este terrible pragmatismo, nuestra gente de izquierda ha continuado repitiendo que el fascismo era el medio de defensa del capitalismo, mientras que nuestra gente de derecha no percibe la realidad del patriotismo de Stalin, quien podría haber envidiado vengarse de Brest-Litovsk y del fracaso de Polonia de1919.

Este análisis de un cierto estado de espíritu, aunque sumario, explica sólo los recientes incidentes de la política. Se puede hacer hasta el infinito el recuento de los errores inmediatos de los diplomáticos, de los hombres de Estado, de los consejeros intelectuales; con esta mirada no se puede aprehender el enorme conjunto de decepciones y sorpresas de la evolución moral de Europa.

Por lo tanto, hay que añadir que si los acontecimientos han sido tan abrumadores es porque el Occidente no sólo ha pecado por ignorancia de lo que se realiza en el centro, el sur y el oriente de Europa, sino también por el desconocimiento y el abuso de fuerzas y virtudes que se encuentran incluso dentro de su propio sistema.

En 1918, Inglaterra y Francia tenían a Europa en sus manos. En Ginebra habían forjado un instrumento de hegemonía que, bien empleado, pudo probar una flexibilidad y una eficacia completamente nuevas, originales y profundas. Pero no sirvieron; habían desarmado a Alemania pero también la habían hambreado. Un vientre famélico no tiene oídos… para los discursos democráticos.

Para comprender la falla de las democracias de Occidente, comparen Europa con Estados Unidos: tienen permanentemente millones de desempleados. Su vasta autarquía no ha resuelto socialmente el problema económico. O al menos, el día en que esta autarquía llegue, tendría los medios geográficos en el cuadro de una vasta federación de abastecerse a sí misma. También la autarquía rusa.

Pero Europa está dividida, dividida en veinte o treinta estados. Esta Europa también, y antes que los Estados Unidos, tenía millones de desempleados. El más grande número de desempleados estaba en Alemania. Paralizadas por el principio de las nacionalidades, las democracias de Occidente no supieron proveer de materias primas y de trabajo a los seis millones de desempleados de la democracia hermana de Alemania. Hitler llegó e hizo soldados de sus desempleados, soldados socialistas. De cara a la hegemonía burlona y desafiante de Inglaterra y Francia, él propuso su hegemonía.

Incluso allí también nos quedamos sorprendidos. Y comenzamos a discutir detrás del frente, según las viejas líneas del debate de 1914 a 1918. Maurras repitió: "Dividid Alemania". Pero Hitler la unificó como jamás los jacobinos lo hicieron con Francia después de Luis XIV. La gente de izquierda nos dice: "Rehagamos en torno a Alemania la coalición de Europa". Pero una Europa balcanizada siempre será débil frente a un bloque de 80 millones de alemanes.

La solución de sus problemas no reside en sus medidas políticas, sino en la unificación económica de Europa, de África y del Cercano Oriente, y en la unificación política garante de esta unificación económica. Después de esto, sólo nos resta encontrar, igual que a los estadunidenses y los rusos, la estructuración moderna de una vasta autarquía de entre las ruinas del socialismo y el liberalismo. ¿Acabaremos por ver que eso no puede resultar y que será impuesto por otra gente que estuvo en Ginebra, con otro espíritu y con otros medios? 


Traducción de José Antonio Hernández García