Jornada Semanal, domingo 29  de febrero de 2004               núm. 469

 

Jorge Moch

¿Y DÓNDE ESTÁ LA INTELIGENCIA?

 

Lejos, parece, y desde hace demasiado tiempo, me temo, de los programas de televisión. Prácticamente todas las producciones de la televisión mexicana –y buena parte de las del mundo– brillan por su estulticia, excepciones aparte. Y no hablemos de ramas súper especializadas de la barra, como los dibujos animados, las telenovelas infantiles, los chismes de la farándula vulgar y pretenciosa o, ya puestos en la boca del bobo, los programas de humor. La televisión se toma muy a pecho su papel de sierpe hipnotizadora de esa masa sonriente que babeando dedica su vida entera a la religión del consumo desaforado. La mayoría de los programas buscan no informar o enriquecer la mente humana, sino mantenerla en un eufemístico nivel de "entretenimiento", en umbrales de percepción más bien propios no del cabal discernimiento, sino para la aceptación gregaria y uniforme de este nuevo desodorante o aquella verdad impepinable: a ver, todos digan mú.

La estupidez parece reinar en las exhaustas mentes de guionistas, directores de arte, productores ejecutivos y la inmensa mayoría de estrellitas de cera y silicona en los programas presuntamente creados para hacernos reír. Pleonásmico, que nos hace reír –no sin amargura– que estas recuas, con sus bostas, pretendan hacernos reír. Entre las series de importación, la brecha no está menos dispareja. Hace mucho que Friends terminó convertida en una soap opera de chascarrillo, y ni esperanza de que surja otro fenómeno de la comedia como Seinfeld o Mr. Bean. Casi extraña uno a Hechizada o Míster Ed...

Imposible no mirar atrás, al humor de carpa con potencial de improvisación que usaban los Polivoces en los sesenta o Madaleno y Alcaraz en El club del hogar que después contaminaría el malogrado Paco Stanley con simpatía prefabricada; o el Loco Valdez con sus mafufadas incomprensibles pero espontáneas o aquello que hicieran Raúl Astor y Héctor Suárez cuando Sábado loco, loco (que si la memoria falla menos, se llamó Locuras del sábado por la noche y en ulterior versión, donde apareció también la mujer de Astor, Chela Castro, se tituló ¡No empujen!, semillero mal aprovechado de cómicos que hoy no hacen reír y programa sintomático de que el humor declinaba). Cómo no extrañar Ensalada de locos o el primer par de temporadas de La carabina de Ambrosio, donde César Costa se reveló chistosísimo, diminuto presbítero gandalla que a cada rato fregaba a Guillo el Monaguillo, con Chabelo y Beto el Boticario; o cómo no evocar a Margarito et al., cuando los pininos en la cumbre del éxito de Víctor Trujillo y Ausencio Cruz, de En tienda y trastienda y luego en La caravana, donde Brozo no pontificaba y nomás era un nacote a toda madre; o cómo olvidar el ingenio de Andrés Bustamante. Bueno, cómo no querer el regreso, al menos, de las primeras apariciones de los arquetipos creados por Roberto Gómez Bolaños, antes de que agostara sus fórmulas en sí mismo y sus personajes cobrasen robótica vida propia en un loop interminable y soso. Si hasta se extraña al marido apocado que encarnaba Sergio Corona y al baquetón barrigudo que hacía Guillermo Rivas...

Pero algo sucedió, que el humor se nos fermentó en zoncera acetosa. Y en lugar de que Cuenca y Manzano, Lechuga y los Salinas (Chucho y su hermana, no los otros, bastante más macabros y nada bufos) dieran pie a una generación de buenos cómicos, capaces de tomar la estafeta de la risa y el ingenio, nos cayeron encima los burros van Rankin y los Adal Ramones, la fofez de Angélica Vale –aunque a ésta última hay que reconocerle la imitación que hace de Verónica Castro– y una troupé de programas francamente lamentables que provocan pena ajena, como La hora pico, Puro loco, Hoy te toca o ese lamentable híbrido de reality show con comedia chafa que es Historias de la risa real.

Hay que replantear el rumbo de los programas de humor. Si no se quiere imitar el pasado, vale, pero sí es necesario botar esas fórmulas debilitadas hace demasiado que productores, guionistas y actores se empeñan en seguir utilizando para no tener que espantar la modorra del cacumen. O de plano, que los directivos de las televisoras se pongan a buscar nuevo talento y desde aquí les damos una pista: busquen en las agencias de publicidad. Paradójicamente, es en los anuncios en donde la televisión mexicana (y la del mundo) está teniendo sus mejores humoristas. Y, claro, en la política, aunque allí se trata una cualidad conmovedoramente involuntaria.