Jornada Semanal, domingo 29 de febrero de 2004        núm. 469

EL TEATRO DE IGNACIOARRIOLA

A Ignacio Arriola, dramaturgo jalisciense, le interesaba profundamente la escritura sobre la relación entre el autor y sus personajes. Sus lecturas juveniles de Unamuno, Calderón de la Barca, Cervantes, Pirandello, Jacinto Grau (toquen ustedes madera, pues el bueno de don Jacinto, muerto en su exilio argentino, era considerado por sus amigos como un "gafe" de tiempo completo), Bulgakov, Chéjov y Molière, entre otros, le abrieron una amplia perspectiva del tema y de sus incontables variaciones. Diálogo de personajes fue la primera obra en la que trató el problema de la libertad de los personajes, el de su rebeldía frente al todopoderoso autor y el de la búsqueda de su ser autónomo e intransferible en el tiempo y en el espacio. Ignacio sabía que los rebeldes son castigados por los déspotas, pero jugaba con la idea de que el autor, como el del Gran Teatro del mundo, de Calderón de la Barca, repartiera los papeles entre los personajes que se presentaban cuando los convocaba: "mortales que aún no vivís y ya os llamo yo mortales, porque a mi presencia iguales, antes de ser asistís". El uno era un rey, el otro labrador, la otra pastora y todos eran dejados por el autor en el pleno e irrestricto libre albedrío. Esta circunstancia los convertía en lo que Amado Nervo llamaba "arquitectos de su propio destino". Sus limitaciones eran las mismas que padecemos las personas humanas sujetas al "estruendo y la furia" del mundo y a todos los peligros que rodean a la libertad. De esa manera, los personajes, Criticus y LaVinia emprenden una lucha ardua y, en el fondo, desesperanzada, para llegar a ser y poder encontrarse el uno con el otro. El autor testimonia esa lucha y acaba por otorgar la libertad (esa precaria libertad de los personajes y de los seres humanos) a los seres de ficción que pensó y que, al final, son ellos los que lo piensan a él. Arriola lleva así el juego pirandelliano, calderoniano y unamunesco hasta sus últimas consecuencias (pensemos en Niebla, de Unamuno y en Questa sera si recita a soggeto, de Pirandello) ya que los conduce hasta una absurdidad que tiene como única salida el mismo absurdo. Ionesco y Beckett influyen en esa escapatoria frustrada, aunque, es preciso reconocerlo, las soluciones truncas del teatro de Arriola tienen una inquietante y bien meditada originalidad.

Otro aspecto importante del teatro de Ignacio Arriola es el de su juego constante con las palabras. En obras como Requiem por la luna y Onich Norvak, pero muy especialmente en esos juguetes escénicos, bastante angustiosos por cierto, a los que podemos dar el nombre genérico de "garrulerías", Arriola retuerce las palabras para dar con sus más recónditos y, a veces, contradictorios significados. Le interesaba demostrar la ambivalencia del lenguaje y el fondo caricatural de todas las actitudes solemnes y pomposas. Algo del esperpento valleinclanesco hay en este conjunto de reflejos contrahechos y de sombras que recuerdan al teatro de títeres de Bali.

Le bastaba colocar un nombre enfrente de su espejo para encontrar una especie de farfulleo carrolliano carente de sentido inmediato, pero lleno de un significado que sólo podía encontrarse del otro lado del espejo. En una de sus obras los personajes (todos con nombres al revés, no para disfrazarlos sino para convertirlos en parodias de sí mismos) acaban vitoreando, angustiados y, al mismo tiempo, enervados por el absurdo, a la mierda, a la derrota, a la náusea, a sus propias y ridículas personillas importantes, al diablo y al buen Dios. Todos ellos, Mingolo, Batolo, Urik, Onich Norvak, Madranálgara, Madratímbara... giran en un laberinto que conduce a otro laberinto y (Enrique de Villena y Juan de Mena se ocultan entre las bambalinas) se convierten en figuras simbólicas, en esperpentos, en sapos insuflados o en lamentables seres para la compasión.

Hace tiempo, la unam publicó algunas obras de Arriola y, cuando murió, se publicó en Jalisco su obra completa con el excelente prólogo de Olga Marta Peña Doria. Ambos libros son difíciles de conseguir y, como Ignacio pasó casi toda su vida en Guadalajara, sus obras apenas se escenificaron un par de veces en la abstraída capital de la República. Lo conocí bien y sé que ese silencio y ese olvido le importan (allá donde esté) un soberano carajo. Se las han perdido los teatreros capitalinos. Ni modo. Así son de arrogantes y descuidados con algunos escritores de la provincia. Desde el rincón de esta columna me atrevo a pedirles que se asomen a este teatro sobre el teatro, a estas ideas y palabras bien instaladas en el escenario de lo absurdo, a estos juegos teatrales a los que Ignacio apostó la vida entera y todo su amor y su disgusto por la tragedia, la alegría y el ridículo de lo humano.
 

HUGO GUTIÉRREZ VEGA