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México D.F. Martes 24 de febrero de 2004

Robert Fisk

Un negociador de regreso en Beirut

La puerta a la que llamó Terry Waite al regresar de su primera reunión con los secuestradores de Beirut aún produce el mismo eco pesado y hueco de hace 15 años. En aquella ocasión el enviado especial del arzobispo de Canterbury apareció pálido y tembloroso, apretando unas fotografías instantáneas de los estadunidenses a quienes intentaba rescatar. Se sentó ante una mesa con cubierta de cristal en el hotel Corniche, ubicado frente al mar, con su lodoso camellón central y sus esbeltos Mercedes de cristales oscuros y choferes barbados de aspecto lobuno. Y allí, sobre la cubierta de cristal, colocó las fotos que acababa de recibir de los secuestradores en persona: las de Terry Anderson, quien miraba fijamente a la cámara; el padre Jenco, de barba blanca, y los demás rehenes de la Jihad islámica.

Actualmente ésa es mi puerta de enfrente y la mesa de cubierta de cristal sigue allí. Pero afuera del Corniche el camellón central está plantado con hierba suave, arbustos y nuevas palmeras. Los automóviles en los que se cometieron los secuestros yacen apilados desde hace mucho tiempo en basureros, y sus propietarios se han dedicado a la política, a conducir taxis o a los negocios en Teherán. Conocí a algunos: los hombres que enredaron al presidente estadunidense Ronald Reagan en el escándalo Irán-contras y que más tarde secuestrarían al propio Terry Waite, cuando desoyendo todos los consejos y las advertencias de los mismos secuestradores regresó una vez más a Beirut para gestionar la liberación de los estadunidenses.

Waite se fue al día siguiente de aquella primera visita con las fotos pegadas con cinta adhesiva al pecho desnudo, para que los pistoleros apostados en el viejo aeropuerto no las encontraran. El periodista Juan Carlos Gumucio y yo lo acompañamos hasta la última antesala de salida para cerciorarnos de que estuviera a salvo, y partió a Washington para mostrar sus fotografías al presidente. En cambio, el aeropuerto al que Waite llegó esta vez cuenta con todos los adelantos del momento y con agentes de seguridad ataviados con elegantes uniformes.

Por supuesto, las marcas de la guerra y del miedo aún se ven en Beirut. Quedan cientos de edificios salpicados de perforaciones de bala y aún existe la verdadera línea frontal, la que corre por la mente de todos los libaneses, porque no ha habido esfuerzos de reconciliación. Pero el centro de la capital ha sido reconstruido en parte para los ricos del Golfo, y las calles que datan del tiempo del protectorado francés han sido remozadas para albergar cafés, bares y algunos de los más lujosos centros nocturnos de Medio Oriente. Las chicas en minifalda y sus escoltas -la botella más grande de champán del club cuesta ahora 3 mil dólares y existe el rumor de que se puede pagar en abonos- tendrían escasos tres años de edad cuando la guerra terminó.

Los libaneses siempre miran con amabilidad a quienes han sufrido, y Terry Waite ha sido agasajado por la prensa local -lo cual le encanta- y tratado con la tradicional hospitalidad de la cocina libanesa y los magníficos vinos. A los libaneses les encanta charlar, aunque no tanto como a Waite. Como dijo Terry Anderson cuando salió del cautiverio, "es tan fácil que Waite pare de hablar como que el agua deje de correr colina abajo". Y Medio Oriente ha avanzado colina abajo. Irak y Egipto, Israel y Palestina y el Golfo son peligrosos para todos los occidentales.

Beirut es tal vez la ciudad más segura de Medio Oriente. Waite es un rostro del pasado en una capital que durante mucho tiempo ha estado sometida a la cirugía cosmética que todas las urbes destrozadas deben soportar. Mi colega periodista Juan Carlos acabó suicidándose. Pero yo vivo aún en Beirut y recuerdo la noche en que Waite llamó a la que ahora es mi puerta de enfrente, con el corazón latiéndole con tal fuerza que sólo lograba hablar entre bocanadas de aire.

"Son inflexibles", me dijo, refiriéndose a los hombres que más tarde habrían de secuestrarlo. Muchos son ahora cincuentones y, al igual que la ciudad, han cambiado.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

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