La Jornada Semanal,   domingo 22 de febrero  de 2004        núm. 468
Agua serena

Juan Nuño López

Ilustración de Luis GalLa calle principal de Pochutla era un humeante coágulo de transportes pesados henchidos de caña hasta la soberbia, autobuses sin techo repletos de narices chatas, pestañas coquetas y cabelleras erizadas, camionetas con el escape abierto tripuladas por choferes con tejana y anillos refulgentes. Sobre las aceras y serpenteando en el asfalto, los transeúntes eran en su mayoría mulatos de tez mate. Abundaban los pantalones de peto sostenidos por hombros vigorosos, sin camisa, en pos de los enjambres de traseros femeninos cubiertos por telas floridas derramadas con recato hasta el tobillo. Al menos una docena de bueyes lanudos paseaban en libertad con racimos de ajo colgando de la cornamenta. Apropiados de un baldío, los vendedores de música pirata ofrecían su producto en aparatazos a todo volumen, desde la banda rapera hasta el guaguancó, pasando por el hip-hop y la marimba sureña. En cada esquina, los comerciantes apegados a la ley brindaban a gritos bebidas refrescantes como tuba, tuba con diablo, saliva de ángel y jugo de mi pepino. Pochutla está a pocos kilómetros del Pacífico frente a Oaxaca, pero el aroma, los colores y el bullicio de su arteria cardinal hacía sentir que aquello era el centro de Bulawayo, capital de Zimbabwe. 

Uno existe cuando pertenece al paisaje. Si no me quieren, yo tampoco. Era comodísimo andar entre una espesa densidad de personajes sin que nadie se tomara la molestia de mirarme, vestido con mi camisa negra, pantalón gris y gafas de sol. Era yo un hombre pálido, de luto, a unos instantes de arribar a la casa donde una familia liosa había velado el cadáver de mi querida Azucena, muerta apenas a los veintidós años recién cumplidos.

Unas cuantas calles empedradas más allá de la barahúnda, el sosiego era rey. En la senda tórrida, las fachadas de las viviendas sufrían el bochorno de la tarde a la orilla de la selva. El domicilio al que me dirigía era Morelos número cien. Encontré una morada de adobe, palos y cemento que ocupaba casi media cuadra. El ala derecha presentaba una larga barda de carrizo y la izquierda un muro de frágiles tablones de madera entintada con resina de calafatear. Una ceiba formidable cubría el patio con su fronda. La puerta estaba abierta y el número cien colgaba de un alambre. Me acerqué a mirar adentro. De repente, un equipo de sonido de alta potencia se arrancó a todo estruendo con aquel bolero de hace cuarenta años que dice: "Tu voz es dulzura de plata en la enramada", cantado por Bienvenido Granda. Se oyeron exclamaciones de hombres porteños y al final se impuso alguien más importante que apagó el aparato y se hizo dueño de la circunstancia alzando la voz: "Aquí seguimos de duelo por mi niña Azucena y no habrá más música que el canto de los grillos cebolleros y el graznar de los carpacios, esos pajarotes que vuelan rasantes desde Ejutla, Miahuatlán, San Miguel Suchistepec, y llegan a Pochutla para tomar descanso y dormirse en sus laureles. Ahora, permítanme seguir hablando de filosofía, amigos y pendejos que me acompañan. Además, le advierto a ese extraño que llegó ante mi puerta vestido de luto, con ganas de ocultar su desvergüenza con pura palidez, que yo soy el padre de la finada Azucena y no lo voy a recibir porque se la andaba cogiendo sin permiso y sin la bendición de Dios. Si le interesa pedir perdón, vaya a visitar a mi Azucena al panteón... ¡o lárguese de inmediato a la chingada!"

Si no me quieren, yo tampoco, detallé entre lengua y dientes. El papá de Azucena me miró de soslayo y reanudó el hilo: "Ahora, una breve digresión: está aquí ese hombre morboso que consiguió que mi hijita Azucena se rebelara contra mí. Sé de buena fuente que, mientras este señor se cogía a mi niña, le decía al oído: ‘Yo te voy a liberar de la dictadura de tu padre, te voy a enseñar a hablar con el lenguaje del poder.’ ¡Corre al panteón y rézale un Yo Pecador a la muerta, hijo de una saraguata nalgas chamuscadas!" De ninguna manera me podía sentir capaz de responderle a un papá rabioso. Siete pares de ojos de obsidiana me indujeron a guardar silencio. Caminé sin rumbo durante más de una hora. Me sentía hundido hasta las orejas en un pantano de abatimiento, cuando detecté una niña de piel metálica que me hacía señas desde un zaguán abierto. "Ella es mi imán", me dije, y me dejé llevar al interior de la vivienda. No había nadie en el lugar. Los muebles parecían haber florecido en un incendio. Localicé un par de zapatos femeninos envueltos en papel de China y los abracé para que me brindaran tibieza. En una bolsa de papel descubrí una pantaleta roja. Unté la trama a mi nariz y aspiré profundo: olía a lienzo virgen, ése que aún no ha tenido contacto con los vellos del sexo ni se ha ofrecido a los efluvios del paladar de la vagina. De inmediato me asaltó una idea fecunda: "Debo llevar estas ofrendas a la tumba de Azucena, para que ella pueda conciliar las formas de su cuerpo aunque se halle en el territorio de la nada." Desde una puerta interna se asomó la niña metálica que me había hecho señas para entrar. Ya no tenía rastros de metal en su apariencia y agitaba una manita rosada para indicar que era hora de que me largara. Azucena Montiel fue una etérea muchacha que decidió, insensata, seguir mi camino de torpezas y derrumbes, encantada de saberme cerca, con su carne libídine y a risa y risa.

Tomé el camino al cementerio cuando el cielo era una piel de sombra con extensas cicatrices de mercurio anaranjado. El panteón me pareció una especie de indulgencia plenaria con arroyos de tierra adornados por una fronda de escombros y cruces quebrantadas. Casi era de noche cuando descubrí aquella lápida ante un promontorio húmedo: Azucena Montiel Rincón, 1981-2003. La conocí en una playa africana de Beira, Mozambique –país vecino de Zimbabwe– y no me desprendí de ella a lo largo de seis meses y medio, hasta que regresamos al país originario por el aromático litoral de Campeche. Azucena estudiaba Ciencias del Mar y yo era el sigiloso fotógrafo subacuático. Poco tiempo después, un accidente en el mar frente a Puerto Ángel le quebró el rumbo a su alma y la empujó a los bajos señoríos de Neptuno. Y su lindísima carne libídine tuvo que guardarse en este horror de camposanto.

Azucena: te ofrezco estos zapatos envueltos en papel de China, y esta pantaleta roja impecable, por si te hace falta recuperar los usos del cuerpo. Saludo con afecto a tu espíritu (más que deleitoso) que te acompaña siempre contento de saberse tuyo. Quisiera que me pudieras sentir dentro de ti, al menos un poquito. Yo te siento perpetuamente en mí. Acuérdate de aquella noche en que yo estaba moribundo, en Bulawayo, tendido en un camastro, y te pusiste de rodillas sobre mi rostro para ofrecerme los efluvios del paladar de tu vagina. Me hiciste regresar a la vida, corazón. Hoy, ante tu lecho de tierra, sólo puedo ofrendarte el rocío de una cariñosa orinada para que te envuelva en la suavidad de mi neblina. Recibe esta agua serena, amor mío.

Juan Nuño López, México; cineasta y narrador, es autor de La ley secreta y director de El cielo subterráneo.