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México D.F. Domingo 22 de febrero de 2004

Rolando Cordera Campos

La ronda sigue

Esta reflexión, de por sí poco festiva, está dedicada a la memoria del elegante, sobrio e intenso pensador que fue Norbert Lechner, querido amigo, presencia inolvidable, lección diaria para las ciencias sociales latinoamericanas y mexicanas.

A pesar de las tímidas buenas nuevas, echadas a perder de inmediato por la festinación que de ellas hizo el presidente Vicente Fox, el estancamiento estabilizado sigue entre nosotros y se afirma la presencia dominante de una democracia sin objetivos y sin sustancia. Sólo queda por constatar que los que mandan o aspiran a hacerlo, y que por eso mandan también aunque no lo admitan, sean hombres y mujeres sin atributos.

Con eso, el círculo del atraso se cerraría sobre nosotros y la evolución siempre difícil de México se vería de nuevo interrumpida, sofocada, como lo fue en 1982 cuando la administración de la abundancia a que convocase el recientemente fallecido presidente José López Portillo se volvió expiación social, demolición política y festín especulador en medio de la penuria generalizada. Un paso para adelante y muchos para atrás parece ser la fijación mexicana ante una modernidad siempre esquiva.

Entonces, la solidaridad empresarial, que López Portillo aspiraba convertir en ruta de largo plazo, estalló en mil pedazos y vinieron la fuga de capitales y una furibunda y mendaz campaña de alcance internacional en su contra y de algunos de sus más cercanos colaboradores. No era para menos.

Con la expropiación bancaria, el presidente dio al traste con la regla de oro del sistema político económico que había hecho célebre al presidencialismo mexicano. Erosionada por los años de frenesí aperturista sin resultados del presidente Echeverría, frente a cuyas fintas reformistas había resurgido el frente cupular del capital ahora autonombrado Consejo Coordinador Empresarial (con López Mateos se bautizó como Consejo Mexicano de Hombres de Negocios, y hasta la fecha), dicha regla, que hacía del Presidente el árbitro y decididor de última instancia, empezó a ser abiertamente cuestionada por un empresariado que veía en la expropiación bancaria un abuso inaceptable del siempre dispuesto al abuso régimen de la Revolución.

La confianza se perdió y los empeños de De la Madrid impidieron que el país se "nos fuera entre las manos", como él mismo advirtió, pero no recuperaron la solidaridad productiva de otros tiempos. En la primera jugarreta de la incipiente globalización, los principales beneficiarios del auge petrolero que había llevado al Presidente a proclamar el arribo de jauja, optaron por cubrirse de dólares, retraer o retrasar sus inversiones, dar la espalda a los planes tardíos pero valiosos en sí mismos y en su momento, de industrialización acelerada, con los que el gobierno buscaba sembrar la renta petrolera en tierras más fértiles que el consumo disparado y la importación sin control.

Fue esa denuncia de la alianza pretendida por López Portillo y su conversión en especulación sin freno, lo que lo llevó a decretar la expropiación y el control de cambios con lo que se pretendía no sólo cambiar de manos sino de usos al sistema financiero y las divisas que de todos modos ofrecía y ofrecería el oro negro. No ocurrió así y el país se encaminó por una ruta angosta de estancamiento, devaluación e inflación que ninguno de sus socios foráneos de antaño osó entender, no se diga compartir. Pagamos todo, como buenos muchachos, y así nos fue.

El presidente Salinas convocó a buscar un lugar en el primer mundo, resuelto en parte el nudo gordiano de la deuda y enfilado el país a una globalización unidireccional mediante el TLC, pero en su primer año de vida el nuevo curso tropezó con el libertinaje financiero y las debilidades de la política de estabilización de corto plazo, y la solidaridad alcanzada gracias a la internacionalización y el cambio estructural apresurados al gusto de los capitanes de la gran empresa volvió a romperse en pedazos. La huida del capital nacional fue vista por los de fuera como una traición y el caos se volvió horizonte cercano del que sólo la audacia de Bill Clinton nos salvó, a un costo doméstico mayúsculo.

Esta semana los de las cúpulas, la real y la virtual (el CMHN y el CCE, respectivamente), han hecho patente su decepción con el gobierno del cambio que muchos de ellos financiaron con alegría y poco respeto a la ley y las buenas costumbres electorales que se inaugura-ban, y la solidaridad mínima alcanzada cruje de nuevo. En otras condiciones, pero con resultados probables muy similares.

No ser competitivos, que parece ser nuestro pecado capital a los ojos del capital, sólo tiene sentido si lo remitimos a sus fuentes y actores. No es en el sistema laboral harapiento que tenemos donde hay que encontrar la primera; tampoco en los obreros donde hay que identificar a los segundos. El régimen laboral, en rigor, es más bien fuente de posibilidades para una competitividad basada en bajos salarios y cero derechos laborales, mientras que los obreros lo único que hacen es demostrar en la mínima oportunidad que son o pueden ser tan productivos como en Detroit, Seúl u Osaka.

Las razones de la desgracia que provoca la ira negociante están en la falta sostenida de la inversión privada nacional, en la renuencia del Estado a invertir en infraestructura y en la incapacidad de ambos de montar un diálogo en torno al desarrollo en vez de sus ridículas ceremonias rituales en honor de una estabilidad estancada. Es la política la que está detrás de todo esto, pero no la del Congreso o los partidos que bastante mal lo hacen, sin duda. Es la política del poder y de los poderosos la que falla y son ellos los que tienen que asumirlo, antes de que otra ronda destructiva arranque.

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