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México D.F. Domingo 22 de febrero de 2004

Néstor de Buen

Dos amigos

Rodolfo Echeverría Alvarez, en sus tiempos de artista y líder sindical mejor conocido como Rodolfo Landa, fue un hombre singular. Enormemente simpático, hábil dirigente, actor no demasiado destacado, fue centro de muchas cosas por sí mismo, independientemente de que durante la presidencia de su hermano menor, Luis, haya logrado resultados espectaculares para la industria cinematográfica.

Tuve la oportunidad de conocerlo, de tratarlo ampliamente y, lo que es más importante, me dio la mano para que colaborara en la Asociación Nacional de Actores (ANDA) como abogado externo, lo cual, a su vez, me dio la oportunidad de conocer ese ambiente curioso, de ficción, que se mantiene de manera permanente y no sólo en los escenarios o en los estudios. Los artistas suelen serlo de tiempo completo y cuando se reúnen, como lo hacían y supongo que lo siguen haciendo, en su mundo sindical, resulta muy divertido encontrarse con sus permanentes actuaciones que los llevan a mantener la imagen y el estilo. En aquellos tiempos El Piporro era una clara demostración de ese estilo, que tiene gracia. Claro está que me recuerda, en alguna medida, los divertidos Entremeses de Cervantes, en los que la apariencia de desahogo económico no es más que un disfraz para disimular las carencias.

Pero con Rodolfo, además de la relación de amigos y profesional, no puedo dejar de recordar su generosidad, que me permitió alguna vez, a punto de nacer uno de mis hijos, obtener un préstamo de la ANDA para poder atender el gasto extraordinario.

Nos dejamos de ver hace muchos años. Pero aquella amistad ha continuado con Rodolfo, su hijo, quien fue mi alumno, es mi amigo fraternal y a quien admiro de verdad. En menor medida lo fue también su hijo Manuel, autor de un formidable libro sobre Kelsen y los juristas mexicanos y diversas novelas: creo haber leído la primera que publicó, pero también reconozco que nos hemos perdido de vista.

Rodolfo, en la misma medida que su hermano Luis, fue amigo muy cercano de José López Portillo. Al maestro lo recuerdo en particular en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, cuando llegaba garboso y sonriente a dar su clase de teoría general del Estado. Discípulo consentido de Manuel Pedroso, uno de los maestros españoles del exilio y quizá el más popular, López Portillo era, además, enérgico litigante, oficio en el que demostraría buenas virtudes.

La cercanía con Luis Echeverría llevó al maestro López Portillo a cambiar el litigio por responsabilidades políticas que culminaron con la asunción, en situaciones difíciles, de la Presidencia de la República. Inolvidable su discurso inicial que al contenido excelente agregaba el buen hablar del orador.

Durante aquellos años sólo lo vi un par de veces, en Los Pinos, por alguna cuestión académica. La primera, recién llegado a sus más importantes responsabilidades, que enfrentaba en ese momento con humor excelente. La segunda, muy cerca del final, cuando ya se notaban las presiones y las angustias.

Por diversas razones tuve la oportunidad de encontrarme con el licenciado López Portillo, con quien mantenía una relación cercana al tuteo, durante los dos años recientes. No olvido algunas jugadas de dominó en casa de sus consuegros y muy amigos nuestros, Agustín y Antonia (Loaeza) García López, vecinos cercanísimos (dos pisos de distancia), y alguna vez también en la casa de Margarita López Portillo, donde vivía el ex presidente, con pocos libros a su alcance, un grato jardín y mecanismos de ejercicio que utilizó con eficacia, voluntad increíble y entusiasmos admirables, a pesar de sus problemas de locomoción.

Era grato charlar con él, abusar de la cercanía para plantearle algunas de esas preguntas que uno quisiera poder hacer a los presidentes. No recuerdo que hayan sido preguntas con intención política, pero no faltaban las respuestas de estupendo buen humor, más apreciable cuando la vida no se portaba ya muy bien con él. Me hizo el honor de pedirme que colaborara con él en unos asuntillos laborales que le surgieron como parte de su relación más difícil. Y me regaló un libro suyo magnífico: Ellos vienen, historia dramatizada de la Conquista, en el que su cordial dedicatoria hoy asume un valor mayor.

Carmen, Paulina y José Ramón son ya, también, nuestros amigos. Admiro su inteligencia, sus decisiones difíciles, su simpatía.

Con días de diferencia, Rodolfo y José han fallecido. Confieso que me duelen sus ausencias.

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