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México D.F. Sábado 21 de febrero de 2004

Gustavo Gordillo

Un tatuaje que el tiempo no lava

La frase de Tomás Eloy Martínez respecto a Alemania -cuanto más avanza hacia el porvenir más retrocede hacia su propio pasado- bien puede aplicarse a América Latina. Como él mismo señala el pasado es el tatuaje que ni siquiera el tiempo lava.

Nuestro tatuaje parece ser la desigualdad porque, como es sabido, América Latina es la región con la mayor desigualdad del ingreso en el mundo. Todos los países de la región son más desiguales que el promedio mundial; en 15 de estas naciones 25 por ciento de la población vive por debajo de la línea de la pobreza y en siete de ellas la proporción de pobres supera 50 por ciento. También encabeza la mayor desigualdad en el acceso a activos como la tierra o el empleo. Siete de cada 10 empleos creados en la región desde 1990 corresponden al sector informal, sólo seis de cada 10 empleos generados en el sector formal tiene acceso a algún tipo de cobertura social. Más grave aún es que varios de los indicadores que miden la desigualdad se han deteriorado con el tiempo. Londoño y Szekely estiman que la pobreza en América Latina, que afecta a más de 200 millones de personas, se habría eliminado si la región tuviera la misma distribución que tienen Europa del este o el sur de Asia.

Esta aguda desigualdad afecta todos los aspectos de la vida social y política. Sea respecto de los temas del poder político sea respecto al acceso a capital humano y particularmente educación o el disfrute de bienes culturales, en el centro de la lógica que preside su distribución está el tema de la desigualdad.

Ahora que en los pasados meses ha emergido un nuevo debate sobre el dilema siempre presente en las sociedades latinoamericanas entre populismo y modernización es útil recordar este trasfondo.

Puede resultar un tanto paradójico que el tema de la desigualdad haya ocupado en el pasado reciente mucho menos espacio que el tema de la pobreza. Pero no lo es tanto cuando se advierte que tanto para populistas como para neoliberales eludir el tema de la desigualdad permitió un manejo más nítido de la agenda social.

Con diferencias insalvables en el terreno de la políticas macroeconómicas, ambas visiones encontraron en sus propuestas de combate a la pobreza un mecanismo para desconectar y en cierto sentido desvincular el tema de la pobreza con respecto al conjunto de las políticas públicas. El dictum de que primero había que crecer para después repartir goza aun hoy de aceptación en ambas visiones.

El debate sobre el combate a la pobreza asumió la forma de focalización versus universalización pero en ambos casos su traducción en políticas tuvo en común la desvinculación de lo social respecto de las políticas económicas y, sobretodo, en relación con los procesos de decisiones políticas. Por ello es válido subrayar que tanto con el neoliberalismo como con el populismo lo que daba la mano izquierda lo quitaba la mano derecha.

Como parece obvio, aunque lengua, herencia cultural y hasta religión marcan una cierta unificación en esta región del mundo, estamos hablando de un conjunto de países bastante diversos entre sí y en su propio interior. Con todo, nos interesa en particular explorar la respuesta a una pregunta central: qué arreglos o qué factores han hecho que la desigualdad social sea un proceso que se autorreproduce. Recientemente varios analistas políticos y económicos proporcionaron elementos de análisis para este debate entre modernización y populismo.

Sokoloff y Engerman plantean que la dotación de activos determina la inequidad, la cual a su vez determina la existencia de malas instituciones (poco democráticas e inestables), malas políticas de redistribución, baja inversión en capital humano y subdesarrollo. Esa dotación inicial favorecía en la Nueva Inglaterra la agricultura de granos y por ello el modelo fue el granjero emprendedor, mientras que en el sur de Estados Unidos y en casi toda América Latina la dotación de recursos determinó el modelo de plantación agrícola y de explotación minera basada en el esclavismo y en las diversas formas de peonaje a las que estuvieron sujetas las poblaciones indias. La consecuencia de esto es que una economía de granjeros resultó en una distribución más igualitaria de la riqueza, y la ausencia de incentivos para la esclavitud o el peonaje llevó a una mayor homogeneidad social.

North y Weingast proponen un análisis comparativo sobre la construcción del Estado nacional en Estados Unidos y en América Latina basado en el concepto de orden político. Por ello se centran en el periodo de las independencias nacionales en ambas regiones a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Encuentran una diferencia sustancial. La matriz colonial inglesa producto de una revolución social victoriosa promueve el federalismo y la libertad de comercio y por tanto genera colonias avezadas en el autogobierno y la competición económica. La matriz colonial hispana producto de diversas contrarreformas establece una serie de pactos corporativos para desplegar un ejercicio centralizador y autoritario del poder que además favorece la creación de monopolios locales y bloquea la competencia económica.

En América Latina los pactos corporativos y el sistema mercantil que imponía barreras al intercambio intercolonial generó, a partir de los movimientos independentistas, fragmentación política y vacíos institucionales que fueron llenados por el caudillismo y nuevas formas de corporativismo, sobre todo entre las dos grandes organizaciones sociales presentes: la Iglesia católica y los ejércitos. Después de un largo periodo de desorden y asonadas lo que sigue es un orden autoritario impuesto desde el Estado, que sacrifica lo mismo crecimiento económico que libertades ciudadanas.

La lección principal que extraen de este análisis comparativo es que la falta de acuerdos básicos genera en América Latina una espiral de desorden que refuerza la negociación corporativa, la transformación del Estado en un poderoso sistema de distribución de rentas y la disipación del capital de todo tipo de los ciudadanos forzados a utilizarlo para protegerse de las intervenciones estatales

Por su parte, Terry Lynn Karl argumenta que los estilos económicos del desarrollo moldean las estructuras del Estado, el ambiente para la acción colectiva e incluso los ritmos de estabilidad política. Desigualdades extremadamente elevadas de riqueza y del ingreso son la base de las excepcionalmente inequitativas distribuciones del poder y la representación política y, a su vez, estos arreglos institucionales están por definición poco dispuestos a resaltar el problema básico de la desigualdad. Lo que ocurre, como bien lo sabemos, es un ejercicio de influencias privadas que interactúa por medio de distintos pactos corporativos. Esta desigual distribución del poder es fuente de privilegios económicos, erosiona la competencia económica y la eficiencia, fomenta la corrupción y, en última instancia, daña la democracia. Es, como lo señalaba hace dos décadas Fernando Faijnzylber, la "patología de la desigualdad".

En síntesis, estos tres autores aportan los siguientes elementos para contribuir a una respuesta a la pregunta de qué factores contribuyen a que la desigualdad latinoamericana se autorreproduzca.

Uno, la dependencia de la senda, es decir, la herencia cultural del colonialismo en términos de creencias, prácticas económicas y normas sociales que se desarrollaron en ese periodo.

Dos, el peso de los recursos naturales o lo que Karl llamaba la paradoja de la abundancia, en donde en ciertas condiciones vastas riquezas naturales terminan por erosionar el crecimiento económico de largo plazo.

Tres, ambos factores, que confluyen inicialmente en un acceso desigual a activos y riqueza, reproducen y magnifican la brecha de la desigualdad como consecuencia de un largo periodo de inestabilidad y desorden político sustentado en pactos corporativos y en un Estado patrimonialista.

Cuatro, estos tres factores acrecientan la heterogeneidad social y productiva de las sociedades latinoamericanas, dificultan la construcción de consensos duraderos y alimentan una visión política cortoplacista y depredadora. Los estados nacionales tienen dificultades para establecer compromisos creíbles y los agentes sociales no se embarcan en acciones colectivas para defender sus derechos y construir una institucionalidad capaz de procesar conflictos.

La desconfianza mina ciudadanía y competencia económica.

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