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México D.F. Viernes 20 de febrero de 2004

Gabriela Rodríguez

De las madres y el derecho a la salud

El derecho a la salud está cada vez más amenazado en el mundo globalizado, particularmente en los países pobres. Ya nadie se acuerda que desde 1966 México suscribió, por consenso mundial y con la firma de los estados parte, el derecho a la salud en el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que luego reconoció como garantía individual en el artículo 4Ɔ de nuestra Constitución, que apenas en 2000 adicionó para ampliar el derecho de niños y niñas a satisfacer sus necesidades de alimentación, salud, educación y sano esparcimiento para su desarrollo integral.

La importancia de contar con un marco internacional obligatorio para los estados y con un ordenamiento jurídico en la Ley Suprema sobre el derecho a la salud es punto de apoyo para analizar qué pasa con nuestros programas de salud y hasta dónde garantizan la protección de la salud a toda persona.

Un interesante libro de Carlos Javier Echarri sobre la estructura familiar y la salud de los niños (Hijo de mi hija, estructura familiar y salud de los niños en México, El Colegio de México, 2003) nos muestra de qué manera las estrategias actuales para los países pobres traicionaron su inspiración inicial, que fue el modelo de Atención Primaria de la Salud de Alma-Ata (ONU, OMS, Unicef, 1981), utopía que reconoció la salud como derecho fundamental del ser humano y fin universal: la atención accesible en términos económicos y geográficos, social y culturalmente apropiados. Al tratar de aplicarse, fue cambiando paulatinamente: de universal pasó a selectiva, a enfocarse en un número limitado de enfermedades (las ligadas a mayor mortalidad) y remplazó la accesibilidad por servicios "baratos", apoyados en agentes comunitarios, trabajo voluntario y recursos locales, así como en técnicas simples para proteger la vida y la planificación familiar.

Lo sustancial del estudio es que muestra cómo en vez de que el Estado garantice la salud, desplazó la responsabilidad a la familia, principalmente a la madre, quien es culpabilizada por la enfermedad o muerte de sus hijos. Se exalta su papel como agente de salud que da tiempo y amor a sus hijos, a los que conoce bien porque tiene presencia permanente. Así se justifica menor inversión en salud y se promueve el perfil altruista de la madre, su sensibilidad, su ser "para otros"; ella es instrumento, no beneficiaria de los servicios de salud; objeto, no sujeto con derechos (casi el perfil de la madre Guadalupe de Guadalajara, próxima beatificación nacional). La estrategia se monta sobre el trabajo doméstico no remunerado al que se suma el remunerado, a los que la madre puede agregar una tercera jornada laboral: gestión comunitaria con agentes sanitarios y de salud para lidiar con problemas de agua y medio ambiente, de acceso a medicamentos, etcétera.

Numerosos datos confirman que las desigualdades económicas determinan la utilización de servicios de salud, pero también que el estatus de la madre y su condición de dependencia están relacionados con más enfermedades y muertes infantiles, es decir, estos fenómenos ocurren más entre mujeres que viven con su madre o su suegra. A quien peor le va es a los hijos de las nueras, quienes reciben alimentación y vacunación más tardía. Entre las jefas de hogar la mortalidad infantil es menor. Los programas para abatir la mortalidad materna se enfocan en la madre, pero con servicios obstétricos para embarazadas y parturientas, sin ninguna atención a la tercera causa de estas muertes: aborto inseguro. La preocupación es la salud del niño y el desarrollo del feto, no la de las mujeres.

Ante este panorama es claro que estamos lejos de garantizar el derecho a la salud para todos y todas, y que los nuevos programas de salud tendrían que tomar en cuenta estos hallazgos de investigación. El programa Arranque Parejo en la Vida, por ejemplo, financiado por la fundación Vamos México y la Secretaría de Salud, además de combinar confusamente recursos de la filantropía y del Estado, busca abatir el rezago alimentario de los niños y de la madre embarazada, sin considerar las relaciones de poder en la familia ni la necesidad de empoderar el estatus de las mujeres. Una reciente evaluación de gastos (elaborado por Fundar) evidencia un interés más político que social: el mayor gasto de Arranque Parejo se dirigió a uno de los estados con menos rezago en salud infantil y materna: Nuevo León, y el menor fue a Chiapas, donde las necesidades son mayores. Otros programas sociales quieren concentrar aún más las responsabilidades de la familia y valorar la estabilidad matrimonial.

El Congreso Mundial de Familias, convocado por el DIF nacional del 29 al 31 de marzo próximo, reunirá a líderes de organizaciones cristianas estadunidenses, incluyendo a George W. Bush entre los invitados, al cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Consejo Pontificio para la Familia en el Vaticano, y a ministros conservadores de Europa y de la Organización de Países Islámicos de Naciones Unidas. Sus objetivos son: celebrar la familia natural como unidad social fundamental, promover su estabilidad, autonomía y fecundidad; contrarrestar las fuerzas antifamilia contemporáneas con una visión nueva y positiva, y construir estructuras frescas de cooperación y apoyo a favor de la familia.

Lo que no se dice es que a largo plazo esta celebración también permitirá culpabilizar a la familia, promover la subordinación de las madres y justificar menores egresos del Estado para la salud.

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