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México D.F. Lunes 16 de febrero de 2004

Esteban García Brosseau /II y última

García Ponce (1932-2003 / 1933-1987)

Mi tío Juan y mi padre Fernando eran seres muy diferentes en muchos aspectos. Mi tío, al que traté sin nunca salirme realmente de mi papel de sobrino, aunque en algunas ocasiones pude vislumbrar con inquietud lo que podía significar ser su amigo, no mostraba la ternura que era tan evidente en mi padre. Era mucho más ácido y corrosivo y gozaba de una autoridad que no dejaba de sorprender viniendo de alguien que en los últimos años se encontraba ya completamente inmovilizado por su enfermedad.

Tomando prestada la descripción que Elena Poniatowska dio de él en un texto publicado en La Jornada, al poco tiempo de estar con él en su sala o habitación, uno se daba cuenta que su enfermedad no era ningún obstáculo para su espíritu, que pronto se imponía y determinaba el curso de todo lo que sucedía en la pieza. Lo que efectivamente sucedía ahí dependía, supongo, de las personas presentes. Yo, como sobrino que nunca quiso sobrepasar los límites en los que esa condición me mantenía naturalmente, sólo he tenido ecos imprecisos de los espectáculos que mi tío sabía ofrecerse a sí mismo al guiar a sus visitas hacia la abolición de las resistencias que se imponen sobre la realidad del deseo.

Sin embargo, a pesar de esas diferencias, creo reconocer en mi padre, como en mi tío, la misma obsesión: abolir los límites que velan la realidad de la materia. Creo igualmente poder afirmar, a pesar de la humildad que me exige el ser simplemente el hijo de Fernando y el sobrino de Juan, que ambos lograron resolver esa obsesión por medio de un total abandono contemplativo frente al poder que las formas revelan cuando se les permite e incita a retirar sus disfraces y a mostrarse ante nosotros en su desnudez y absoluta libertad. Mientras que para mi tío, tal como se revela en sus novelas, el camino que lleva a la apertura al ser desde la existencia misma es uno que pasa por la "perversidad" (la materia es Paloma para Gilberto: es el consentimiento "perverso" a presenciar su absoluta entrega al deseo lo que permite la abolición de los límites de la que surge la "verdad de la Presencia"), para mi padre ese camino fue el de la contemplación sin límites de la naturaleza, al punto de la locura, así como una entrega total a las mujeres que amó: un camino, ya lo he dicho, de ternura y violencia.

De nuevo, yo no soy ateo y estoy en búsqueda de la piedra filosofal, por lo tanto no creo que mi rebelión sea la misma que la de mi padre y mi tío. Sin embargo, ambos me confirmaron que no hay nada grande y mucho menos nada absoluto que se pueda lograr sin hacer primero estallar todos los límites: los límites de la razón, del pudor o de las convenciones sociales, tan llenas de hipocresía y oportunismo. Sólo para el rebelde, el loco de la primera lámina del tarot que sigue su camino hacía su propio destino sin medir las consecuencias de este acto, la muerte no reduce lo vivido a una mera insignificancia.

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