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México D.F. Lunes 16 de febrero de 2004

Gustavo Iruegas

Injerencia, intervención, responsabilidad y otros cuentos

Si en nuestros diccionarios más antiguos aparecen los términos, hecatombe, matanza, masacre, holocausto y, desde la Segunda Guerra Mundial agregamos "genocidio", podemos asumir que conocemos esas tragedias desde hace mucho tiempo. Siendo así, Ƒpor qué es hasta ahora que surge en nuestra conciencia la necesidad de evitarlos? Quizá porque ahora sabemos de ellas mientras ocurren y porque ese conocimiento produce en toda persona bien nacida la urgente obligación de detenerlas.

Vivimos, entonces, una época en que la humanidad siente la necesidad de detener las atrocidades que comete. Esto ha producido que en el seno de Naciones Unidas y en otros foros internacionales se discuta la manera de enfrentar tan graves problemas, aunque siempre desde la perspectiva del papel que tocará jugar a los distintos gobiernos: el de salvadores o el de potenciales y renuentes salvados.

Todo esto se inició cuando un país europeo lanzó la tesis de que la clase de situaciones en que la población de un país está sujeta a prácticas contrarias al derecho humanitario crean por sí mismas un "derecho de injerencia" para los gobiernos que podrían remediarlas.

La desafortunada expresión recibió el rechazo de sus destinatarios del tercer mundo. Tratando de suavizar la frase, pero sin cambiar su contenido, se puso en circulación el "derecho de intervención humanitaria". Aunque tampoco fue bien recibida, sobre esta idea se ha teorizado y se han lanzado ideas y esgrimido elaborados argumentos que explican por qué los buenos deben ayudar a los desvalidos en contra de los malos, algunos de los cuales hubieran hecho sonreír a Pero Grullo.

Buscando una solución que atienda a la sustancia del problema humanitario y a la desconfianza que produce el interés de los países ricos en aquellos susceptibles de intervención, el secretario general de Naciones Unidas, muy apoyado por el gobierno de Canadá, creó una Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los estados, que a su vez produjo un informe que lleva por título La responsabilidad de proteger, frase que encierra la idea de que ante el desastre humanitario no existe un derecho, sino una responsabilidad.

Asumir la atención a una tragedia humana como responsabilidad antes que como derecho, sería un progreso significativo. Pero en realidad la propuesta no va más allá de ser un retórico verbalismo de la misma intención intervencionista, porque no hace exclusiva de Naciones Unidas la responsabilidad de proteger a la humanidad desvalida y termina convalidando los abusos de la humanidad poderosa. Esto se hace evidente en el párrafo 4.1 del documento que dice: "Cuando las medidas preventivas no logran resolver o atacar el problema y cuando un Estado no quiere o no puede solucionarlo, puede ser preciso que otros miembros de la comunidad general de Estados tengan que adoptar medidas intervencionistas." Al preservar el carácter potestativo de la intervención se reduce al carácter de facultad, a simple licencia, lo que debiera ser obligación.

Si el mundo estuviera en posibilidades de impulsar el derecho internacional hasta el punto de que la comunidad internacional en su conjunto pudiera asumir la responsabilidad de proteger a los seres humanos de los abusos y de la incompetencia de los gobiernos, habría dejado de vivir bajo la ley del más fuerte y estaría muy cerca de alcanzar un régimen de derecho universal y de sustituir a la comunidad internacional por un mundo federado o de algún otro modo organizado políticamente.

Por ahora esto es ficción política. En efecto, el mundo vive bajo la ley del más fuerte, el que lo mismo hace la guerra por razón de Estado que por capricho. Naciones Unidas no tiene la capacidad de someter y ni siquiera de enfrentar al agresor. Es el agresor el que se da el lujo de someter a esta organización. Este es el esquema del orden internacional vigente.

En tales condiciones, cualquier intento de que Naciones Unidas asuma "la responsabilidad de proteger" no será sino un subterfugio para conferir a las naciones más poderosas de Occidente el derecho -pero no la obligación- de intervenir militarmente en cualquier Estado a cuyo gobierno le haya impuesto el sambenito de perverso. Con ello no se conseguirá sino aplicar a las recurrentes agresiones de Occidente a los países en desarrollo una tenue apariencia de legalidad que actúe como linimento en las conciencias de los pueblos desarrollados.

La tesis de la intervención humanitaria está sustentada sobre un par de postulados que no se debaten porque se dan por válidos y aceptados: el primero es que quienes sustentan el derecho de intervención humanitaria son, consustancialmente, buenos. El segundo, que las otras naciones creen que, en efecto, son buenos; que todo Occidente es bueno y que por tanto la intervención humanitaria, disfrazada de responsabilidad de proteger, es producto de la buena fe.

Lamentablemente no es así. Occi-dente, el grupo de países ricos y poderosos con vocación intervencionista, no tiene crédito en la materia. Su historial es muy malo. El resto del mundo, los países susceptibles de ser intervenidos, sabe que su sufrimiento no preocupa a Occidente tanto como dice. La persistencia de su miseria lo comprueba.

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