![]() ECOS DE UNA SOCIEDAD A LA DERIVA
La primera imagen que conservo de José Blanco Regueira es la de un joven meditabundo acodado en la balaustrada del patio central de la Universidad Nicolaíta; fumaba gozosamente, indiferente a todo lo que allí ocurría: palabras y más palabras de filósofos. La espiral del humo ocultaba su rostro y, acaso también, su alma. Poco después, a fines de los años setenta nos reunió el interés común de formar una agrupación en defensa de nuestros derechos laborales en la Universidad Autónoma del Estado de México. Aún pagan los profesores de esta institución el decaimiento de aquellos empeños. Pues en vez de lo que nos proponíamos, se enseñoreó la complicidad con una institución cada día más burocrática que somete a su personal a una brutal incertidumbre exigiéndole, año con año, cuentas para su sobrevivencia. ¡Cuánta mezquindad ha emponzoñado la universidad pública! Desde entonces lo he tenido por un hombre tolerante, cordial, pero sobre todo paciente. Pues aún no acabo de explicarme cómo un talento como el suyo ha podido adaptarse a tanta mediocridad. Es probable que algunos de sus graves males físicos hayan tenido que ver con esa resignación. Durante años convivimos como vecinos en un bosque de tejocoteros silvestres, sembrado de misteriosas piedras volcánicas. Largas noches me distinguió con el privilegio de su conversación inteligente. Mucho aprendí de él y mi gratitud es inmensa. Un día se fue de allí, con los pocos enseres que pide su austeridad, ceñida a un régimen de meditación filosófica y comida estricta y frugal. Estudió en París. Concluido su doctorado, se refugió en México. Buscó suerte en la unam, pero algunos trasterrados aborrecibles centauros, mitad indiferentes, mitad envidiosos lo despacharon a provincia para fortuna nuestra. A su obra le sigo los pasos. Fui su primer editor, no del todo afortunado. A pesar de lo cual, creo que le vino bien dar a luz sus libros sobre Kant y Kierkegaard. Más allá de esos ensayos exegéticos, ha mostrado las cualidades de un pensador macizo, cada vez más personal. No siempre me ha sido accesible. Y es que la filosofía se ha vuelto asunto de profesionales: entre más cerradas sean sus murallas, más alta es su distinción. Sólo unos cuantos iniciados pueden internarse en sus laberintos: vestales de un culto que ha perdido su aire callejero. Por ello, de esas lecturas guardo apenas pensamientos sueltos, pero sin duda una admiración por esa fidelidad a una vocación sentida y vivida desde lo más hondo; lo que piensa nace tanto de su mente como de su sangre. Sus trazos son tan ibéricos pese a su academia francesa como los de García Lorca. Hace poco pude ver en el teatro nacional de La Habana una representación dancística de La casa de Bernarda Alba. Pensé en Blanco, en la fuerza devastadora de sus líneas. Durante esos breves días cubanos, leía Estulticia y terror. Me estremecieron sus páginas; por momentos me ahogaron. Por dicha, un paseo por la playa y el paisaje de unos adolescentes fundidos en un beso me recobraron la respiración. Estaba allí el milagro de la vida en medio del terror, ya no metafísico, sino otro, próximo a los cuerpos sometidos por un régimen que proclama la salvación colectiva y, al propio tiempo, devasta las libertades individuales. Siento con Estulticia y terror una afinidad lexicológica; las palabras mal, perversión, estulticia, podredumbre, desorden, forman parte de mis herramientas sociológicas. No son artificios míos: esplenden en una sociedad decadente. Pero, metafísica o sociológicamente, sólo pueden ser enunciadas desde una radical misantropía; así, el ensayo de José Blanco puede ser visto no sólo como la floración de una conciencia doliente, sino también como el eco de una sociedad a la deriva que deja en un alma despierta un inevitable gusto amargo: promesas extraviadas, fracaso, renovada dialéctica del amo y el esclavo. La euforia de principios de milenio fue pirotécnica; se disolvió en medio de los fulgores siniestros de la opresión y la guerra. No es de extrañar entonces que a Blanco Regueira los seres humanos no le merezcan aprecio alguno. Es el desdén la premisa de su gramática ética y estética. "Ser hombre es una condición cómica [ ] En cuanto animalúnculos necios, somos, sin duda, una colección de seres horribles: garrapatas casi siempre, ratas de estercolero muy a menudo, alacranes en el mejor de los casos [Es el hombre] animalito desobediente que juguetea en los márgenes del devenir [ ] Una alimaña torpe e inventiva " ¿Qué decir ante este dispendio de analogías zoológicas? ¿Es preciso concluir, más allá de Nietzsche, que el hombre no debe ser superado sino aniquilado como una amenaza cósmica? ¿Es tal retórica lapidaria un arma de provocación? ¿O nace de las entrañas de un asqueado? Entonces ¿para qué seguir viviendo, para qué afanarse, para qué procrear? En Kaddish para un hijo no nacido, Kertesz se pregunta para qué traer un niño al mundo, un judío que habrá de ser execrado. Su respuesta es consecuente: la esterilidad es el destino de los oprimidos. Pero José es un padre hogareño, prepara una exquisita tortilla española para los amigos, disfruta el buen vino, el arte taurino de Enrique Ponce y el canto de Camarón. ¿Vive lo que piensa, piensa lo que vive? Valga decir que en cada uno de nosotros habita una multitud de niños; su convivencia es difícil y se arrebatan la palabra. Esta vez, en Estulticia y terror, ha triunfado la voz del ultrajado, del niño crecido bajo el cielo cruel del franquismo, el obligado a aprender de memoria las antigüallas del Kempis, los lugares comunes de Escrivá de Balaguer, el joven iracundo que abrazó la causa anarquista, el perseguido, el que ha percibido, con lucidez extrema, el colapso de los sueños revolucionarios, la victoria de la democracia, esa curandera mediocre que hace soportables nuestras vidas. La engañifa del mundo. No es la hora de complacer sino de maldecir. El discurso de Blanco Regueira se antoja como el humor de quien se pone la máscara de un enfermo terminal: la de un escéptico epistemológico y ético pues necio es ya querer vivir en la Verdad, ya creer que se vive Verdaderamente; pero más que eso. Como desprendido de un árbol muerto, el discurrir semeja una redundancia del pavor "que significa existir en un grotesco estado de desamparo". Desamparo metafísico e histórico para el cual no hay consuelo posible: ni la política ni el arte, pues la democracia "es la mayor de las vergüenzas históricas que ha conocido la humanidad", mientras la música parecería una compensación a la sordera que es "parte sustancial de la condición estúpida y amedrentada de los mortales". Cuando entra la noche, todo es oscuridad. Las palabras de Blanco Regueira son la resonancia de un día que ha terminado, ese momento que describe un adiós, como si nada hubiera que decir, nada que no sea sino un lamento, el reconocimiento de la inanidad de una travesía, un aullido o algo próximo a las emanaciones de una "mala digestión". Pienso en su reverso, en Montaigne, en los serenos enunciados que secreta un cuerpo saludable en una época que, sin dejar de lado la profunda duda, admira los cuerpos elegantes y pulidos, celebra la amistad y goza la vida. ¿Y qué es la estulticia? Temo ser atrapado por una maraña polisémica. ¿Es un adjetivo circunstancial? Sí, al parecer, como algo contrario a la listeza que "es afirmación de poder, juzgar, aventajar a otros". ¿Corresponde entonces a la condición del débil, del perdedor, del dominado? Los contornos se pierden, como en una acuarela caprichosa, para reaparecer como un estado, "un conjunto de gestos forzados que trata de desvincular al hombre de la inocencia", lo que quiere decir simple y llanamente civilización y cultura. ¿Gestos forzados? ¿No es de éstos que está hecha la tela de la historia? ¿No es ésa nuestra naturaleza? ¿Y el Terror? Razón, Verdad, Realidad: triada que se sitúa detrás de los muros visibles, allende las manifestaciones triviales que, en coartada perfecta, distraen la atención de políticos paranoicos y miopes ciudadanos. Si no malentiendo, el Terror sería el fruto venenoso del humano esfuerzo, lo que ha forjado la ineptitud para representarse el mundo, para vivir en él; en suma, desenlace de la inocencia perdida, del paraíso abandonado. Frente a este absoluto desengaño, ¿qué queda por hacer? ¿Cruzarse de brazos, sentarse a contemplar la catástrofe? "Grotesco es hablar del Mal puesto que el Bien es indefinible." ¿Entonces hemos de morder su polvo resignadamente? Si lo verdadero es vana y estúpida búsqueda, ¿no nos queda más que aceptar la humillación de las tinieblas? En el siglo xvi, los escépticos como Montaigne, los antiintelectualistas como Erasmo desmoralizaban al hombre y glorificaban el inocente reino de las bestias. Era jactancioso el conocer; enaltecedor, ignorar, someterse sin más a la fe; rendirse, en suma, ante la majestad divina. Semejante desprecio estaba ya en Pablo, el de Tarso, el enemigo del humanismo: "Porque escrito está: arruinaré la sabiduría de los sabios, y la inteligencia de los inteligentes anularé." Escépticos fideístas y ateos se hermanan en ese morboso gusto del andar ciego; pero mientras aquéllos se acogen a la lámpara de la revelación, éstos, para regocijo de aquéllos, se arrojan del acantilado. Paradojas de los adversarios de un cristianismo demencial. Y sin embargo, la historia va abriendo
sus caminos de luz. François Chatelet nos habla de un
proceso
de racionalización. Sin desdeñar el instinto de las masas,
las aristocracias del espíritu laico nos han enseñado a distinguir
la vida de la muerte, la tolerancia del fanatismo, el interés del
desinterés. Si algo hemos aprendido de las conciencias más
penetrantes del Occidente moderno, es el arte de sospechar: del bien pensar
burgués, de las obviedades y sutilezas del poder, de los encantamientos
verbales de los reformadores sociales. De otro modo, nada explicaría
salir a la calle para gritarle a Bush sus canalladas, repudiar el silencio
de los indiferentes, excitarse ante las masacres que a diario enrojecen
los suelos de este planeta herido. Tal vez todo esto no sea sino una tierra
frágil, abonada por la hojarasca de una absurda sensiblería.
Pero en esta pesadilla de la historia es todo lo que tenemos. ¿A
quién le importa definir el Bien si, aunque con pena podemos vislumbrar
y eventualmente, si mejor nos va someter los relámpagos que amenazan
la leve sonrisa del mundo?
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