Alejo
Carpentier
El
checo Kafka y el mexicano Cuevas
Una
mañana al despertar Gregorio Samsa, tras de un sueño intranquilo
se encontró en su cama convertido en un insecto monstruoso..." ¿Habrá
que decir de quién es esta frase, tan sabida por los hombres de
mi generación, como lo fue, para los de otras muchas generaciones
la de: "Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quienes los antiguos
pusieron nombre de dorados..." Despiértase Gregorio Samsa, "echado
sobre el duro caparazón de su espalda", iniciando su ontológica
aventura de escarabajo, y encuentra, frente al moverse inútil de
su "multitud de patas", un testigo impar; José Luis Cuevas, artista
mexicano a quien debemos por vez primera una satisfactoria "transposición",
evitando adrede el término ancilar de "ilustración". Porque
Cuevas, en este caso, trascendiendo lo hecho con escasa fortuna además
por otros dibujantes, no ha tratado de "mostrarnos" la humanidad de Kafka
ajustándose a los lineamientos de textos que son, por lo pronto,
suficientemente descriptivos, sino que ha penetrado en los trasfondos del
universo kafkiano, alcanzando la arcana zona de sus mitos.
En
un asombroso libro, publicado por la Falcon Press de Filadelfia, con el
título de Los mundos de Kafka y Cuevas, se nos ofrecen veinte
dibujos del artista que con la expresión cimera de una larga búsqueda
de formas, de figuras, de símbolos, esbozados, desechados, aceptados,
desarrollados al margen de la prosa de La metamorfosis, de El
proceso, de
América, de la Carta a mi padre y
también de la Biografía, de Max Brod. Y no vacilaría
en decir que ese logro magistral nos pone en presencia, no solamente del
artista en estado de madurez plástica (¿por qué me
molestará tanto el inevitable término de "plástica"
cuando pienso en el arte de Cuevas, arte que va mucho más allá
de la plástica?), sino del visionario, del intérprete tomándose
la palabra en el sentido que le comunicaba un Erich Kleiber cuando hablaba
de Beethoven de la cabal visión kafkiana. Porque Cuevas, situando
el problema de la interpretación sobre un plano insólito,
no se empeña en ilustrar lo que Kafka por lo demás nos ha
mostrado de manera bastante explícita, sino que se aplica a revelarnos
lo que habría de descifrar, que ver, que entender, fuera, dentro,
por encima y al margen de los párrafos de su prosa.
Rara
vez y en esto, el cuadro inicial de La metamorfosis constituye
una excepción sigue Cuevas el curso del relato, añadiendo
la expresión de su entendimiento a lo que ya sabíamos. Cuando,
en El proceso, habla el protagonista de los "grandes abogados",
de quienes "ha oído hablar", pero a quienes "no ha podido ver",
es precisamente la figura del "grande abogado" la que, en términos
de alucinante representación, nos muestra Cuevas. Es decir, que
complementa lo "no descrito" con su visión de lo que Joseph K. tenía
por la figura del abogado grande. Igualmente, cuando el Gran Teatro
de Oklahoma (América) lanza su llamado "a todos los que quieren
ser artistas", lo que nos muestra Cuevas es la humanidad monstruosa y larvaria
de los solicitantes, aspirantes y comparecientes. Gracias a él contemplamos,
cara a cara, al sacerdote que gritará a "K": "Pero, ¿no entiende
usted nada?" Y contemplamos cara a cara sobre todo ¡qué terrible,
qué tremenda, qué escalofriante cara la de quien contemplamos
cara a cara! al padre, de quien nos diría el hijo, en términos
tan desgarrados que alcanzaran el diapasón del Eclesiastés:
"Desde tu sillón gobernabas el mundo... Cobraste para mí
todo lo enigmático que poseen todos los tiranos, cuya razón
se funda en su persona y no en su pensamiento." El Padre, para Cuevas,
trasciende su propia unicidad para hacerse metamorfosis de sí mismo.
Cambia de formas para adoptar las figuras que corresponderán, por
siempre, a las visiones a las iluminaciones del Hijo. Es, en dibujo de
aplastante factura, digna de los grandes maestros del pasado, un personaje
tremebundo, arrellanado en un sillón bajo el cual, como faldero,
parpadea un saurio fiel, de cuyo enorme cuello almidonado brota una cabeza
que cobra forma del escarabajo que fuera en un despertar harto memorable,
Gregorio Samsa. Es, en otra imagen, el inquietante y arrugado transeúnte
de alguna calleja de Praga, cubierto por un sombrero de copa en cuyas alas,
alargadas como teja de dómine, descansa la Manzana del Pecado
Original... Aquí, Cuevas va a las mismas raíces del genio
kafkiano: alcanza el mundo del Golem, de las juderías milenarias
del teatro yiddish al que tantas alusiones hace su diario, y acaso el mundo
del Zohar, libro en el cual se estampa la inquietante advertencia que podría
servir de epígrafe y glosa a toda la creación del autor de
El proceso: "Las palabras no caen en el vacío."
Hacía
mucho tiempo que la obra de un artista no me removía tan profundamente
como la que en este libro se nos brinda. No me canso de enseñarlo
a mis amigos, quienes quedan absortos, pasmados, antes su grandeza. ¿Por
qué misterioso encadenamiento de confidencias inauditas, de revelaciones,
de entendimientos secretos, habría de haber sido un artista de América
un mexicano el más extraordinario exégeta gráfico
de una obra que, según voluntad de su creador, debía arrojarse
al fuego, una de las interpretaciones más válidas del mundo
en que vivimos?... Es signo de los tiempos que las gentes de acá,
heredado el patrimonio de allá, empiecen a contemplar, a expresarse,
a interpretar, en plano de universalidad. Me enorgullece en carne propia
hallar al checo Franz Kafka y al mexicano José Luis Cuevas consustanciados,
en textos y figuras, al hojear el admirable libro que une sus nombres.
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