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México D.F. Domingo 8 de febrero de 2004

Carlos Bonfil

Alguien tiene que ceder

Nancy Meyers escribe y dirige comedias románticas, las convierte en éxitos instantáneos, y como en Juegos de gemelas y Lo que ellas quieren sabe aderezar muy bien las fórmulas humorísticas ensayadas en sus múltiples trabajos de guionista. En su cinta más reciente, Alguien tiene que ceder (Something's gotta give), el reparto es impecable, y la pareja estelar (Diane Keaton, Jack Nicholson) muy carismática. Ambos ofrecen caracterizaciones estupendas, y rápidamente eclipsan a los personajes secundarios (Keanu Reeves, Frances McDormand y Amanda Peet) en una película de factura convencional, con una trama muy previsible, llena de situaciones inverosímiles, que sin embargo rompe en su propuesta temática con algunas convenciones de la comedia romántica hollywoodense.

Harry Sanborn (Nicholson) es a los 63 años un solterón empedernido; un seductor sin temor al ridículo, muy dueño de las situaciones ("Conozco bien a las jóvenes, llevo cuarenta años frecuentándolas"), moderadamente cínico ("Nunca he mentido, siempre he dicho alguna versión de la verdad"), propenso a los ataques cardiacos, y usuario muy fiel del Viagra. Erica Barry (Keaton) es todo lo contrario. Exitosa escritora de teatro, instalada en una menopausia altiva, y resignada a los 57 años a una inminente jubilación sexual. Al conocerse, ambos personajes sienten un recelo mutuo que muy pronto se convierte en una inesperada revelación romántica, renunciando él al interés de enamorar a la hija de Erica (Amanda Peet), y resistiendo la escritora el asedio edípico de Julian (Reeves), 20 años menor. La directora incursiona así, de lleno, en un tema algo ajeno a las preocupaciones del cine hollywoodense: la pasión amorosa, el goce sexual, en una pareja mayor de 50 años. Lo acostumbrado al hablar de "pasión otoñal" en ese cine, es un esquema en el que una mujer madura se somete al capricho calculador de un hombre joven (Primavera romana, entre tantas otras), o donde un hombre maduro vive su crepúsculo pasional con una joven, casi niña, de ingenuidad perversa (Lolita, cinta emblemática). Lo inhabitual, por no decir lo francamente desdeñable, es el retrato de dos físicos desfavorecidos por la edad, capturados en pleno regocijo erótico.

La directora celebra esta pequeña infracción a las normas y saca el mejor provecho de sus protagonistas, añade incluso un pequeño discurso feminista (en boca de la tía Zoe, Frances McDormand), sobre el contrastado costo social de la edad según la tiranía del género: costo mínimo para el hombre -Casanova prestigioso a cualquier edad-, y muy elevado para la mujer, en especial para la solterona o la divorciada. Erica Barry, mujer intelectual sin perspectivas aparentes de gratificación sexual, revierte esa fatalidad de género y se descubre objeto de un fuerte deseo sexual por partida doble. Esta manera de abordar la pasión en vísperas de la tercera edad, evitando el morbo voyeurista y el humor grueso, proponiendo una mirada lúdica al amor y al envejecimiento, es una novedad inesperada en el cine de Nancy Meyers. Desafortunadamente, la cinta descuida a personajes secundarios que podrían ofrecer mucho más en situaciones mejor diseñadas, y prolonga innecesariamente la cinta al punto de volver inverosímiles los rencuentros y desenlaces, las separaciones y reacomodos, recurriendo a menudo al tratamiento rutinario de la comedia romántica. Y este tratamiento consiste en hacer de los temas más interesantes un mero vehículo de lucimiento para estrellas muy populares, en situaciones de entrada provocadoras, y a la postre siempre inofensivas.

Al hablar de Alguien tiene que ceder se ha señalado, a modo de comparación, el referente clásico de la comedia chispeante protagonizada por otra pareja madura, Spencer Tracy y Katharine Hepburn (en La costilla de Adán o en La impetuosa/Pat & Mike), pero en aquella comedia al encanto de los comediantes lo acompañaba siempre una construcción eficaz de la trama, el ingenio en los diálogos, y una gran espontaneidad en la propuesta. Esto se da en la cinta de Meyers sólo de modo desigual y esporádico. Un tratamiento narrativo sin mayores sorpresas, y por momentos algo burdo, sobre todo en su parte final, echa por tierra las mejores intenciones de la directora, y de esta medianía sólo se salva, previsiblemente, la buena forma de sus actores, por los que vale tal vez la pena desplazarse.

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