Jornada Semanal, domingo 1  de febrero de 2004                   núm. 465

 

Jorge Moch

DESMENUZAR LA TELERA

Qué necedad de arrimado, oiga usted, ponerse este gordo escribidor a diseccionar medios sin licencia de analista, y más si se trata de la intocable Gran Diosa de la Modernidad, que no, mi joven, todavía no es la internet –esa náyade electrónica a la que algo le falta para llegar a ser nereida– sino la omnipresente caja (que por cierto, a dieta de plasma y cristal líquido –ah, voces tecnológicas que enriquecen el lenguaje y le dan textura de sílice– adelgaza tanto, aunque mientras más flacas las televisiones, más como el globo de don Joaquín de la Cantoya y Rico, en alturas imposibles para la mayoría de nuestros rastreros bolsillos), ésa que en prácticamente todos los hogares mexicanos nos define como de naturaleza seudo machista y verdaderamente matriarcal. La tele, que no el televisor. La consumación del esfuerzo humano por abarcar más y mejor las cabezas, la atención de los demás, desde las pizarras mesopotámicas y los xilógrafos hasta ése que se perfila como su enemigo hoy –y que no, caramba, que la internet a la televisión la complementa o viceversa–, ese viejo pedantillo y proverbialmente obcecado que es don libro.

La televisión que lo mismo corona la estulticia que la más amorosa entrega a la muy humana vocación de comunicar, desde Chabelo hasta el National Geographic Channel. Y en lo particular, la televisión mexicana, que lo mismo es cuna de lobos que el instrumento gubernamental por antonomasia y feudo de Teletones y escándalos y vehículo de crítica al sistema que, en muy raras ocasiones, es crítica consigo misma pues, dicen los que saben y serán esos asuntos algunos de los que serán manoseados por este servidor de ustedes y de la Musa Eléctrica asegún vaya domingueando esta tetraédrica columna, que también llega a ser nido de víboras.

Afortunadamente para las críticas pretensiones de quien esto escribe, no todo es miel sobre transistores, y la televisión en no pocos aspectos representa aspectos harto cuestionables de una de las industrias más fuertes del planeta a la par de los hidrocarburos, las medicinas, la comida y las armas; el entretenimiento sin responsabilidad es, sin duda, parte insoslayable del círculo vicioso que más bien, no siendo la cosa ni tan fácil ni tan maniquea, forma parte de otros viciosos perímetros y posiblemente no sea más que una vuelta más de la espiral viciosa que se sofistica en fractales y exapentas porque vaya bichos complicados le hemos resultado al pobre planeta. Lo cierto es que la televisión, ay, dichoso lugar común, es un elemento toral en nuestra cultura, la humana toda, la del globo, y pues hay que poner el ojo, y el dedo que indaga y también, por qué no, que acusa, en lo que constantemente nos arroja al regazo.

La televisión es un instrumento de propaganda comparable al cine estadunidense durante e inmediatamente después de la segunda guerra, empleado por el Poder para inclinar la terca balanza de doña justicia en favor de los vencedores indiscutibles y su parafernalia guerrera. Pero algunos aspectos de esta propaganda propalada por los monitores amarillistas –porque se la pasan avisando que la alerta del terrorismo sigue en yellow– de cnn y Fox News en todo el mundo reflejan cierta bondad, como el indicio irrecusable de elementales libertades que se viven, por ejemplo, en el Afganistán post talibán, donde la tele era, desde luego, uno de los protervos instrumentos del Maligno. Después de casi doce años de prohibición inflexible, una mujer apareció cantando viejos éxitos románticos setenteros en lo que las bombas inteligentes dejaron en pie de la red emisora afgana para el regocijo del público que se quedó en la época de Yesenia. La baladista (¿bala o canta?, je) Salma reinauguró un espacio que estaba vedado a las mujeres con el hierro de la brutalidad que caracteriza todas estas prohibiciones torquemadescas del fanatismo, y puso fin a un silencio mujeril que atropelló las cuestiones más elementales para el afgano respetable desde la caída del régimen comunista de Najibullah. Apenas un velito (adiós, chadores) sobre la cincuentona cabellera y el teleauditorio de tan golpeada y pedregosa nación pudo tararear la versión sufí de alguno de nuestros hit paraders angelicamarianos. Bien por la telera en una región en la que las poderosísimas emisoras del Imperio nos pintan un cuadro que algunos sospechamos muy lejos de la verdad verdadera. Salucita y, si le lloran los ojos, póngase gotas.