La Jornada Semanal,   domingo 1 de febrero  de 2004        núm. 465
Paradojas del Himno Nacional

Marco Antonio Campos

El 12 de noviembre de 1853, el Supremo Gobierno de la Nación hizo pública una convocatoria, a través del Ministerio de Fomento, de Colonización, Industria y Comercio, encabezado por Miguel Lerdo de Tejada, que publicó el Diario Oficial dos días después. El poeta potosino Francisco González Bocanegra no tenía intenciones de competir. Quizá una tarde de fines de noviembre o principios de diciembre, por los días de la expedición de la convocatoria, su prometida y prima en tercer grado Guadalupe González del Pino, no lo dejó ir al trabajo y lo encerró varias horas en una de las habitaciones de su casa de Santa Clara 6, hoy avenida Tacuba 48. A eso de las seis de la tarde salió el primer original. El poema romántico, como lo llama José Emilio Pacheco, quizás el único de mérito de González Bocanegra, fue limado posteriormente, y entregado antes de la fecha límite del 14 de diciembre.

Se presentaron veinticuatro trabajos. Entre los concursantes, se sabría después, se hallaban compañeros suyos del Liceo Hidalgo, la asociación literaria más representativa del segundo romanticismo mexicano, fundada en 1849 y desaparecida por las circunstancias políticas en 1853.

El 5 de febrero de 1854, un jurado formado por tres distinguidos poetas e intelectuales conservadores, José Joaquín Pesado, Manuel Carpio y Bernardo Couto, cercanos al gobierno santanista, otorgaron el primer premio a la composición de Francisco González Bocanegra. Sin embargo, el premio no se entregó al ganador, si es que alguna vez hubo premio. "La primera edición del Himno, limpia y decorosa, fue realizada en 1854, en la imprenta de Vicente Segura Argüelles, calle de la Cadena número 10", escribe el padre potosino Joaquín Antonio Peñalosa en su minucioso libro Francisco González Bocanegra: vida y obra, publicado por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, y que merecería en este año del sesquicentenario del Himno una edición del Fondo de Cultura Económica.

Acostumbrados los mexicanos desde la infancia a oír el Himno y a emocionarnos con su letra y su música, no pensamos en quién los escribió, ni en las circunstancias políticas del momento, ni en el contenido de las estrofas. Como su amigo Marcos Arróniz, González Bocanegra fue políticamente conservador, y como Arróniz, enalteció la Independencia y la República y vio la época colonial como tiempos de atraso y de oscuridad, pero sus héroes representativos mexicanos, como los de los liberales, fueron Hidalgo y Morelos, y a diferencia de ellos, Iturbide y Santa Anna. El joven Marcos Arróniz aun fue Capitán de Lanceros en el ejército santanista y luchó luego con las fuerzas reaccionarias de Antonio Haro y Tamariz, ex ministro de Santa Anna, que fueron vencidas el 8 de marzo de 1856 por el ejército liberal de Comonfort en la batalla de Ocotlán. El 22 de marzo, luego de la Capitulación de Puebla, Arróniz pasa meses en la cárcel bajo el cargo de conspiración, y a decir de Ignacio Manuel Altamirano, en la estrecha celda comenzó el infierno de su desvarío mental. Una lástima. Arróniz era el poeta más culto y dotado de esa generación, a la vez el más europeo y el más mexicano, y conocía bien la poesía romántica inglesa y la poesía de los siglos de oro y del romanticismo españoles (sus modelos fueron Byron y Espronceda) y la poesía, la historia y las vidas de personalidades ilustres de nuestro país. Basta leer, para corroborar esto último, además de su propia lírica, sus tres admirables manuales publicados en 1858 y 1859: Manual de historia y cronología de México, Manual de biografía mexicana y Manuel del viajero en México. Si Rodríguez Galván escribió el mejor poema del primer romanticismo mexicano ("Profecía de Guatimoc") y Acuña el más recordable del romanticismo tardío ("Ante un cadáver"), Arróniz lo hizo del segundo ("Zelos", así, con zeta), donde describe, con abatimiento oteliano, el amor que le cegó la juventud, ese amor que aparece una y otra vez en sus poemas y en sus prosas poéticas por una joven blanca, rubia, de ojos azules, graciosa y leve como una paloma en vuelo, ese amor terriblemente desdichado que le entristeció los días y le vació las esperanzas, y el cual recordaron, luego de la muerte de Arróniz, Juan Díaz Covarrubias en un poema inmediato, e Ignacio Manuel Altamirano en el prólogo de 1882 a las Pasionarias, de Manuel M. Flores. Igual que Arróniz, la carrera vertiginosa de González Bocanegra en las revistas mexicanas, no pasó del primer lustro de los años cincuenta del siglo xix. Después de 1856, cuando estrena en septiembre su drama Vasco Nuñez de Balboa, apenas si publica cuatro años más tarde un incómodo "Himno a Miramón". Su único libro, Vida del corazón, que es el itinerario de su relación amorosa con Guadalupe González Pino, fechado en 1853, tardaría décadas en publicarse.

Hijo de un comerciante español, antiguo oficial del ejército realista, el joven Bocanegra era, lo que dirían las personas decentes, de buenas familias: sobrino del político José María Bocanegra, presidente interino por cinco días en 1929, muy próximo a Santa Anna, sobrino también del poeta Francisco Sánchez de Tagle, y yerno de José María Pacheco, de quien habla Guillermo Prieto con viva simpatía en Memorias de mis tiempos. Sin embargo, pese a sus ditirambos a Santa Anna y a Miramón cuando éstos eran presidentes, González Bocanegra no pasó de tener empleos de medianía, los cuales, cabe decirlo, cumplió eficazmente. "Fue –dice el padre Peñalosa– oficial archivero de la Administración General de Caminos y peajes en el gobierno de Santa Anna, Vocal de la Junta Inspectora de Teatros y Censor de Teatros, y Director del Diario Oficial del Supremo Gobierno en la administración del General Miramón". En el recuerdo de sus amigos y de los que lo conocieron quedó como un hombre probo, bueno, de porte aristocrático y de elegantes maneras.

Poeta, orador y dramaturgo, González Bocanegra presidió el Liceo Hidalgo en 1850 y colaboró especialmente, como los jóvenes representativos de esa asociación literaria, en dos revistas que fueron el órgano del grupo: La Ilustración Mexicana y Presente Amistoso. Entre los miembros característicos del grupo de jóvenes del Liceo, podemos anotar a sus presidentes Francisco Granados Maldonado (1849), Marcos Arróniz (1851) y Francisco Zarco (1852), y asimismo a Florencio M. del Castillo, autor de novelas desesperanzadoras, Luis G. Ortiz, poeta decoroso de vuelo ligero, José T. de Cuéllar, escritor de divertidas y precisas novelas con cuadros costumbristas, y los magníficos hermanos Fernando y Manuel Orozco y Berra.

Cuando conocemos el trasfondo biográfico e histórico no deja de sorprender la supervivencia del Himno Nacional si se toman en cuenta las paradojas y una estrofa de gran falsedad histórica que encierra. En un país donde triunfaron los liberales, el Himno lo escribió un hombre que, por un lado, se sentía mitad español y mitad mexicano, y por otro lado, fue un conservador que destiló las mieles más espesas hacia la figura más representativamente despreciable del siglo xix (Antonio López de Santa Anna) y hacia un hombre que fue uno de los responsables de la matanza de Tacubaya el 11 de abril de 1859, quien luchó al lado de Maximiliano en la época de la intervención y murió fusilado en 1867 en el cerro de las Campanas (Miramón).

Era explicable que Bocanegra se sintiera mitad ibero. Fue hijo de un oficial del ejército realista que luchó contra la Independencia, y luego de la expulsión de los españoles por el decreto de José María Tornel en 1828, vivió ocho años en Cádiz. Bocanegra se sintió especialmente cerca de los poetas románticos españoles. Alguna vez, en un brindis al poeta y dramaturgo hispano José Zorrilla en enero de 1855, casi un año después de que ganara el concurso del Himno Nacional, Bocanegra improvisó la siguiente octava: "Vióme nacer el suelo mexicano,/ la brisa me arrulló en sus pensiles,/ y el apacible cielo gaditano/ miró correr mis años infantiles./ De mi vida en los plácidos abriles/ al español amé como a mi hermano,/ y al brindar por la gloria de Zorrilla/ brindo también por México y Castilla." Y para cerrar el asunto peninsular: el Himno Nacional tiene un epígrafe de un poeta romántico español (Quintana) y la música del Himno fue compuesta por un maestro catalán, Jaime Nunó, a quien Santa Anna trajo de Cuba como director de Bandas Militares.

De filiación conservadora y devotamente santanista, los valores políticos de González Bocanegra fueron, si nos atenemos a su "Himno a Miramón", escrito en 1860, un año antes de su muerte, Familia, Orden, Patria y Religión, los mismos, si se ve bien, de las dictaduras latinoamericanas por casi dos siglos. Para él, el mejor protector de estos valores, era desde luego Santa Anna, el caudillo, "el guerrero inmortal de Zempoala". El Himno Nacional se edita por primera vez en 1854, y como recuerda Peñalosa, "llevaba una dedicatoria y una carta de Bocanegra al general Santa Anna, promotor del certamen". Pero aún más que este par de regalos especiales, avergüenza leer en el Himno Nacional, al menos, una estrofa, una mención y una alusión: la estrofa es a Santa Anna y la mención y la alusión a Iturbide. Dedicada a Santa Anna, la estrofa, meliflua y servil, es históricamente falsa: "Del guerrero inmortal de Zempoala/ te defiende la espada terrible,/ y sostiene su brazo invencible/ tu sagrado pendón tricolor./ Él será del feliz mexicano/ en la paz y la guerra el caudillo,/ porque él supo sus armas, de brillo/ circundar en los campos de honor." Nadie ignora que el Himno Nacional es ante todo un llamado a los mexicanos para evitar las guerras fratricidas y, en caso de que un enemigo llegare a invadir nuestro suelo, a luchar y morir en combate para ganar la gloria y un sepulcro de honor. Resulta increíble la capacidad de González Bocanegra para hacer, en el caso de Santa Anna, tal deformación histórica. El joven potosino olvidaba, o peor, simulaba olvidar, que al "brazo invencible" de su héroe representativo lo habían doblado y humillado una y otra vez los extranjeros y su "espada terrible" no se vio sino en lides cainitas: Santa Anna fue el principal culpable de que perdiéramos Texas en el 1836, dando además durante meses, cuando estuvo preso, un espectáculo irrisorio y lamentable de felonía y flaqueza; en 1838, durante la Guerra de los Pasteles, perdió la pierna en una batalla que no ganó; en 1847, se retiró de la batalla de la Angostura, cuando tenía a la mano la victoria, y acabó perdiendo las batallas ulteriores contra el ejército estadunidense, lo cual trajo la mutilación de la mitad del territorio, y para cerrar, en 1853, vendió La Mesilla, cuyo dinero, quince millones de entonces, fue a parar a los bolsillos de un puñado de pillos en el poder, entre otros el propio Santa Anna y el historiador conservador Arrangoiz, quien negoció el Tratado.

A un mes de premiado el Himno, Santa Anna fue vencido en marzo de 1854 por las fuerzas de Ignacio Comonfort en Acapulco, después de un fallido asedio al fuerte de San Diego, lo que a la postre le costaría la presidencia. Cuando Su Alteza Serenísima regresa a Ciudad de México en mayo de 1854, González Bocanegra escribe un "Himno a Santa Anna", que es de nuevo obsequioso y falso. No sólo encomia a un vencedor que en realidad ha sido vencido, sino contradice otra vez las líneas del Himno, donde dice que en las batallas ya no se derrama sangre entre hermanos. En la última octavilla italiana de su nuevo "Himno" dice: "La victoria sus alas despliega/ de Santa Anna cubriendo la frente,/ siempre triunfa quien sabe, valiente,/ por la Patria y la ley combatir"./ Del Anáhuac el bravo caudillo/ lleva en pos, por doquier, la victoria. ¡Salve al héroe, de México gloria! ¡Por la patria juremos morir!" Es decir, para él la matanza fratricida sólo es plausible y justificable si la perpetra el valiente Santa Anna y ultimar hermanos significa también combatir por la ley y la patria. El "Himno a Santa Anna" se cantó el 18 de mayo en el Teatro Oriente. Un día antes, por primera vez, en el teatro Santa Anna se había cantado "en público el Himno Nacional, con música del maestro Juan Bottesini, director de la Compañía de Ópera Italiana ‘René Masson’", como escribe el padre Peñalosa. El ficticio vencedor de Acapulco no asistió a ninguna de las veladas.

El 20 de abril de 1852 Santa Anna había ascendido a la presidencia, traído de Turbaco, Colombia, por una comisión de notables. Lucas Alamán fue el principal gestor de su venida. Santa Anna dejó México el 9 de agosto de 1854. Su última presidencia fue corta pero terriblemente dañina. Vendió La Mesilla, creó una policía secreta y quiso europeizar la milicia. Pocos dibujaron con más exactitud esos dos años en unas cuantas líneas admirativas, sin darse cuenta que eran la mejor crítica, que su adepto Marcos Arróniz en su Manuel de Historia y Cronología de México (Cap. II, xxvi, pág. 292): "Esta época tuvo cierto esplendor aristocrático; se reinició la Orden de Guadalupe, se celebraron grandes festividades religiosas; los saraos de palacio encantaban por su magnificencia, y todo tenía cierto aire de corte europea."

El 13 de agosto de 1854, cuatro días después de su partida, Jaime Nunó ganó el concurso entre quince participantes para poner la música del Himno Nacional. El 15 de septiembre tuvo lugar el gran estreno del Himno, ya con la letra de Bocanegra y la música de Nunó, en el Teatro Santa Anna, que se volvería pronto el Teatro Nacional.

El 22 de diciembre de 1860 el "invencible Miramón", como lo llamó Bocanegra, fue derrotado por los juaristas en la batalla de Calpulalpan. Suponiéndose, creyéndose perseguido, el poeta potosino se escondió en el sótano de la casa de su tío José María Bocanegra a media calle de la suya, pero disfrazado de indio, continuó visitando con frecuencia a su familia y bautizó todavía a la última de sus hijas. Infectado por el tifo murió cristiana y tristemente el 11 de abril, fecha, oh paradoja, del segundo aniversario de la matanza de Tacubaya.

Después de 1854 el Himno no se cantaría de nuevo –como escribe José Emilio Pacheco en su nota a González Bocanegra– "hasta el 5 de mayo de 1862, cuando sirvió de estímulo para derrotar a los franceses en la batalla de Puebla", es decir, oh nueva paradoja, el himno con elogio iturbidista y santanista dio ímpetu y valor a los liberales. Ya en el porfiriato, como apunta el mismo Pacheco, "se le suprimieron las estrofas que aluden a Iturbide y al ‘guerrero inmortal de Zempoala’". Desde ese momento, gracias a la censura, el Himno Nacional superaba las diferencias ideológicas y los oportunismos circunstanciales y empezaba a ser de todos los mexicanos y sigue y seguirá siendo entrañablemente de todos nosotros.

MARCO ANTONIO CAMPOS, México, poeta, ensayista, narrador y traductor, ha publicado, entre otros, No pasará el invierno, Que la carne es hierba, Señales en el camino, Hojas de los años, El café literario en la Ciudad de México; en 1992 recibió el Premio Xavier Villaurrutia.