Me cuenta un escritor nayarita, Héctor Gamboa, que los cultivos de tabaco en esta rica región de nuestro país se encuentran en decadencia y que, día a día, disminuye el número de hectáreas para sembrar la aromática, sabrosa, adictiva y destructora planta. Además, las antes prósperas empresas tabacaleras pertenecen ahora a los gigantescos monopolios del país del norte o, más bien dicho, de ese mundo sin banderas ni lealtades que es el de las compañías multinacionales. El tabaco languidece, los ferrocarriles desfallecen, la seguridad social agoniza, lenta y subrepticiamente se va privatizando la industria eléctrica, de manera parecida, los todopoderosos empresarios privados, de aquí y de acullá, meten sus corpachones en la industria petrolera, mientras que la educación laica y gratuita y las universidades públicas son objeto de toda clase de ataques y ven obstaculizada su labor por la acción torpe y malévola de las autoridades locales. Todo esto se me ocurrió en Nayarit por la sencilla razón de que por estos rumbos se ha establecido una clásica plutocracia. Supongo que muchos personeros del régimen panista ven en Nayarit una especie de ensayo general de lo que será el país soñado por la derecha empresarial y por sus cipayos de la extrema derecha (hace poco Proceso nos entregó un estremecedor informe de los progresos de Provida, organización totalitaria e intolerante cada vez más beneficiada, directa o indirectamente, por el gobierno). Recorriendo las calles de Tepic recordé al Gato con Botas y al Marqués de Caravás (pero aquí terriblemente real. Nada de estratagemas gatunas), pues casi todo pertenece al señor Gobernador: hospitales, refresqueras, distribuidoras de cerveza, boutiques de automóviles usados, taxis, autobuses, restaurantes, hoteles, casas y edificios, cementerios privados... esto y otras cosas más están en las manos de ese holding ambulante que son el patrón, sus familiares, sus socios y alicuijes. Los nayaritas nacen en una clínica del holding, se alimentan en sus restaurantes, beben sus refrescos y cervezas, compran sus medicinas y hacen sus mercados; se curan en sus hospitales, son velados en sus funerarias y enterrados en sus cementerios. Un impecable periplo vital realizado en los terrenos de una empresa que ya abarca casi todo. Si no me equivoco, la doctrina clásica llamaba a esta forma de gobierno: plutocracia. Veo a don Carlos Slim frotándose las manos, haciendo "slurp slurp" y jugando con el mapa de México como Chaplin lo hacía con el globo terráqueo en El gran dictador. El financiero se ha ido apoderando del país y en sus empresas no se pone el Sol. Restaurantes, telefonía, acciones en miles de negocios, intereses aquí y acullá, premios, fundaciones, consorcios, beneficencias... en todas partes está y, últimamente, da consejos y recetas para sanear nuestra economía y agita banderas nacionalistas para proteger sus propiedades del embate transnacional. Berlusconi y el primer ministro de Tailandia son otros buenos ejemplos de plutocracia. Supongo que la decadencia que afecta a nuestro país y a otros muchos del universo mundo nos irá regresando más temprano que tarde a las épocas romanas en las cuales los ricos compraban el trono imperial que los centuriones de la Guarda Pretoriana vendían al mejor postor. En el hermoso edificio de la Biblioteca
Central de la Universidad nayarita presenté el libro de Héctor
Gamboa, Confesiones de un ladrón, que es un buen ejemplo
de la picaresca moderna y un feliz ejercicio retórico. Al terminar
fuimos a comer pescado zarandeado y a recordar los pequeños ostiones
recogidos en los manglares de San Blas que llevan el sugestivo nombre de
"ostiones de placer". En la sobremesa regresamos al tema de la plutocracia
y recordamos una anécdota del Puerto Vallarta de fines de los cincuenta.
Un hombre muy rico de apellido Güereña controlaba muchas empresas,
entre otras el legendario Hotel Paraíso. Piadoso católico,
expuso al cura párroco su idea de entronizar a la Virgen de Guadalupe
como patrona del puerto. Se comprometió, además, a cubrir
los gastos derivados de la elaboración de la copia y a construir
una gran corona adornada con luces de neón en lo alto de la torre
parroquial. Terminada la copia, el piadoso ricachón que había
hecho una buena parte de su fortuna en los muchos negocios que giraban
en torno al cultivo, recolección e industrialización del
tabaco, viajó a México en compañía del cura
párroco y, gracias a sus contactos con los grupos de la derecha,
logró que un cardenal canadiense que visitaba nuestro país
para demostrar que las relaciones entre la Iglesia y el Estado habían
mejorado, bendijera la imagen de la Virgen. Regresaron a Puerto Vallarta,
organizaron las fastuosas ceremonias de entronización y, para solemnizar
el hecho y dejar una memoria perenne de su participación, ordenaron
a un pintor local la realización de una serie de frescos en los
muros del templo parroquial. En ellos aparecía el señor Güereña
sosteniendo el cuadro de la Virgen, en otro el millonario y el cura se
arrodillaban mientras el cardenal canadiense los bendecía con gesto
aparatoso. En otro más, los protagonistas de la entronización
bajaban de un aeroplano cargando, muy devotos y con miradas de iluminados,
el valioso cuadro. Pasó el tiempo y, cuentan las activas lenguas
del bello puerto, que un día se encontraba en el templo un campesino
con su hijo. El niño, deslumbrado por el neón y admirado
ante la profusión muralística, le jaló la manga de
la camisa a su padre y le preguntó señalando los murales:
"Oiga apá, ¿qué son ésos?" El padre contestó
escuetamente: "Son santos." Pasó un rato y el pequeño siguió
observando aquellos rostros iluminados por la devoción. Fue entonces
cuando volvió a interrumpir las oraciones paternas diciendo: "Mire
apá, ahí está el santo que nos chingó el tabaco."
Vamos a ver qué es lo que nos seguirán chingando estos empresarios
metidos a políticos y dispuestos a comprar tronos imperiales y a
jugar el terrible juego de la plutocracia.
HUGO
GUTIÉRREZ
VEGA
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