La Jornada Semanal,  25 de enero  de 2004        464
C R Ó N I C A
UN NEURÓLOGO EN OAXACA

 
LEO MENDOZA
Oliver Sacks,
Diario de Oaxaca,
RBA Publicaciones,
Barcelona, España, 2002.

Habitualmente, el juicio de los extranjeros sobre México –especialmente cuando es de carácter negativo– casi nunca nos parece justo: hay siempre el resquemor, la idea de que, como nosotros somos los nativos, aquéllos no tienen la conciencia ni la capacidad de entender el complejo mundo en el que vivimos. Por eso no resultan extrañas las sorprendentes polémicas y aun la ira que han desatado algunos textos–y cintas como Los olvidados, de Buñuel o Easy Rider, cuya exhibición se prohibió porque un mexicano les vendía droga a los protagonistas en las primeras escenas. Lo mismo ha ocurrido con algunas novelas, ensayos, tentativas de escritores que conocieron México y dejaron su testimonio: desde la sorpresa de Graham Greene ante un país a todas luces incomprensible –y que perseguía a los católicos– que encontramos en Caminos sin ley, hasta el deslumbramiento ante el ritual que describe Antonin Artaud en su viaje al país de los tarahumaras que es también un canto de muerte.

Recientemente –a finales de 2001–, el neurólogo Oliver Sacks –autor de Despertares, un estudio sobre los sobrevivientes de una epidemia de parálisis que se convirtió en el primer documental de Discovery y una afamada película– visitó nuestro país y su viaje quedó registrado en un libro titulado: Diario de Oaxaca. En todo caso, lo que más llama la atención de su aventura es que este viaje no lo hizo para documentar alguna extraña enfermedad neuronal –como la parálisis neurodegenerativa de la que da cuenta en La isla de los ciegos al color– sino como miembro de la American Fern Society, una agrupación de amantes de los helechos de todo Estados Unidos, con más de cien años de existencia y formada en su mayor parte por entusiastas aficionados y a la que un buen día Sacks decidió afiliarse aun cuando su mayor pasión son las cicas, los licopodios y las colas de caballo. Como buen científico y sobre todo como estudioso del cerebro humano, la capacidad de observación del doctor Sacks va más allá que su encuentro con los helechos oaxaqueños. Se convierte en un encuentro con una cultura y un país que, hasta ese momento, le era completamente desconocido y quizá por ello algunas de sus generalizaciones nos producen una especia de punzada nacionalista que, sin embargo, se borra a medida que avanzamos en la lectura: la Ciudad de México es rápidamente despachada por ser una de las ciudades más pobladas y sucias del mundo. Sin embargo, ya desde el mismo vuelo, con el Popocatépetl como telón de fondo, su compañero de asiento le llama la atención sobre la historia del país, la destrucción de las culturas indígenas, el rico mestizaje, la corrupción, y sus profundos contrastes. Como muchos otros viajeros, la cortesía del mexicano –por lo menos de sus compañeros de asiento– impresionará gratamente al neurólogo quien, por cierto, también entremezcla parte de sus recuerdos, de sus años de infancia y de un patio inglés poblado por los helechos.

El diario de Sacks –aun a vuelo de pájaro– además de mostrar la pasión de los pteridólogos aficionados –algunos de ellos hombres ya muy mayores– que recorren los parajes realizando las más increíbles piruetas en busca de helechos, también da cuenta de la fascinación que el país ejerce sobre casi todos los que lo visitan. Incluso se cuenta la historia de uno de estos buenos samaritanos estadunidenses que un buen día decidió quedarse en la montaña –como muchos otros– para realizar investigaciones, pero a la par para colaborar con los empobrecidos campesinos de la zona.

La visión de Sacks es precisa, disecciona y analiza como científico aunque también se entusiasma ante los vestigios de Mitla y Monte Albán, o bien reflexiona en torno a lo que significa la permanencia de formas tradicionales de producción al ver los tapetes de Teotitlán del Valle y el significado profundo que hay en el hecho de que estas formas de producción se perpetúen. Por cierto, le parece horrendo el jardín que se encuentra enfrente de Santo Domingo –de plantas de la variedad Echeveria– y esperamos que esta observación no despierte enconados nacionalismos dentro de los oaxaqueños porque, finalmente, su viaje es el de un descubridor que intenta explicarse una cultura que, al entrar en contacto con ella, le provoca un profundo cambio: Sacks señala que, antes de su viaje, consideraba que la civilización comenzaba en el Oriente Medio y después de éste aprendió "que el Nuevo Mundo también fue una cuna de la civilización."

Además de las reflexiones de Sacks, el libro es una muestra de cómo los traductores españoles siguen sin preocuparse demasiado por el uso del idioma en México: el famoso apotegma juarista se encuentra mal citado –a lo mejor lo hizo el propio Sacks, pero un buen traductor trataría de componer el asunto– y los chapulines –comentados y comidos evidentemente por el neurólogo viajero– son llamados saltamontes y eso sí que calienta. Pero más allá de estos yerros ya tan habituales, vale la pena leer el libro de Sacks porque, aun cuando sus observaciones puedan no gustarnos, una de las pocas posibilidades que tenemos para entendernos es viéndonos a través de los ojos de los otros •