.EL DIARIO Y LA AGENDA Confieso que envidio a la gente que lleva diario. Estoy segura de que la mayoría son personas a las que: a) les parece que lo que sucede alrededor es digno de ser escrito, b) confían en su capacidad para contarlo y c) tienen la disciplina necesaria para hacerlo. Si se reúnen estas tres condiciones el resultado puede ser un libro formidable, independiente de las imposiciones editoriales o mercantiles que domestican tantos textos y perjudican a los escritores. Es evidente que Anna Frank jamás sospechó que su Diario, candoroso, desgarrador y carente de cualquier afectación, sería uno de los documentos más reveladores que existen sobre la segunda guerra mundial. Es, para quien sabe leerlo, tan punzante como La escritura o la vida, de Jorge Semprún, con la diferencia de que las reflexiones de Semprún acompañan al lector como si el autor fuera una suerte de Virgilio que nos llevara por el Infierno de los campos de concentración, mientras que la voz de Anna Frank nos deja solos frente al destino de una niña judía cuyo destino fue morir en ese mismo Infierno. No quiero decir con esto que el diario es un documento puro, ni absolutamente fiable. Más bien que algunas personas, y no siempre escritores, han sabido depositar en sus diarios verdaderos fragmentos de vida: que se han confesado en ellos como lo harían con un amigo y que nos han legado reflexiones de una sinceridad que sólo ese género permite. El diario tiene una inmediatez de la que, según yo, carecen las memorias, pues el tiempo edita todo. Si, digamos, el presidente Fox hubiese llevado un diario el año de las elecciones, el tono de sus crónicas, no importa qué tan optimista, tendría que ser más dubitativo que el de una autobiografía (aunque este presidente es de un optimismo rayano con el delirio). Por supuesto hay autobiografías de una lucidez y sinceridad tales, que son como diarios, pero mejorados por la experiencia. Para muestra, Vivir para contarla, de Gabriel García Márquez y La historia de mis experimentos con la verdad, la autobiografía de Gandhi. También hay diaristas que me han parecido insoportables porque se miran el ombligo con una obcecación tal que el lector no se entera de nada. Un ejemplo me parece Anaïs Nin, cuyos diarios son tan narcisistas que semejan la tediosa contestación a una entrevista idiota (¿qué traía puesto?, ¿qué le dijeron acerca de su sombrero?, ¿le chulearon el peinado?). En cambio, hay diarios que nos permiten compartir por momentos el gozo y el terror que la vida le deparó a seres geniales que supieron prestar una atención generosa a la vida: el pintor Paul Klee; André Gide; Tolstoi; Henri Bachau. Yo soy incapaz de escribir un diario porque cuando lo intenté los resultados fueron aciagos y determinaron de por vida mi actitud hacia lo escrito. El día que cumplí quince años una tía me regaló un cuaderno forrado de plástico azul imitación piel y cerrado con un broche que se abría con una llave diminuta. Fue una revelación: en esa especie de libro en blanco habría que escribir cosas que ameritaran; el candado garantizaba el secreto absoluto; las hojas blancas, tan distintas de las páginas rayadas y con margen de mis cuadernos escolares, eran para una mano que ya no requería de líneas impresas para escribir sus renglones. La primera entrada debió decir, palabras más palabras menos, algo así como: Este diario me lo regaló mi tía Lupe y es para escribir todo lo que me pase , la fecha y algunas insipideces por el estilo, todas adobadas con la cursilería inocentona de esa edad. Puse en él todo lo que me pasaba: tareas no hechas, idas de pinta, primeros cigarrillos, y un poco más. No contaba con la curiosidad y la destreza manual de un miembro de mi familia a quien el contenido del dichoso cuadernito le quitaba el sueño. Finalmente lo leyó. Baste decir que desde entonces escribo ficción y que padezco un caso gravísimo de lo que el llorado poeta Álvaro Quijano llamaba el "complejo de Koestler", es decir, la incapacidad de escribir escenas autobiográficas que resulten reconocibles para los protagonistas, o peripecias sexuales me da vergüenza. Admiro a quien lo hace, a quienes son capaces de leer escabrosos fragmentos delante de cualquier público, o repito, a quien lleva un diario. Me parecen pruebas de desenvoltura. La verdad, yo con abrir la agenda y poder tachar los pendientes del día, me conformo. |