La Jornada Semanal,   domingo 18 de enero  del 2004        núm. 463
Pedro F. Miret

Ciudad de México y sus fantasmas*

Pienso en cómo hablar de la Ciudad de México y lo primero que me viene a la mente es la ciudad de mi infancia, en que casi todos los días era posible ver los volcanes y todos los crepúsculos eran perfectos. La ciudad que hacía honor a su lema de "La región más transparente del aire". La ciudad que se terminaba rápidamente en cualquier dirección por poco que se caminara, que despertaba aún con pregones en las mañanas y a las 10 de la noche era un desierto en el que sólo caminaban algunos exiliados españoles hablando en voz muy alta.

También se puede hablar en rompecabezas y decir que la ciudad tiene: una plaza mayor en la que hay una réplica del metro patrón; una catedral; un museo de cera; una universidad ultramoderna; un mercado de brujas; dos plazas de toros; un estadio para cien mil personas; una cantina llamada "La Carcajada Azul"; una calle López que nadie sabe qué López es; unos "jardines flotantes"; una morgue con la estatua de la diosa azteca de la muerte; una red del Metro de 140 kilómetros; un cronista oficial; una estatua de Churchill; un millón de leyendas.

No; es mucho y se aprieta poco.

Prefiero un testimonio personal. Me invade la tranquilidad de poder hablar en primera persona, como lo hizo Bernal Díaz del Castillo. Toda proporción guardada, naturalmente…

Cambios…

El cambio de las ciudades se produce con la lentitud exasperante de la erosión, la pátina y la humedad. Sin embargo, en mi ciudad pasamos de una era a otra en un minuto escaso. El temblor de 1985 fue el breve y doloroso atajo.

No arrasó la ciudad. Afectó sólo ciertos barrios y, con extraña precisión, ciertos edificios, sin que los colindantes sufrieran la rotura de un vidrio. Centenares se derrumbaron. Miles quedaron afectados en diversos grados. No se conoce el número exacto de víctimas. Nunca se sabrá.

Al cumplirse un año del sismo, la noche de la Plaza Mayor se iluminó con cientos de miles de velas colocadas en el piso a manera de ofrenda. Miento. Sí se sabe, y además con exactitud: no hubo nadie que no perdiera un familiar o un amigo.

Después de mucho tiempo vuelvo al café de los periodistas en el centro de la ciudad. Me siento en "mi" mesa y miro por el ventanal: el feo edificio de quince pisos que había enfrente ya no está. Le pregunto al mesero…

–Hubo que tirarlo.

–Parecía intacto.

–No hubiera resistido otro temblor. Su estructura estaba muy dañada. ¿Lo de siempre?

–Por favor.

Se aleja y vuelvo a mirar por el ventanal. El terreno que ocupaba el edificio está cercado por una barda en que hay pintado un letrero invitando a no desperdiciar el agua. Me choca su trivialidad. Es como esas cosas desafortunadas que se dicen a quien sufre de pena sin posibilidad de consuelo. Pero, por otro lado, no me imagino algo mejor. Si hubiera estado sólo pintado, la sensación de angustia, de vacío, de olvido… hubiera sido preferible. Me sorprendo de pensar así. Creí conocerme mejor.

Después del temblor del ’85, esta es otra ciudad. Ha cambiado físicamente y nosotros con ella. Ya no somos ni seremos nunca más los mismos, para bien y para mal. Se supone que las heridas ya han cicatrizado, pero eso no es verdad; si una lámpara oscila volvemos a sentir la vieja angustia y las imágenes del horror vuelven con extraña nitidez. Cuando pasamos ante los edificios clausurados o los solares, el tiempo parece retroceder a las 7:19 de la mañana del día 19 de septiembre de 1985.

Le pregunto a un amigo que había estado en Londres durante la guerra si esto era lo mismo que un bombardeo aéreo. Su respuesta fue negativa; allí la destrucción fue producto de otros hombres (mínimo consuelo), y por tanto no era totalmente irracional. Tenía un sentido para víctimas y victimarios… En cambio en el temblor la destrucción es ciega e inútil. Hombres y edificios caen sin gloria ni propósito. Nadie puede sentir orgullo por un amigo o un familiar desaparecido en estas circunstancias; cuando más son conversation piece. El drama es total.

Visitando las ruinas de la vieja Roma se puede visualizar un poco mejor la historia que enseñan los libros. Las piedras no son muy comunicativas que digamos, pero algo oye en ellas quien sepa escuchar. En nuestra ciudad no tenemos ese consuelo. Los solares cerrados con bardas hechas sin arte nada dicen. No hablan de destrucción, dolor ni solidaridad. Son mudos. Son sólo referencias en el recuerdo de quienes aquí crecimos y no acertamos a transmitirlas con éxito. No se nos puede culpar. La palabra tiene sus limitaciones y los miserables vestigios no ayudan en nada.

Paso frente al infeliz jardín en que estuvo el espléndido Hotel Regis y le cuento a mis hijas que era el hotel de más tradición de la ciudad, que en su centro nocturno subterráneo cantaron Pedro Vargas y Toña la Negra, y que aquí tocó el piano Agustín Lara… Ellas, mis hijas, no saben qué decir y se limitan a aprobar con la cabeza. De repente, la mayor recuerda algo: "¿No lo vimos por televisión cuando se estaba incendiando?"

–Es cierto.

Sus recuerdos de la ciudad empiezan donde los míos terminan.

Oportunidad perdida

Quienes tienen la costumbre de pensar positivamente sostienen que es (fue) una magnífica oportunidad de corregir lo aberrante de la ciudad.

El gobierno construyó cientos de miles de viviendas nuevas y reparó otras tantas. El problema de quienes habían perdido sus casas quedó prácticamente resuelto en un plazo mínimo. El problema humano quedó en pie, y quedará en pie por siempre: no tiene solución. La idea de que la casa nueva y con todas las comodidades produce automáticamente la felicidad resultó ser falsa. A casi cuatro años del sismo los habitantes de las vecindades siguen recordando con nostalgia la vieja casa en que vivieron sus padres y los padres de sus padres, la casa con alma que podían moldear según su particular, pero válido, concepto de lo bello y lo cómodo… Una vieja señora fabricante de zapatos para muñecas me decía tristemente: "En el nuevo departamento no tengo dónde poner mis macetas de geranios", y yo… no supe qué decirle. Cualquier respuesta hubiera sido mala, pero un canto a la asepsia habría sido la peor.

El temblor descubrió la verdadera belleza de la ciudad.

Lo bello no estaba en la moderna y lujosa urbanización de las Lomas de Chapultepec, ni en San Ángel, ni en el sofisticado Polanco, el barrio de los edificios residenciales de lujo… No, estaba en lo "feo" y lo "sucio". En aquello que hacía fruncir el ceño a los urbanistas.

Es más.

Resultó ser una cultura. Un estilo de vida muy humano. La señora de la fábrica de zapatos de muñecas sabe que puede dejar a su hijo con un vecino y pedirle dinero a otro en una emergencia… La vida social es excepcionalmente completa; en mayor o menor grado todos se conocen y se ayudan. La tiendita de la esquina es también centro de rápidos cambios de impresiones. El dueño conoce bien los gustos de todos y en ciertos casos fía la mercancía con un "Ya me paga luego…". Los jóvenes se reúnen en la esquina o en el parque próximo (¡y no para delinquir, por favor!), y a la hora del crepúsculo, lo que llaman los fans "la hora mágica del beisbol", existe la tradición de ir a comer sopes o quesadillas al puesto que se pone en la calle… Cuando se casa una muchacha del "rumbo", todos dirán "se nos casa", y cuando alguien fallece todos dicen "se nos murió", y si triunfa algún boxeador salido del barrio, todos dirán "ganamos".

Con la nueva casa todo cambió. Otros fueron los vecinos, otra la tienda. Otros los muchachos de la esquina, otro el íntimo entorno: la casa nueva era reacia a los devaneos decorativos de los dueños.

No se había perdido sólo la morada, se había perdido el alma.

No había sitio para geranios.

Los muros agrietados, manchados y grafiteados de Tepito, La Merced, La Lagunilla y cien barrios más eran la crónica de las cosas. Con su desaparición quedó sólo la de los hombres, importante pero insuficiente para comprenderlos totalmente. Las cosas a menudo nos definen mejor que las palabras.

Oh, el concreto

Afortunada y paradójicamente la ciudad colonial no sufrió apenas daños. El temblor no pudo con arcos y columnas de piedra, techos de vigas de madera y bóvedas espeluznantemente gráciles… El concreto, el material de los mil años de duración, con su esqueleto de hierro, falló en un número asombroso de casos. Quienes piensan que todo tiempo pasado fue mejor, sonrieron maliciosamente.

Pero la devastación había empezado mucho antes del temblor. Arturo de Córdova, con sombrero, espera fumando al pie de la estatua de Colón. Una mujer vestida de negro, con sombrero igualmente negro, se aproxima a él y se quita el velillo…

Bueno, en realidad no quería hablar de la película, sino de una casita que se ve atrás de los protagonistas y que actualmente ya no existe. Su lugar lo ocupa ahora un gran edificio moderno con letreros de rayos x y dentista en los vidrios de sus ventanas… Al ver el filme la recordé inmediatamente, al igual que la secuencia de su existencia: los dueños la vendieron a una compañía norteamericana de filtros para piscinas, quedó abandonada largo tiempo, y un día ya no estaba y en su sitio crecía una estructura de concreto… Yo no soy conservador, pero entre la encantadora casita francesa hecha por un ingeniero militar y la construcción actual hay una enorme diferencia a favor de la primera.

¿Nostalgia?

Sí, pero la nostalgia no me puede cegar: las virtudes arquitectónicas o la ausencia de ellas son evidentes en ambas.

Esta devastación ha hecho estragos en las zonas "decadentes" (léase afrancesadas) de la ciudad. El culpable, como fácilmente se adivina, es el precio de la tierra… El Paseo de la Reforma, considerado uno de los más bellos del mundo por sus hermosas residencias estilo inglés y francés, es hoy un desfiladero de cajones de vidrio, como los denomina acertadamente el arquitecto [Félix] Candela. Lo único que de ellos se puede decir es que son "funcionales", máximo (y único) piropo arquitectónico de nuestro tiempo. Elogio hecho por cierto con una palabra tergiversada, pues en realidad indica una característica, no una cualidad.

Pero…

El culpable no ha sido únicamente la especulación, sino el "reglamento de demoliciones". Durante muchos años se consideró que todo lo colonial y lo prehispánico merecía ser conservado. Error garrafal, pues los arquitectos, decoradores, ebanistas, estucadores, labradores de la piedra y jardineros que levantaron los edificios porfirianos de principios de siglo están tan… tan ausentes como los constructores de pirámides o iglesias. Su obra es tan irrepetible como la de aquéllos.

Llegado a este punto repaso lo escrito y veo consternado que mi visión es deprimente, pero la barbarie moderna no deja sitio al optimismo. El rico y variado patrimonio cultural del pasado no parece haber inspirado mayormente a los nuevos constructores. Quedan por ahí intentos de una arquitectura nacionalista tomando directamente elementos aztecas. El resultado fue ciertamente conmovedor, pero fallido.

Un consuelo (muy relativo) es que lo mismo ocurre en toda Latinoamérica. En nuestra vasta geografía brota por doquier el síndrome del rascacielos-monumento. Concepción norteamericana según la cual si en una ciudad hay muchos edificios altos es que las cosas van bien… Premisa que quizá sea válida en Estados Unidos, pero entre nosotros pertenecería a la escuela de pensamiento de la familia Buendía.

Desde el espacio

La Ciudad de México tiene dieciocho millones de habitantes y la Gran Muralla China 2 mil 500 kilómetros de largo. Son las dos únicas obras del hombre visibles desde el espacio. Entre estos dos absurdos, el segundo tiene la ventaja sobre el primero de no crecer ya más.

Es un problema fácil de plantear: no tiene solución.

Malo si se urbanizan los conglomerados que constantemente se van agregando a la periferia de la ciudad, pues se hace más atractiva la migración. Malo por otra parte si no se resuelve la problemática de este auténtico cinturón de miseria. Malo evitar el crecimiento de la ciudad (si hubiera forma de lograrlo), pues entonces crecería verticalmente, como Manhattan. Cualquier intento de disuasión sólo serviría para hacer más atractiva la urbe. Incluso el artificio de prohibir abandonarla a quienes en ella viven estaría condenado al fracaso… Malo si se hace, malo si no se hace.

Cada día llegan a la Ciudad de México, para quedarse, más de tres mil personas. Paradójicamente, la ciudad sí cumple con muchas de sus expectativas. Su familia, los amigos, los amigos de sus amigos, los amigos de los amigos de la familia, algo encontrarán para el nuevo "defeño". Un empleo a nivel de supervivencia, quizá. Pero no importa, ya metió el pie en el paraíso, que es lo importante. La Zona Rosa ya está a distancia de Metro y con ello la solución mágica, de película, a la vuelta de la esquina.

Hay tantos bellos aparadores que contemplar, tantos buenos restaurantes ante los cuales pasar, tantas mujeres hermosas que mirar, tan lujosos automóviles que esquivar, tanto dinero que ver gastar, tanto festejo que ver festejar… Hasta como gran promesa incumplida, la ciudad no deja de ser irresistible. La opción ciudadana es irreversible aún en el fracaso. Es el mismo caso de quien al no triunfar como actor se convierte en extra para poder seguir en el cine, o de quien al no tener éxito como solista ingresa a una orquesta "para poder vivir de algo".

En la gran urbe se ve más claramente que hay dos clases de hombres, los que eligen los problemas y los que son elegidos por ellos. Estos últimos son mayoría. Son los extras de la ciudad.

Ellos escenifican la más brutal, despiadada lucha por no cumplir con el destino manifiesto de los Pérez y los González del directorio telefónico, para que la vida no se convierta en un trámite más o menos (más) doloroso. Es un drama viejo y tolerable en una obra de pocos personajes, pero desgarrador como espectáculo de masas.

Se es o no se es por obra de la ciudad. No sólo en lo concreto, sino también en lo subjetivo. Los cuatro grandes de la pintura mexicana, de origen provinciano, encuentran aquí su impulso genial. Al igual que músicos, escritores y poetas descubren el país… a partir de la ciudad. Por vivir en la ciudad.

Pies de barro

Por eso, el día de la gran tragedia no sólo se estremeció el suelo de la urbe, sino la nación entera. Fue un golpe a la cabeza. Cobramos conciencia por primera vez de que la capital tenía pies de barro. Esto no es metáfora, es el componente de su subsuelo.

A pesar de todo la ciudad sigue viva. Nadie ha pensado en abandonarla ni en sus peores momentos, como a Leningrado o Londres cuando eran el infierno mismo.

Es curiosa y está mal estudiada la lealtad urbana.

¿Será porque en la ciudad están enterrados nuestros muertos?

Yo diría más bien porque en ella yace el niño que jugó en las calles, el adolescente que necesita aprender en carne propia que todos los enamoramientos son iguales, el hombre maduro que, como dijo Wilde, le llega la experiencia cuando ya de nada le sirve.

No, la lealtad a la urbe no proviene del recuerdo de nuestros muertos, sino de nuestros fantasmas.

Del incondicional, por ciego, amor a las paredes descaradas, a los baches y a las montañas de basura… ¿Amor enfermo? Quizá.

"Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua y en tierra firme otras grandes poblaciones y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecían a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís."

Esto dijo Bernal Díaz del Castillo a la vista de Tenochtitlán en el ya lejano 1519. Hoy, millones de hombres y mujeres seguimos creyendo en esa magia.

"Se suspenden las obras del Metro para no destruir los restos aztecas encontrados."

* Ensayo que la revista venezolana Nueva Sociedad (núm. 100, abril de 1989) dio a conocer en América Latina y el resto del mundo, pero hasta el momento no se había publicado en México.