Maia Fernández Miret
Después de mi padre narrador, recuerdo a mi padre dibujante. Era un dibujante extraordinario. De niño sus cuadernos estaban llenos de cowboys y soldados, y todavía conservo cientos de aviones, tanques y soldados de papel que hacía de niño para jugar. Supongo que, como todos los niños de esa época, y aunque nunca la conoció, sentía cierta fascinación por la guerra y sus artefactos; recuerdo que nos llevaba todos los años al desfile del 16 de septiembre y lo disfrutaba inmensamente. Mi padre conservaba, además de sus dibujos, una gran colección de soldaditos de plomo y de plástico, que organizábamos en divisiones y regimientos con los que hacíamos largos desfiles en el piso. Una vez incluso dibujamos, con plumón, la avenida Reforma sobre una pequeña mesa blanca que me habían comprado. Mi madre nos cagó a los dos, y por más que tratamos de borrarla durante años conservé unas tenues líneas que me recordaban aquel día del desfile.
Tal vez no mucha gente sabe que también era un melómano insaciable y extraordinariamente erudito. Lo recuerdo compitiendo con Luis Alcaraz, of all people, y discutiendo sobre el Concierto en forma de pera, de Satie, y la pieza 4:33, que no recuerdo quién compuso, la cual consiste en que el pianista se sienta ante el piano durante exactamente 4 minutos con 33 segundos. Recuerdo esas piezas en particular, por supuesto, porque eran muy pintorescas, pero seguramente hablaban de música más seria. Cuando íbamos en el coche siempre oíamos música clásica, así me reveló a Puccini y a Verdi, a Bizet y a Prokofiev, a Shostakovich, Liszt, Holst y Kachaturian, en mi tocadiscos de juguete. Desde entonces la ópera me parece la música ideal para los niños, y no puedo dejar de oír cualquiera de esas piezas sin recordarnos a mi padre y a mí, sentados en mi cuarto, rodeados de juguetes, escuchando, muy serios, durante horas, la música. Vivir con él era compartir su visión alucinante del mundo. Por ejemplo, a nuestro patio trasero daba un muro muy alto de la casa contigua. En ese muro, alta, había una ventanita hecha de bloques gruesos de vidrio, a través de la cual sólo se veía la luz de la habitación que había del otro lado. Esa luz hacía cosas muy raras; a veces se encendía a la una de la mañana, y permanecía así hasta que se hacía de día, o se prendía y se apagaba varias veces durante la noche. Ese misterio obsesionaba a mi padre e inventaba teorías sobre qué pasaba del otro lado. Me contaba que era una fábrica de tortillas, en la que una larga línea de mujeres se sentaba a hacer tortillas toda la noche y de pronto el capataz las hacía romper filas y salir en estampida, para regresar poco después y reanudar el trabajo. No recuerdo cuándo fue eso, tal vez era una prefiguración de Rompecabezas antiguo, o una prolongación. Lo cierto es que las experiencias miretianas le salían al paso, y a muchos de los que lo conocían también. Creo que por eso ejercía una fascinación especial en su pequeño círculo de amigos. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía generalmente decía algo deslumbrante. Uno de sus hábitos más excéntricos era cortar el pasto del jardín con una tijerita de uñas. Podía pasar horas así. Los que lo veían sugerían que consiguiera una herramienta más adecuada, como unas tijeras largas, o una podadora, o que le dejara ese trabajo al jardinero. Quienes lo conocíamos entendíamos que no se trataba de cortar el pasto, por supuesto. Para él era como un excipiente, un ritual ciertamente incómodo para inventar historias. Otra de sus excentricidades son todos esos puntos en sus cuentos; creo que, también en este caso, poca gente entiende por qué hay tantos. En realidad no son puntos suspensivos; no buscan crear suspenso o expectativa, sino espacios físicos y de tiempo. Miret era, antes que guionista o cuentista, dibujante y arquitecto, y, primero como dibujante, y luego como guionista, buscaba plasmar esos espacios y tiempos en su escritura. Cuando un personaje camina por un largo pasillo, por ejemplo, mi padre sabía que había que dejar diez o doce puntos, espacio y tiempo para que llegara allí; creo que esto es lo que hace sus cuentos tan vívidos y en ocasiones opresivos: que es difícil leerlos rápido, porque tenemos que transitar también nosotros por estas pausas que se necesitan para que los personajes desarrollen la acción. Lamentablemente algunos editores consideran esto un capricho, y homogenizan, cruelmente, todos los puntos por sólo tres: no es espacio ni tiempo suficiente para que sucedan las cosas.
Maia Fernández Miret, México; diseñadora industrial y editora. |