La Jornada Semanal,   domingo 18 de enero  del 2004        núm. 463
Mosaico de Miret como papá

Maia Fernández Miret

Antes que como guionista, cuentista o novelista, recuerdo a mi padre como a un dibujante excepcional y un narrador de historias. Antes de que aprendiera a leer mi padre me contaba, cada noche, un cuento. Muchos eran versiones adaptadas de las historias de las Mil y una noches; de ésos mi favorito era el cuento del hombre que va en busca del pájaro que habla, el árbol que canta y la fuente de oro. Cuando redescubrí las historias constaté, con cierta tristeza, que las versiones de mi padre eran mucho mejores e irrepetibles. También me contaba una serie que protagonizaban tres patos del lago de Chapultepec –pues vivíamos muy cerca y con frecuencia caminábamos hasta el zoológico–, llamados, tal vez porque eran buenos nombres para patos, como los sobrinos del Pato Donald. Los patos vivían toda clase de aventuras dentro del parque, como cuando el lago se congelaba o, en otoño, se daban un banquete de hojas. Es una lástima que no recuerde más episodios, porque me llenaban de maravilla. 

Después de mi padre narrador, recuerdo a mi padre dibujante. Era un dibujante extraordinario. De niño sus cuadernos estaban llenos de cowboys y soldados, y todavía conservo cientos de aviones, tanques y soldados de papel que hacía de niño para jugar. Supongo que, como todos los niños de esa época, y aunque nunca la conoció, sentía cierta fascinación por la guerra y sus artefactos; recuerdo que nos llevaba todos los años al desfile del 16 de septiembre y lo disfrutaba inmensamente. Mi padre conservaba, además de sus dibujos, una gran colección de soldaditos de plomo y de plástico, que organizábamos en divisiones y regimientos con los que hacíamos largos desfiles en el piso. Una vez incluso dibujamos, con plumón, la avenida Reforma sobre una pequeña mesa blanca que me habían comprado. Mi madre nos cagó a los dos, y por más que tratamos de borrarla durante años conservé unas tenues líneas que me recordaban aquel día del desfile. 

Era, por supuesto, un cinéfilo insaciable, y además un padre amoroso, porque soportó, conmigo, dos o tres veces al mes, cualquier clase de bodrios infantiles. Nuestros cines favoritos eran el Linterna Mágica, porque quedaba cerca y porque podíamos caminar por las orillas de la fuente de San Jerónimo, que queda justo enfrente, y el Ariel, por los diseños que decoraban las paredes de esa larga subida para entrar al cine y a la sala misma. Comprábamos palomitas y helado, y nos apresurábamos a entrar a la sala y comernos todo a gran velocidad, antes de que empezara la película, para poder verla en paz. De vez en cuando mi padre hacía algún comentario como: "¿Por qué será que siempre dejan los coches abiertos? ¿Por qué nunca tienen las llaves? ¿Te has fijado que nunca tienen que ir al baño? ¿Ya viste que siempre encuentran lugar para estacionarse justo enfrente del lugar al que van? ¿Por qué siempre que a alguien le ocurre un accidente termina la escena y lo próximo que vemos es al accidentado en una ambulancia? ¿Qué pasó con lo que había en medio? ¿No era esa angustia de esperar lo importante?" Le llamaban mucho la atención esas concesiones del cine, y a mí todavía me pasa lo mismo. 

Tal vez no mucha gente sabe que también era un melómano insaciable y extraordinariamente erudito. Lo recuerdo compitiendo con Luis Alcaraz, of all people, y discutiendo sobre el Concierto en forma de pera, de Satie, y la pieza 4:33, que no recuerdo quién compuso, la cual consiste en que el pianista se sienta ante el piano durante exactamente 4 minutos con 33 segundos. Recuerdo esas piezas en particular, por supuesto, porque eran muy pintorescas, pero seguramente hablaban de música más seria. Cuando íbamos en el coche siempre oíamos música clásica, así me reveló a Puccini y a Verdi, a Bizet y a Prokofiev, a Shostakovich, Liszt, Holst y Kachaturian, en mi tocadiscos de juguete. Desde entonces la ópera me parece la música ideal para los niños, y no puedo dejar de oír cualquiera de esas piezas sin recordarnos a mi padre y a mí, sentados en mi cuarto, rodeados de juguetes, escuchando, muy serios, durante horas, la música.

Vivir con él era compartir su visión alucinante del mundo. Por ejemplo, a nuestro patio trasero daba un muro muy alto de la casa contigua. En ese muro, alta, había una ventanita hecha de bloques gruesos de vidrio, a través de la cual sólo se veía la luz de la habitación que había del otro lado. Esa luz hacía cosas muy raras; a veces se encendía a la una de la mañana, y permanecía así hasta que se hacía de día, o se prendía y se apagaba varias veces durante la noche. Ese misterio obsesionaba a mi padre e inventaba teorías sobre qué pasaba del otro lado. Me contaba que era una fábrica de tortillas, en la que una larga línea de mujeres se sentaba a hacer tortillas toda la noche y de pronto el capataz las hacía romper filas y salir en estampida, para regresar poco después y reanudar el trabajo. No recuerdo cuándo fue eso, tal vez era una prefiguración de Rompecabezas antiguo, o una prolongación. Lo cierto es que las experiencias miretianas le salían al paso, y a muchos de los que lo conocían también. Creo que por eso ejercía una fascinación especial en su pequeño círculo de amigos. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía generalmente decía algo deslumbrante. 

Uno de sus hábitos más excéntricos era cortar el pasto del jardín con una tijerita de uñas. Podía pasar horas así. Los que lo veían sugerían que consiguiera una herramienta más adecuada, como unas tijeras largas, o una podadora, o que le dejara ese trabajo al jardinero. Quienes lo conocíamos entendíamos que no se trataba de cortar el pasto, por supuesto. Para él era como un excipiente, un ritual ciertamente incómodo para inventar historias. 

Otra de sus excentricidades son todos esos puntos en sus cuentos; creo que, también en este caso, poca gente entiende por qué hay tantos. En realidad no son puntos suspensivos; no buscan crear suspenso o expectativa, sino espacios físicos y de tiempo. Miret era, antes que guionista o cuentista, dibujante y arquitecto, y, primero como dibujante, y luego como guionista, buscaba plasmar esos espacios y tiempos en su escritura. Cuando un personaje camina por un largo pasillo, por ejemplo, mi padre sabía que había que dejar diez o doce puntos, espacio y tiempo para que llegara allí; creo que esto es lo que hace sus cuentos tan vívidos y en ocasiones opresivos: que es difícil leerlos rápido, porque tenemos que transitar también nosotros por estas pausas que se necesitan para que los personajes desarrollen la acción. Lamentablemente algunos editores consideran esto un capricho, y homogenizan, cruelmente, todos los puntos por sólo tres: no es espacio ni tiempo suficiente para que sucedan las cosas. 

Como mencioné arriba, mi padre no sólo imaginaba situaciones miretianas; las atraía. Sin duda sus cuentos tienen algo de anecdótico, como entendería cualquier que haya vivido una de estas situaciones. A mí me pasó una sola vez. Estaba en Chicago, en un museo, y decidí ir caminando al pabellón que albergaba la feria del libro a la que había ido. Calculé que estaba a dos o tres kilómetros, así que emprendí la marcha. Cuando llegué a la altura de la feria, del otro lado de una highway de ésas que sólo existen en Estados Unidos, me di cuenta de que no había puentes, semáforos o pasos a desnivel para cruzar al otro lado. Había, sin embargo, una enorme edificación que se elevaba de ese lado y cuyos pisos superiores cruzaban la carretera, una especie de centro de convenciones que era, pensé, una prolongación del pabellón de la feria, así que entré buscando un paso elevado para llegar al otro lado. Encontré una serie de enormes estancias, de techos de muchos metros de altura, pisos cubiertos por alfombras de colores estampadas con diseños pseudo modernos, vacíos, sin ventanas, sillas, mesas o teléfonos. Todo era nuevísimo. Una sala daba a la otra, y no parecía tener fin. Después de diez minutos de caminar no había encontrado a una sola persona. Esa sensación de absoluto abandono debe ser parecida a la que siente un astronauta en la Luna. En ese momento me vinieron a la cabeza, todos juntos, los cuentos de mi padre. Me encontraba en una situación miretiana por excelencia. En cualquier momento abriría una puerta y me encontraría en Prostíbulos. Entendí la fascinación de encontrarse en el lado posterior de las cosas, de los espacios gigantescos y desiertos. Me causó gran asombro realizar este contacto; mi padre llevaba muchos años muerto pero su presencia era inequívoca. Él me enseñó a mirar así el mundo. Descubrí que esa mirada puede ser perturbadora, encontrarse en este lugar en que la relación entre las causas y los efectos esté interrumpida. También puede ser aterrador; siempre pensé que algunos cuentos de mi padre son en realidad cuentos de terror.

Maia Fernández Miret, México; diseñadora industrial y editora.