Jornada Semanal, domingo 18  de enero  de 2004            núm. 463

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

ESTÉTICAS EXCLUYENTES

A Jelena Rastovic

 Si la sofrosine consiste en juzgar lo que se acaba de conocer a partir de lo que ya se conoce, según Epicteto, una región importante del gusto personal se encuentra sofronizado independientemente de la delectación a que se aluda: gastronómica, erótica, estética… salvo novedades absolutas, casi no hay nada que no se compare con algo semejante de la experiencia personal. Así, sabores y texturas nuevas siempre pasan por lo experimentado antes de ofrecer un íntimo y simple juicio previo: "(no) me gusta", "(no) me lo como", "(no) me lo cojo", "(no) me lo apropio".

Enunciados tan simples parten de eso que Marx llamó los "sentidos históricos", que no sólo están recargados con siglos de cultura, sino con años de aprendizaje personal, influencias y carencias de todo tipo, sobreinformación y desinformación… Visto así, el proceso del gusto no resulta un acontecimiento simple pues se encuentra alimentado con valores personales, familiares, sociales, culturales e históricos, así como por antivalores, prejuicios e ignorancias; en el mundo contemporáneo, además, los efectos de la publicidad y del mercado determinan que algo pueda ser conocido o no, más allá de sus méritos intrínsecos, o producen modas y orientan gustos colectivos, casi siempre con resultados triviales e inanes. Es cierto que el fenómeno del gusto es individual, pero es innegable la cantidad de circunstancias sociales que lo rodean, matizan e influyen.

El mundo de los sabores ofrece ejemplos donde la práctica, el juicio y el prejuicio se hermanan, hasta para el caso de los paladares más temerarios: entre la ingesta de sesos frescos de cierta clase de simios (consumidos en la caja craneana del animal todavía vivo) hasta el gusto por ratas, gatos, perros, cerdos, reses, peces, moluscos, serpientes, iguanas, chapulines y toda clase de ser susceptible de ser comido, existen sensibilidades conservadoras y liberales, colonizadas e independientes, dirigidas o emancipadas: entre los aguerridos y pacatos están quienes prefieren los cómodos universos resguardados y quienes desean ampliar sus horizontes: unos, como el calamar, optan por su tinta; otros, buscan aguas renovadas, inesperadas, cristalinas.

Si el tema del gusto no puede eludir nada de lo enunciado, falta suponer un paladar adiestrado que guste experimentarlo todo y, de pronto, dijera "no", pero esta negación no surge de una circunstancia apriorística o prejuiciosa, sino de la constatación directa del objeto sometido a valoración: conociendo x, me atrevo a probar y, pero prefiero la opción z. Existe un acto de extensión, pero procede de la suma de sofrosine y empirismo: medir lo nuevo con lo conocido a partir de un deseo de conocer lo incógnito, al margen de los juicios existentes (pero en el tema del gusto, eliminar opciones sin una cierta constatación directa o intelectual, resulta un acto empobrecedor, limitado, vano).

El sinsentido de las estéticas excluyentes se sustenta en el proceso de rechazar cualquier cosa que parezca encontrarse en el sitio opuesto de, por ejemplo, una ideología personal, o en las antípodas de opciones que parecieran dicotómicas: si elegir los escamoles no es un acto excluyente del caviar, como el pan no lo es respecto de las tortillas, ni los ojos verdes de los negros, en el terreno del arte Brahms no excluye a Wagner, Tolstoi a Dostoyevski, o Quevedo a Góngora. Excluir sin conocer, por prejuicio, comodidad, holgazanería, intolerancia o pose, es un acto de estulticia. A diferencia de la realpolitik y del mundo pragmático, el universo estético no solicita exclusiones… de hecho, se enriquece con las inclusiones aunque el gusto personal también intervenga ante obras y autores frente a los que uno prefiere no reincidir. Borges, un lector avezadísimo, decía de Tolstoi y Dostoyevski que eran "célebres formas del tedio"; Onetti despreciaba la obra de Henry James; Nietzsche se arrepintió de Wagner y eligió a Bizet… pero el mismo Borges que a sus dieciocho años decidió que Kafka era ilegible, volvió al autor praguense años más tarde: "la maravilla pasó a mi lado y no supe verla", confesaría. Si cada obra espera a su lector, no es imposible que los síes de hoy sean los noes de mañana, y al revés. Hoy casi no me gusta Bruckner, pese a que lo he escuchado mucho, pero quién sabe, tal vez mañana me guste tanto como Mahler, Shostakovich o Pärt, pues las estéticas son incluyentes y expansivas y el gusto tiende a modificarse con el paso del tiempo.