La Jornada Semanal,   domingo 11 de enero  del 2004        núm. 462
Luis Ramón Bustos

Lucas Alamán, el escritor

Grande injusticia hemos cometido con Lucas Alamán. Generación tras generación, desde 1856 en que los liberales asumieron el poder, hemos execrado, olvidado o ninguneado al que fuera líder e ideólogo del partido conservador durante la primera mitad del siglo XIX. Ese absurdo también se ha reflejado en la faceta en que aquí le trataremos, la de escritor e historiador.

Lucas Alamán nació un 17 de octubre de 1792 en la ciudad de Guanajuato; de familia de ricos mineros, inició sus estudios en Guanajuato y los concluyó en México, en el Real Seminario de Minería. Durante la guerra de Independencia presenció los actos vandálicos del ejército mestizo e indígena de Miguel Hidalgo; criollo mimado por la fortuna, temperamento reflexivo, sólo vio en ello instintos desatados, sin reparar en los agravios seculares que así tomaban revancha. Y aquello le marcó de por vida.

Estudió en Francia y Alemania los secretos de la mineralogía –pensaba recuperar los negocios familiares– y las ciencias naturales. Probablemente esa formación técnica y científica haya acrisolado sus inclinaciones de pensador moderado, cauteloso. En eso se diferenció por completo de la generación política que le acompañó en esos años de lucha: casi todos ellos formados en las intolerantes aulas de seminarios. Fue, junto con los liberales José María Luis Mora y Mariano Otero, uno de los pocos ideólogos serios que por entonces tuvimos.

Participó en varios gabinetes, incluido, en 1823, el de Guadalupe Victoria. Pero su momento culminante como político llegó en 1830, formando parte del gabinete de Anastasio Bustamante. Legislando para dar impulso a la industria, buscando promover la economía nacional, reformando en la educación y en la administración, logró estabilidad durante un lapso de dos años (¡lapso larguísimo en aquella época!).

Pero el generalísimo Santa Anna –en ese momento bajo la careta de federalista– inició uno de sus famosos pronunciamientos y echó abajo el castillo hispanista del líder conservador. Eso ocurrió en 1833. Decepcionado, amargado, se aisló en sus negocios (era terrateniente, industrial, minero y administrador del Duque de Terranova y Monteleone, heredero siciliano de los bienes en México de Hernán Cortés).

En los años treinta y cuarenta tuvo desempeño importantísimo en los periódicos conservadores El Tiempo y El Universal. Alejado aparentemente de la política, continuó ejerciendo como ideólogo del hispanismo tradicional y de la facción conservadora y católica; y, con gran penetración, discurrió sus páginas de historia de México.

Algunos de sus biógrafos y comentaristas han afirmado que, como ferviente católico, sus influencias como historiador provienen de las obras de San Agustín y de Bossuet; sin embargo, el estudio de sus Disertaciones sobre la historia de la República Mejicana... (1844-1849) o de su Historia de Méjico... (1849-1852) revela que sus recursos estuvieron impregnados de otras muchas lecturas, entre ellas las del liberal moderado Edmund Burke y las de sus odiados enciclopedistas, particularmente Voltaire. Esto nada tiene de extraño si se toma en cuenta que, en realidad, Lucas Alamán se fue haciendo paulatinamente conservador y que, hasta las polémicas irreconciliables de los años 1846-1848, no se le puede calificar de conservador militante. En sus programas y proyectos para la economía nacional, incluso, fue más liberal que muchos de sus acérrimos enemigos.

Sus Disertaciones sobre la historia de la República Mejicana son particularmente interesantes. Conocía al dedillo la vida de Hernán Cortés y todo el virreinato. Como tantas otras veces, a partir de la defensa de sus intereses personales o de trabajo, reconstruyó con brillantez los periodos Habsburgo y Borbónico del virreinato; la parte correspondiente a la historia de España es, asimismo, toda una cátedra de equilibrada erudición. Para el lector de hoy sería muy enriquecedor conocerla, ya que podría cotejar esta versión hispanófila con la que aprendió en textos escolares; esa comparación le conduciría a una actitud crítica frente a nuestra historia, tantas veces impregnada de un jacobinismo maniqueo. Muchas sorpresas encontrará allí, muchos pasajes y datos de nuestro pasado que la verdad oficial ha olvidado o maquillado; y, en lo propiamente literario, un estilo ameno, llano, dúctil y sin los excesos retóricos que solían infectar nuestros mamotretos históricos de aquel entonces.

La Historia de Méjico… contiene dos capítulos introductorios que confirman su sapiencia, sin rival en su tiempo, respecto a la etapa de las reformas borbónicas de Carlos iii. Sin embargo, las interpretaciones parciales y esquemáticas llegan cuando toca un tema doloroso, un período que no había cicatrizado en su espíritu: los años de la insurgencia de Hidalgo y Morelos. Pese a su consciente deseo de ser objetivo y apegarse a la verdad, un tamiz ideológico vela esas páginas y les da cierto tinte de panfleto político.

Su principal acierto es plantear que el movimiento de Independencia no fue uno, sino dos, perfectamente diferenciados: el jacobino de arrastre popular de Miguel Hidalgo, Morelos y Guerrero; y el conservador, que sólo pretendió arrancar a la Nueva España de las garras del liberalismo constitucional español y que declaró la independencia en 1821. Su lectura de los acontecimientos posteriores tiene algo de ese tinte panfletario, pero su apasionamiento es enfriado por un conocimiento de primera mano del material: había participado activamente durante todo ese periodo. Lástima que, aunque lo concluyó en 1852, su repaso de los años cuarenta sea breve y superficial.

En 1939, uno de sus estudiosos, Arturo Arnaiz y Freg reunió en volumen páginas periodísticas de Lucas Alamán. Bajo el título de "Semblanzas e ideario", encontramos ahí la disparidad que caracterizó su labor periodística. Algunas semblanzas resultan atractivas y sinceras; pero otras, aquellas en que el enemigo político era retratado, contienen tan alta dosis de encono que caen en lo caricaturesco.

La figura paradigmática de Lucas Alamán resulta casi una extravagancia en nuestros anales históricos. Sus tangenciales apariciones se sintetizaron en aquello de su hispanofilia retrógrada o en acusaciones de traición a la patria. A 150 años de su muerte (2 de junio de 1853) valdría la pena alejarnos de esas esquematizaciones empobrecedoras; ha llegado el tiempo de leer nuestra historia –quitando la paja de las simplificaciones e inexactitudes nacidas al calor de las luchas políticas del momento– sin exclusiones y sin menoscabo de las diversas corrientes de acción y pensamiento que la construyeron. Ese sería un signo de madurez como pueblo, de vocación democrática. Y se tendría que devolver su verdadera estatura –con sus muchos aciertos y sus muchos errores–, a don Lucas Alamán, personaje que marcó con su personalidad medio siglo de nuestra historia.

Luis Ramón Bustos, México; investigador y ensayista, ha publicado, entre otros, en Origina, Sábado y Arena.