los extramuros de la pintura Miguel Ángel Muñoz
En esta transformación de espectador a pintor da un paso deslumbrante, hubo momentos decisivos. En principio fue la fascinación por el México antiguo: la escultura, los códices, la literatura, y la pasión de un pueblo por dejar registro de su memoria. Enseguida, se sucedieron la interacción entre naturaleza, arte y ciencia; el descubrimiento del tiempo-espacio y las dimensiones de la figuración y la poética que esconde cada cuadro que se pinta. Luego de dos años en diversas ciudades de Estados Unidos, Martínez llegó a Nueva York en 1959, y ese mismo año expuso por primera vez ahí, en la Galería The Contemporaries. Al principio es un extranjero desorientado, conoce a gente de todos los barrios, pero prefiere recorrer en soledad la ciudad y estudiar en sus museos. En términos estilísticos, el periodo 1947-1967 permite reconocer en el trabajo de Martínez la huella de los nuevos realismos, y desde luego, un extenso diálogo plástico con el arte prehispánico. No se trató de una influencia mimética, sino de cierto espíritu que invadía un estilo cuyos rasgos personales, a principios de los años setenta, se basaban en el orden compositivo, el lirismo y la importancia concedida al color. A este esquema tan general, y sin embargo ya tan propio, Martínez añadirá la presencia de la figuración, sugerida de forma indirecta mediante algún objeto o, sobre todo, mediante las grandes atmósferas extrapictóricas que rodean los cuadros. Durante algún tiempo pudo creerse, o tal vez más de un crítico de Martínez aún lo crea, que este periodo es de menor importancia en el conjunto de su producción: en parte, por el desdén hacia el genero mexicanista (el de la llamada escuela mexicana de pintura) después de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Pero la alusión a la realidad es un elemento básico y distintivo en la poética de Martínez por un lado, y por otro, el empleo de un realismo mexicanista por llamarlo de algún modo es en Martínez sumamente personal: alude a una visión del mundo teñida por la nostalgia y por la cultura, lo cual lo separa de los muralistas. Los años 1963-1971 son decisivos en la obra de Ricardo Martínez; participa en las bienales de Sao Paulo, Brasil donde su exposición individual ganó el Premio Mahino Santista, y en la Bienal de Venecia, Italia, donde una serie de sus obras llamaron inmediatamente la atención de la crítica internacional. Los colores empiezan a ser determinantes en la obra de Martínez, en una gama que privilegiará los azules, rojos, blancos y negros, que alternarán muchas veces con los amarillos y ocres (una combinación tanto de Piero della Francesca como de los muralistas mexicanos) y con la inclusión esporádica de grises muy rebajados. A pesar de la importancia de la figura, el color es ya un elemento básico de su estilo: ha limado la aspereza y brutalidad de los blancos o de los rojos anaranjados y, sobre todo, los contrastes violentos han dado paso a la gradación de tonos o al contrapunto sutil y equilibrado del dibujo con las composiciones.
En 1969 la exposición Pintura de Ricardo Martínez en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México presentaba ya a un artista sólido, propositivo y renovador de un lenguaje estético universal. Nos remitía al silencio del abismo y al espacio vacío pero consagrado a algo, a lo que la escritora Marta Traba denominó "un espacio sagrado, inédito", y que Martínez encontró en ciertas experiencias místicas. Lo que Martínez construye cuidadosamente es, por lo tanto, una arquitectura que traza un movimiento complejo entre el pasado y el presente: recuperación y destrucción. Un indicio de esta compleja operación se encuentra en su exposición de 1974 en el mismo Museo de Arte Moderno, donde más de treinta obras confirmaron la contundencia pictórica de su trabajo. A principios de los años ochenta, la novedad es que Martínez no ha dejado de experimentar, de buscar caminos diferentes, de comprobar la experiencia pictórica como un espacio único. La muestra Ricardo Martínez. Obra reciente, 1975-1984, en el Museo del Palacio de Bellas Artes, marca el inicio de un periodo en el que puede percibirse la consolidación de un estilo que llega hasta hoy, aunque a principios de los ochenta vuelve a hacer diversas variaciones, introducidas por una mayor sensación de profundidad en el espacio representado, una forma más sombría de colores y una pincelada más pura, más sintética.
Pintar para Martínez es y será sobreponerse al material, a la pintura, sin que deje de ser esa materia, una sola materia, y darle vida, un hálito: la pintura en esencia. En este sentido, su obra actual lo confirma, cada pieza consigue un hilo que crea espacios: que es posible observar desde cualquier posición. Son obras, cuya densidad nos confiere una mayor espiritualidad, evocan un misterio plástico, o en palabras de Baudelaire: "Algo ardiente y triste, algo un poco vago, que deja espacio libre a la conjetura."
Él es su propio discurso estético, ejemplificado en su radical posición entre lo público y lo privado: "Es indiferente para mí dejarme entrevistar o no. Nunca he dado entrevistas, pues son cosas superficiales. Hay que trabajar en la pintura, en encontrar nuevos caminos; eso es lo importante de este oficio." El amplio arco de la obra de Martínez,
ese fantástico camino de sesenta años de profesión,
desde los paisajes que delimitan un prado boscoso, hasta las grandes figuras
que se apoderan de la tela, en un constante ver y sentir la convergencia
de espacio y tiempo, ha producido un diálogo único con la
pintura. Ahí se abre un espacio que nos enseña a mirar nuestro
pasado, y sobre todo, a percibir que el tiempo es una dimensión
de nuestro espacio. Se trata, en fin, de una obra que pudiera ser abstracta,
pero al traducir las enormes formas pétreas que la componen, descubrimos
que está llena de interrogantes.
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