Jornada Semanal,  domingo 21 de diciembre  del 2003             núm. 459
ME DUELE EL HIPOCONDRIO

Hace poco leí en una revista que Woody Allen es tan hipocondríaco que tiene un vasto ejército de médicos en la nómina. Según el artículo, a pesar de que los médicos le han asegurado varias veces que está sano, Allen se hace una batería de exámenes cada mes; algunos de ellos molestos, otros dolorosos y todos caros. Al leer esto no pude evitar la comparación entre Allen y el escritor Ryszard Kapuscinski, quien cuenta en Ébano, sin patetismo ni autocompasión, cómo fue el primer ataque de malaria que padeció. Los temblores lo sacudieron con tal violencia que se vio obligado a pedirle a la familia africana que lo hospedaba que le pusieran encima un colchón y luego se sentaran todos sobre él. Y a pesar de este detalle hilarante y cruel, me queda la impresión de que ha sufrido más Woody Allen en el lujoso hospital neoyorkino donde les da lata a los médicos, que Kapuscinski, circunspecto y zarandeado por la fiebre en aquella aldea remota de África. Me imagino a Allen ataviado con una de esas humillantes batas hechas con tela Yes, las flacas piernas colgando de la orilla de la cama, escuchando a los médicos decirle, de nuevo, que está bien. Que no tiene nada. Y el pobre suda y piensa: "Se les fue algo importante…" En cambio Kapuscinski, en cuanto puede dar un vacilante paso, se alegra y retoma su peligrosísima vida.

Es verdad que la monomanía de Allen –que tantas buenas películas ha producido– contrasta de forma chocante con la mirada generosa y temeraria del periodista polaco, pero sería demasiado fácil concluir que el hipocondríaco es un ser egoísta y que el estoico que se aguanta cuando está enfermo es generoso.

El hipocondríaco sufre muchísimo. A sus padecimientos, aunque sean imaginarios, hay que sumar siempre un pesimismo invencible y la seguridad de que nadie lo comprende. Siempre se imagina lo peor: se arranca un padrastro del pulgar, no le molesta y pregunta:

–Oye, ¿si se te cae el dedo y no lo sientes, tienes lepra?

Que no se le esté cayendo el dedo, o que esté casi erradicada la lepra, son factores que carecen de importancia. Al hipocondríaco hay que alejarlo de los libros de medicina, porque se le puede manifestar lo que dice hasta en el índice. Si ve una película en la que el personaje está tuberculoso, sale tosiendo como Margarita Gautier; si le arde la panza, no es lo que comió –aunque hayan sido seis gordas de chicharrón prensado–, sino una úlcera sangrante. Cuando le duele la cabeza, se pone a escribir su testamento. Si alguien menciona que Fulano está enfermo, el hipocondríaco se pregunta si no tendrá lo mismo, o algo más grave. Además el infeliz, encima de sospechar que sus síntomas son los de una enfermedad mortífera, anda por la vida con la certeza de que no hay quien le crea.

¡Ay del hipocondríaco insomne! Las uñas enterradas; el barro en la nariz; un calambre en la pantorrilla; todo, por común que sea, se convierte en un síndrome exótico. En casos de Ébola, Marburgo, Lhasa, esos virus letales y remotos que matan a sus víctimas en medio de horrores espectaculares. Al día siguiente, desvelado y aturdido, el hipocondríaco comprueba que no tiene nada. Se promete no volver a espantarse por babosadas. Hasta la semana siguiente, que le da un retortijón.

Antes yo creía que sólo la gente que tiene lo básico resuelto es hipocondríaca. Que había países hipocondríacos –Estados Unidos– y otros estoicos, como Ruanda. Que la hipocondría era una aflicción de la clase media y los ricos, pero ahora sé que me equivoco. He conocido personas a las que apenas les alcanza para vivir, y que padecen constantes e infundados pavores relacionados con la salud. No tienen dinero para pagarse las resonancias magnéticas que se hace Woody Allen, pero eso no significa que estén tranquilas. Una vez a la semana se comen un bolillo duro para que les recoja la hiel, y diario toman una mezcla de azahar, tila, lúpulo, pasiflora y cancerina, las primeras para los nervios y la última por si las moscas.

El hipocondríaco entiende que somos frágiles, corruptibles. No lo sabe en carne propia como el enfermo verdadero, pero su intuición está presente en cada uno de sus sobresaltos. Desconfía del cuerpo que habita, pues sabe que puede enfermarse en cualquier momento.

Yo creo que tanto susto puede enfermarnos de verdad. Mejor no hacer caso de los síntomas. Claro que si los síntomas son de algo serio, capaz que uno se muere por no hacer caso.

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