La Jornada Semanal,  21 de diciembre  del 2003        459
E N S A Y O
UN PLACER Y CIEN DOLORES

 
GABRIELA VALENZUELA NAVARRETE 
Anna M. Fernández Poncela,
Estereotipos y roles de género 
en el refranero popular,
Anthropos,
España, 2002.

Mentirosas, desalmadas, argüenderas, peligrosas y chismosas, son sólo algunas de las características que, aparte de los roles tradicionales de esposas y madres buenas y abnegadas, las costumbres decimonónicas han adjudicado a las mujeres. Por si esto fuera poco, casi siempre cumplen con otro papel: ser las malas de la película. Son ellas las que corrompen las almas bondadosas de los hombres, las que los hacen equivocarse, las que los cambian totalmente. El hombre por lo regular es la víctima, el que sufre las consecuencias de su amor por una mujer que lo condenó a abandonar el paraíso; lo dice el dicho: "Cuando Dios hizo al hombre, ya el diablo había hecho a la mujer." A primera vista, esto es algo que siempre se ha sabido y que, aun si se intenta refutar, sigue teniendo un arraigo bastante fuerte en la mentalidad colectiva, contra la que es muy difícil –por no decir prácticamente imposible– luchar.

El movimiento feminista vino a romper los moldes férreos del predominio masculino; sin embargo, sus éxitos siguen siendo relativos. Después del clímax de este fenómeno, el interés por estudiar los papeles de las mujeres en cualquier ámbito social sigue vigente, de ahí que haya grupos que analizan cualquier situación relacionada con las mujeres y que éste continúe siendo considerado como un tema prolífico y popular para las investigaciones.

En ese contexto de mujeres que ayudan a otras mujeres o que sólo investigan a escritoras, pintoras, y demás artistas (en femenino), el libro de Anna M. Fernández Poncela propone desentrañar o desenmascarar los prejuicios sobre este género a través de uno de los testimonios más numerosos y contundentes de cualquier cultura: los refranes. Los hay dedicados a las esposas y a las madres, a las doncellas y a las prostitutas, a las solteronas y a las viudas y también, aunque en menor medida, a los hombres proveedores, machos, cornudos o cualquier otra condición que adopten.

Analizar la obra previa de un escritor, o en este caso de un investigador, a menudo suele ser de ayuda para determinar mejor el tipo de cristal con el que habrá de mirarse el texto en cuestión; sin embargo, en el caso de Anna M. Fernández la lista puede alentar o desanimar a cualquiera con la misma rapidez. ¿Por qué? Simplemente porque los títulos de sus trabajos denotan una búsqueda exhaustiva de su tema, como Protagonismo femenino en cuentos y leyendas de México y Centroamérica (Madrid: Narcea, 2000) o Mujeres, revolución y cambio cultural (Barcelona: Anthropos-uam, 2000). Pero como bien dice el refrán, "las apariencias engañan", y, si uno espera encontrarse con una redacción tediosa y cuadrada al más puro estilo de trabajos académicos aburridos, se equivoca.

No podríamos decir que Estereotipos y roles de género en el refranero popular sorprende por la estructura, o porque señala puntos hasta ahora insospechados de lo que encierra un repertorio tan amplio de dichos y giros afines como el de los países hispanohablantes, o porque el estilo de Fernández Poncela es particularmente sobresaliente. El trabajo cumple con las metas que se propone desde la primera página: "analizar la intersección entre fenómenos del lenguaje y fenómenos sociales, esto es, la vida misma". La mayor virtud de Estereotipos y roles de género... es, sin que quepa duda, que se trata de un trabajo evidentemente de investigación, pero sobrepasa y con mucho las fronteras de este "género escritural", por llamarlo de alguna manera, y se ofrece a todo lector como un texto que se puede leer sólo por cultura general o porque de verdad se quiere profundizar en el estudio de la sociología de lo femenino.

Casi como un paralelo de este libro, podríamos mencionar El género en disputa (Paidós-unam, 2001) de Judith Butler, que aborda el tema desde otro ángulo y con otro enfoque, aunque dos de sus temas coinciden ampliamente con el de Fernández Poncela: la oposición hombre-mujer y, sobre todo, la definición del concepto de género. "El género es una fantasía", nos dice Judith Butler, basándose en las teorías de Jung que indican que la psique humana es en el fondo andrógina. Por eso, Estereotipos y roles de género no se estanca en tan discutida definición, sino que toma como fondo la concepción del hombre y la mujer "no como recortes diacrónicos de un solo sexo, sino en su relación intergenérica, comparativa y sincrónica".

Sincronía es la palabra que mejor podría definir el transitar cotidiano de hombres y mujeres en la sociedad. Cierto es que, hasta ahora, entre los calificativos refraneros hacia las mujeres tienen muchos más ejemplos los "malos" que los "buenos". Pero aquéllos que se refieren a los hombres no son tan gentiles. Si ellos dicen "con la mujer, ojo alerta mientras no la vieres muerta", ellas contestarán "el que nace para buey, del cielo le caen las astas". Si ellos argumentan que las mujeres los necesitan porque "la mujer es animal de pelo largo y pensamiento corto", más de una le dará la vuelta y demostrará que "mi marido es tonto y yo vivaracha: cuando yo salto, él se agacha".

La lengua refleja la sociedad y la cultura en que se usa, toda vez que es la lengua la que modela a la sociedad, "de alguna manera, la lengua en la que nacemos a la vida inteligente es el arreglo al cual estructuramos nuestra forma de aprehender la realidad", nos explica Anna Fernández. Lo arraigado de los refranes en la tradición oral de una cultura suele remontarse a épocas demasiado lejanas en el tiempo, y por eso algunos de los giros lingüísticos recogidos en el libro pudieran parecernos anacrónicos o de ideas trasnochadas. No obstante, si se analiza con un mínimo detenimiento las relaciones actuales entre hombres y mujeres se encontrarán miles de situaciones que justifiquen que se diga que "mujer obediente y honrada, no hay joya en el mundo que tanto valga" o "la que a su marido quiere servir, ni puede ni quiere dormir".

Ahora bien, como ya decíamos antes, este libro no es una defensa encarnizada de las "pobres mujeres menospreciadas". Pretende abarcar todas las situaciones en las que se retrata a las féminas y por eso recoge también los dichos correspondientes a las nueras, a las suegras, a las madrastras y demás personajes ya casi folclóricos, y le da un tono humorístico al asunto.

Es un buen motivo para pensar el por qué todos los refranes se refieren a un "ser otro", a aquéllos que son diferentes del que los emite. Si una mujer es suegra, seguramente no dirá "suegra y nuera y perro y gato no comen bien en un plato", y si un hombre está casado tampoco aceptará que "el marido que no da y el cuchillo que no corta que se pierdan poco importa". Como si se tratara de un juicio, este compendio refranero hace las veces de secretario que resume los hechos, de fiscal acusador y de abogado del diablo de las malas por antonomasia. Sólo no asume un papel: el de juez, que queda en manos de los lectores •


E N S A Y O
LA LIBERTAD DE LEER

 
FRANCISCO NIETO
Juan Domingo Argüelles,
¿Qué leen los que no leen?,
Paidós,
México, 2003.


El título de la nueva obra del poeta y ensayista Juan Domingo Argüelles también es una buena pregunta que sirve al autor para abordar, una vez más, el apasionante mundo de la lectura, sus protagonistas: los lectores; pero también los no lectores. "Una defensa apasionada, de la libertad de leer y de la libertad, también, de no leer".

¿Qué leen los que no leen? es un ensayo honesto y valiente que cuestiona, abiertamente, la actitud moralizante, obsesiva, de imponer la lectura como un deber, se nos dice, para nuestro beneficio. Es una crítica irónica a quienes han abusado de "su condición casi racial de lectores para despreciar a los que no leen".

Antes de que Juan Domingo Argüelles nos responda qué leen los que no leen, nos habla de la lectura y el placer, de la lectura y su utilidad. A nuestro autor, como gran lector que es, le preocupa el desmedido énfasis que la sociedad, y sobre todo la escuela, ponen en la practicidad y utilidad de la lectura, que terminan siempre ahuyentando a los potenciales lectores. Para la tecnocracia intelectual, tan en boga en las escuelas e institutos de cultura, apartarse del conocimiento y la lectura útil (aquella que sirve para hacer algo, para ser alguien) es un imperdonable autoexilio del edén de la praxis. El mensaje es claro: o nos adaptamos al fast food del pensamiento, a la filosofía McDonald’s en el trabajo intelectual, o llevaremos para siempre la marca de la ineficacia. ¡Margínesele, es ineficaz, es poeta o filósofo! ¡Tiene reservado en la Tierra un círculo dantiano para los inútiles!

Desafiando la insistencia en la utilidad de la lectura, Argüelles se adhiere a una afirmación provocativa, por sincera, de Gabriel Zaid: "Leer no sirve para nada: es un vicio, una felicidad." Si leer no sirve para nada, para ningún efecto práctico inmediato, entonces son absurdas e insulsas las campañas moralizantes, casi clínicas, de leer para ser mejores, leer para ser inteligentes y hasta superiores, más cultos... No es que se esté en contra de la promoción de la lectura, sino de la promoción de una mentira. Si vamos a hablar del acto de leer, de ese vicio impune, de ese pasatiempo de libertinos, como piensan Fernando Savater y Juan Domingo Argüelles, hagámoslo con sinceridad y sin ambages, busquemos cómplices, no prosélitos. No mintamos ni nos engañemos, "los libros por sí mismos –y el acto de leer en sí– no mejoran a nadie que desde un principio se suponga superior a todos los que no han leído los libros que él lee, o a todos los que no han leído libros o a todos los que no han leído". Ni los buenos libros, ni la buena música o la alta cultura hicieron menos bárbaros a los nazis. Tampoco mejoran mucho los gobiernos cuando llegan al poder los universitarios "preparados" y "cultos".

Este ensayo es un diáfano y ameno alegato en defensa de la lectura placentera, que se goza con irreverencia, sin explicación ni justificación alguna. Una loa cómplice al lector desenfadado, subversivo y hedonista. También al lector que no se olvida de vivir, que ama la sabiduría, y no la cientificidad de la ciencia como esos eruditos que almacenan el saber en las galerías de sus pechos para presentarlo, presuntuosamente, en las cámaras, recámaras palaciegas, aulas, parlamentos, que poseen un saber que sólo sabe que sabe, pero no saben qué hacer con él.

¡Hablemos con la verdad! No ocultemos ni maquillemos nuestras ojeras que revelan el tamaño de la bacanal lectora; no inventemos pretextos que justifiquen nuestro aislamiento; no hablemos de horas de estudio para ser eufemistas, en realidad –digámoslo gozamos perversamente con nuestros objetos– libros que posibilitan viajes, encuentros y personajes conocidos o ignotos. El lector ocioso, entiéndase bien, aprende de lo vivo, de lo que vibra en el exterior o en su interior. Le interesa una lectura vívida, actuante, que se impregne en su alma. Quiere leer para leerse, mirar de cerca, y enfrentado, su mapa interno, su genoma. Quiere leer para charlar, sabe que la charla con los vivos y los difuntos hace posible un instante de felicidad. La lectura, y su otra cara, la escritura, vuelven perenne el diálogo. Es la felicidad que le produce la conversación, con otros o consigo mismo, lo que hace lector al lector; nunca los azotes de la obligación.

Este lector desocupado y desobligado, que no hace la tarea de leer, que no se traga los clásicos por órdenes del profesor que evaluará su digestión, está siempre embarcado, de viaje (mas no fuera de la realidad). Un viaje sin retorno o un retorno a un mismo destino: otro libro. Vive no para los libros sino por los libros; dan melodía a su existencia. La lectura lo perturba, lo desborda, pero también lo articula.

Un histórico y mítico enemigo de la lectura es el tiempo. Esto lo dicen los que no leen. Hoy en día, se argumenta que para leer no hay tiempo, pero curiosamente, quienes lo afirman son los mismos (los que no leen) que en todos los tiempos han dicho que no hay tiempo para perder el tiempo, o sea, para leer. En la actualidad, donde la tecnocracia pretende gobernar hasta el conocimiento, sólo tiene valor la lectura informativa, aquella que con el mínimo esfuerzo, sin mucha pérdida de tiempo y con poca profundidad, informa lo necesario a los profesionistas. Una lectura cuyo valor reside en el disvalor de la eficacia mercantil, leer para ser superior, y ser superior para ganar más dinero. Una lectura rápida y a la mano (no es casual que los manuales sean tan útiles a los utilitaristas), de diccionario. Como no tiene tiempo, el profesionista sólo alcanzará, si bien le va, a leer los libros de texto básicos para su carrera; si son diez, pues diez serán los que el profesionista no lector hojeará para "prepararse". No perderá el tiempo en otras lecturas, no volteará ni siquiera de reojo a otras disciplinas.

Pero basta, volvamos ya de esta fascinante travesía. "Pongámonos de acuerdo. Convengamos en pensar y decir –sugiere Juan Domingo– que quienes no leen se pierden de un mundo extraordinario. Pero todos lo mundos son extraordinarios si para cada uno así resultan ser al vivir en ellos"; de esta sencilla y clara premisa deviene la terrible conclusión: el gozo de leer es tan respetable como la libertad de no hacerlo, sería necio no reconocerlo así. Claro, quienes creemos en ese mundo extraordinario de la lectura, esperamos que se desate la epidemia de la conversación y contagie el ánimo de leer, que ningún cerco sanitario sea capaz de evitarlo.

Finalmente, ¿los que no leen, leen? Sí, sí leen. Pero ¿qué leen los que no leen? "Los que no leen, leen cómics (rosas y porno), fotonovelas, revistas especializadas en la farándula y la frivolidad, ocasionales bestsellers que tienen que ver con historias que ponen de moda el cine y la televisión, etcétera", y continúa diciendo Juan Domingo, "los que no leen, leen lo que está cerca de su realidad o lo que sienten propio entre sus fantasías". Buscan, pues, los textos de su contexto •


P O E S Í A
PARA DESAFIAR A LA MUERTE

 
MARCO ANTONIO CAMPOS

Rubén Bonifaz Nuño,
Calacas,
El Colegio Nacional,
México, 2003.
 
Si desde Los demonios y los días Rubén Bonifaz Nuño dominaba con amplitud el lenguaje coloquial donde introducía con musicalizada precisión las expresiones mexicanas, si esto se continuó en libros como Fuego de pobres, esa vena popular que tanto apreciara José Emilio Pacheco en un artículo reciente, llegó a su perfección en Albur de amor, libro que, junto a Los cantos de mal dolor, de Juan José Arreola y El tigre en la casa, de Eduardo Lizalde, forma en la poesía mexicana la gran trilogía de la misoginia, donde la mujer es a la vez diosa y ser ínfimo y abyecto, pedrería preciosa y cuentas de vidrio, una mujer de luz terrible con la cual no se puede convivir y sin la cual no se puede vivir. Esa vena popular continuó asimismo en Pulsera para Lucía Méndez, un divertimento espléndidamente escrito que muchos tomaron en serio, en Del templo de su cuerpo, libro de prodigiosa técnica donde sólo aparecen los sentidos no platónicos (olfato, gusto, tacto), y desde luego en Calacas, acaso su libro de despedida.

Sin embargo en Calacas la confrontación, no exenta de insultos y baldones, es ahora contra otra mujer, pero una que siempre vence, o más, avasalla: la muerte. En los poemas ya no se canta el paso melancólico del tiempo que nos lleva parsimoniosa y cruelmente a la tierra de nadie y a la casa de la noche, sino a la inminencia de la desaparición: "tin tin, están llamando ahora;/ sé quién es, tin tin, y me resisto/ a abrirle, y estoy, tin tin, abriéndole".

En Calacas hallamos al hombre de ochenta años, quien desde hacía mucho sabía, como Mimnermo, que la vejez era el "sumo mal", o como Leopardi, que pasada la juventud, la vida ya jamás tendrá el color de la luz ni de la aurora. La vejez no trae serenidad, reposo ni sabiduría, sino, por el contrario, desgracias, befas y desprecios. ¿Qué dicha puede haber, parece decirse Bonifaz a lo largo del libro, en padecer, hasta la humillación propia y ajena, arritmias, arteriosclerosis, la ceguera que invalida, la sordera que aísla, la pérdida de la memoria, las muchachas que huyen o rehuyen? Una vida así es ya como la de un muerto que asiste cada día a su propia misa de difuntos. Ni siquiera hay consuelo en el pasado: "Y no hay recurso a la memoria,/ pues son tristes todos los recuerdos."

A través de los siglos, en la poesía mexicana es común hallar la penetración reflexiva, los juegos retóricos, la resignación ante lo inevitable, la protesta contra la injusticia y el dolor por la pérdida; las fuentes de este libro, o mejor, el espíritu de este libro, en cambio, deben explorarse más en los grabados de las calaveras de Posada y en las calaveras en verso de los días de muerto. En los poemas de Bonifaz la muerte se vuelve objeto de escarnio y desafío, como si el poeta la enfrentara y le dijera: "mira, muerte, me pelas los dientes, me importa madre si llegas por estos mugres huesos o te vas en friega, y si ya estás aquí, si vienes por mí, chíngame de una vez o no la chingues". Al fin y al cabo, el poeta lo sabe, la lucha es radicalmente desigual: la lucha de la implacable y ciega destructora contra "un montón de harapos". Se han ajado cuerpo, corazón y alma: "como el heno a la mañana,/ verde, seco a la tarde, es este/ camino en tranvía sin paradas."

Es la hora del adiós, y en esa hora, lo mejor, en este gran salón de baile que es el mundo, es reírse a carcajadas y bailarse un buen danzón con la muerte, o como él le dice, a lo mexicano, la Flaca, la Pelona, la Dientona, la pobre chimuela.

En los versos de Calacas conviven la versificación aprendida en los clásicos y las letras inolvidables de la canción mexicana. Detrás de los versos, o entre ellos, lo mismo hallamos citas de Homero, de Horacio, de Garcilaso, de Quevedo o Gutiérrez Nájera, que las canciones cantadas a corazón abierto por Pedro Infante y José Alfredo Jiménez. Los poemas parecen hechos entre el cuarto de estudio y la biblioteca, la plaza del mariachi y el salón del velorio. Emblemáticamente el libro ocurre un día de muertos, y aparecen en la charola la calavera de azúcar, el pan de muerto, la llamarada breve de la flor del cempasúchil y los versos sarcásticos con clara destinación.

Quizá, dijimos, sea un libro de poemas de despedida; no lo sabemos; pero en caso que lo sea, Bonifaz deja la poesía como los toreros en una tarde de gloria, salvo una diferencia: se va gritando a lo pelado y mentando madres •


N O V E L A
EL LIMBO ES UNA CIUDAD
 

JORGE MOCH
Antonio Tenorio,
El permanente 
estado de las cosas,
Mondadori,
México, 2003.
 
El limbo es una pequeña ciudad de Italia en la que soplan por igual el Siroco ardiente y el gélido Bora. Un puerto del Adriático empujado al mar por el monolito calcáreo del Carso, que parece querer arrojar en esas aguas azulísimas a sus vecinos los hombres. Ese puerto se llama Trieste y ha sido víctima de ataques godos, vecindario de santos, cónclave de legendarias conspiraciones decimonónicas y el último destino de no pocos poetas y vestales suicidas. Allí, en Trieste, Antonio Tenorio (México, 1966) sitúa su magnífica novela El permanente estado de las cosas .

Tenorio ha escrito una novela excelente a tres voces. El permanente... narra las historias de tres mujeres de una misma familia en épocas distantes, con brechas generacionales, históricas y culturales entre sí que se vuelven abismales y sin embargo esas simas destilan enigmas que como seda de araña las une, volviéndolas una sola pregunta sin respuesta y un mismo insondable misterio. Metáfora del laberinto inextricable en que a veces terminamos convertidos los seres humanos, Trieste, con sus intrincadas callejas y plazas asimétricas es el vaso perfecto para que esos espíritus aquejados de misterio que son Felisia, Francisca y la otra Felicia (con cé) se amalgamen, aparezcan y se difuminen en la niebla que sube desde el golfo al puerto como la nostalgia sube a veces desde lo perdido.

Con artificio denodado y gran dominio del recurso narrativo, Tenorio teje fino y desarrolla en este tríptico homogéneo la micro historia de los individuos y las familias cuyas mezquindades dan lugar después a lo que pomposamente se ha llamado la forja de las naciones, desde los afanes independentistas húngaros del rocambolesco héroe de Verne, Matías Sandorf, hasta la revolución mexicana y el destino venido a menos de una familia de burgueses adinerados, clasistas y falsamente liberales, de los muchos que salieron huyendo de México en pos del notable pasajero del Ypiranga. Del exilio parisino y ese eterno mirar hacia atrás de la familia porfirista hasta el redescubrimiento de ese Trieste tan ligado a la historia de las locas de la familia Arenal, El permanente estado de las cosas es la crónica rediviva de ignífugas revelaciones que pudieron perderse sin postrer aviso entre las viejas piedras del Orto Lapidario a espaldas del Castello di San Giusto o en cualquier callejón de los muchos que seducen a Felicia, mujer moderna, libre e independiente pero inefablemente ligada al sino de las mujeres de su sangre que osaron por locuras diversas, de amor, detectivescas, accidentales o nihilistas, posar planta en Trieste para perderse y no. Para esfumarse y estar. Para permanecer.

Porque aunque desaparecen sin dejar más rastro que una resma de cartas cuidadosamente olvidadas en sótanos de viejas mansiones mexicanas o en áticos de casonas triestinas, las mujeres fantasmas de la novela de Tenorio no se van del todo, o se van apenas como una trampa para que una de sus descendientes vaya en su búsqueda y acabe por aceptar un destino similar: vagar vistas por nadie en Trieste y guardar sus terribles secretos de familia, lo que nadie quiere traer a colación en las reuniones y que todos callan y prefieren mirar a otro lado, desviar la conversación, olvidar que sucedió.

Tenorio escribe en contrapunto y procura confundir al lector en el laberinto de las callejas de Trieste que son las vidas de sus heroínas con pistas epistolares: las cartas de Felisia a su Nona constituyen una pesquisa sobre la vida de Francisca para terminar como inopinada herencia de Felicia a la vuelta de un siglo, con el xx palideciendo ya ante el fasto de la entrada a un nuevo milenio y sin embargo Trieste, y el espíritu humano, la esencia de esas mujeres, su condición de depositarias en el trastierro de un secreto terrible cada una, siguen inmutables. A lo largo de las muchas narraciones que en la novela son una sola, Antonio Tenorio parece darse a sí mismo respuesta a la pregunta que no hace mucho formuló en un ensayo sobre la obra de Juan Rulfo (Pedro Páramo, la vida... in memoriam, publicado en el núm. 22 de la revista Fractal, julio-septiembre de 2001): "El mediodía. El medio camino. Lo que comienza siempre está a la mitad. ¿Acaso porque la única forma en la que el mundo puede ocurrir es en la memoria del futuro?". Y por cierto que al menos dos de esas mujeres pensadas (¿amadas, recreadas, anheladas?) por Tenorio algo tienen de Pedro Páramo y su sentimiento de permanente inaccesibilidad, de continuo desasimiento.

Con lenguaje elegante y un manejo exacto del ritmo narrativo, Antonio Tenorio devela un poco la gasa, la neblina triestina que envuelve esos corazones atribulados y arroja un poco de luz al misterio de la psique humana. Y de paso regala amenas lecciones de arquitectura, de arte y de historia. Quién hubiera dicho que el limbo es un lugar con tanta sustancia •


E N S A Y O
RENACIMIENTO ITALIANO Y RENACIMIENTO ESPAÑOL
 

FEDERICO ÁLVAREZ
Ensayos sobre el 
Renacimiento italiano,
Annunziata Rossi,
UNAM,
México, 2003.
Si uno se pone a buscar a lo largo de toda la historia de la Humanidad un periodo histórico que pueda compararse en importancia (grandeza, brillantez, capacidad irradiante e innovadora, y universalidad de talentos) con el Renacimiento italiano, es seguro que fracasa. El Siglo de Pericles, el Siglo de Augusto, el siglo de la Ilustración, no logran superar la enorme riqueza histórica de los dos siglos del Renacimiento italiano.

Los diez ensayos del libro de Annunziata Rossi llevan naturalmente a la comparación con la cultura española: la relación del Renacimiento con el medievo en uno y otro país, el presagio italiano del "descubrimiento" de América (consumado casualmente por España), el humanismo renacentista italiano, su pintura. Y el estudio de grandes figuras (Maquiavelo, Botticelli) y de otras menores pero muy interesantes (Pulci, Bandello).

Pedro Henríquez Ureña pasaba revista a la polémica sobre si España había tenido o no Renacimiento, e influido con toda seguridad por Menéndez Pelayo, respondía afirmativamente e incluso ponía énfasis en su brillantez. Los argumentos (como los de don Marcelino a propósito de la ciencia española de aquella época) no me resultaron convincentes y, muchos años después, al conocer el libro de Burckhardt sobre el Renacimiento italiano, me parecieron superficiales y descaminados.

Otros han hablado del "fugaz Renacimiento español" y, en verdad, aunque tuvo precoz aparición en el "cuatrocientos" y perduró en la vida de Cervantes, contó con pocos pero valientes abanderados: el cardenal Cisneros (con algunas veleidades), los hermanos Valdés, Jun Luis Vives, fray Luis de León, Nebrija, Cervantes y algunos erasmistas que lograron sobreponerse por poco tiempo a la intolerancia del escolasticismo español prevaleciente.

Todo lo que en Italia fue tolerancia y apertura (sin que puedan ignorarse no pocas ambigüedades), fue cada vez más, en España, intolerancia y represión. La figura política del Renacimiento español tendría acaso que ser Fernando vi de Aragón (al que admira Maquiavelo como modelo, en parte, para su utópico príncipe italiano). En realidad, el casamiento de Isabel y Fernando, y el final de la Reconquista con la toma de Granada a los moros, propiciaron una coyuntura excepcional para que cristalizara un Estado absoluto que había de dejar muy poco espacio para que en la península se produjera un consistente Renacimiento de la cultura clásica. El establecimiento de la Santa Hermandad, del Santo Oficio y de la Inquisición cerraron en España las vías de la modernidad que se abría en aquellos mismos años en otros países europeos. La expulsión posterior de los judíos y luego de los moriscos fue el colofón que ponía fin al Renacimiento español después de su vida precaria.

Se ha discutido mucho sobre las causas internas de ese fracaso del Renacimiento español. Pueden encontrarse, por un lado, en la secuencia, en el mismo año de 1492, del fin de la reconquista contra los árabes y del inicio de la conquista de las Indias; y, por otro, en el triunfo de la política "americanista" castellana de Isabel, sobre la política "mediterránea" aragonesa de Fernando. No es un hecho casual que Maquiavelo se fijara en Fernando de Aragón para redactar su príncipe, ni que el proyecto castellano, misioneísta y de saqueo americano, acabara por ahogar en ciernes cualquier alternativa española medianamente heterodoxa. Cuando Carlos i, hijo de doña Juana y nieto de los Reyes Católicos, vence a los comuneros de Castilla en la campa de Villalar (23 de abril de 1521: año también de la caída de la gran Tenochtitlan), cristaliza el absolutismo peninsular y disuelve en la práctica, a pesar del supuesto erasmismo soterrado del emperador, cualquier posible herencia realmente renacentista.

Todos los historiadores y estudiosos del Renacimiento –empezando nada menos que por el admirable Francesco de Sanctis– han dado la razón en el debate Giucciardini-Maquiavelo, al progresista Maquiavelo (muerto en 1527) sobre el conservador Giucciardini (muerto en 1540). ¿En qué consistía aquel debate? Maquiavelo, avergonzado, irritado, humillado, por los constantes atropellos de las ya sólidas potencias europeas mediterráneas, Francia y España, que entraban a saco en Italia, impunemente, cada vez que lo creían oportuno, quería que apareciera por algún lado un príncipe italiano poderoso, inteligente, virtuoso (en el sentido de la vieja virtú –fuerza– de la república romana) que uniera con decisión absoluta los pedazos rotos de Italia y la convirtiera en una potencia. Por su parte, Giucciardini, enemigo del papa pero servidor del papa, veía con disgusto esa perspectiva absolutista y defendía lo particolare, las circunstancias peculiares de las diversas repúblicas o señoríos italianos. No apareció por parte alguna el príncipe soñado de Maquiavelo y triunfó el statu quo de Giucciardini y la prosecución vigorosa del Renacimiento en su etapa final, el cinquecento, en medio de grandes desastres políticos. No es casual que, como dice Annunziata Rossi, el Renacimiento haya sido considerado por los líderes intelectuales italianos del Risorgimento decimonónico como una etapa lamentable, aunque Burkhardt llamara a los italianos renacentistas "los hijos primogénitos de Europa". Renacimiento vs. Risorgimento; Giucciardini vs. Maquiavelo. En el centro polémico, la idea de patria.

La derrota de los comuneros castellanos en Villalar es un acontecimiento que, curiosamente, da solución drástica en España al largo diferendo italiano entre Maquiavelo y Giucciardini sobre la oportunidad de la creación de un Estado moderno unificado en la península italiana. Maquiavelo, de ideas modernizadoras, soñador de una sola patria italiana, pretendía justamente la unidad, bajo la férula de un príncipe ilustrado todopoderoso, de todas las repúblicas y señoríos semiburgueses y semifeudales de la península (incluyendo a un Estado Vaticano laico). Giucciardini, pensador conservador, pero historiador nada utópico, prefería que las cosas siguieran como estaban y rechazaba con cierto espanto la idea de un príncipe unificador de la "grandeza italiana".

En España, los comuneros derrotados y decapitados en Villalar representaban, hasta cierto punto, la concepción de Giucciardini: el desarrollo "republicano" y autonomista y el aburguesamiento de las viejas comunidades medievales. Carlos i era, salvando todo lo salvable, la imagen soñada por Maquiavelo del príncipe creador de una monarquía descollante entre todas las de Europa, descabezando toda veleidad particularista, localista, secesionista. Italia era, por el contrario, la imagen del predominio de lo particolare.

Los dos países mediterráneos siguieron sendas opuestas: de un lado el Renacimiento floreciente de las repúblicas italianas desunidas y en permanente crisis política (pero con creciente desarrollo comercial y cultural); y del otro, la derrota de las comunidades castellanas y el establecimiento del todopoderoso Estado español.

Siempre se ha dicho –lo recuerda Rossi– que Maquiavelo tenía razón sobre Giucciardini. Es la razón de una perspectiva ideal, no plasmada, sobre la crisis de una realidad histórica concreta. También recuerda Annunziata la definición de Gramsci sobre El príncipe: "es un manifiesto político". En España, sin embargo, no creo que pueda decirse que la idea de Maquiavelo coincidiera con la razón histórica. Príncipe lo hubo y, con él, los pródromos de una decadencia por nadie discutida. Y las consecuencias, al cabo de casi cinco siglos, parecen zanjar la cuestión: Italia no tiene un serio problema de irredentismo interior y su unidad no es cuestionada; España, por el contrario, al cabo de esos cinco siglos de monarquía absoluta, seguidos –tras un interregno de ocho años de república– por cuarenta años de absolutismo franquista, se debate en un conflicto interno de autonomismos que aspiran a la soberanía y que ponen en tela de juicio la existencia misma de la supuesta "nación española". Los jefes comuneros derrotados en Villalar (Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado), decapitados el 23 de abril de 1521, y los estatutos republicanos de Euskadi, Cataluña y Galicia de 1936, descabezados igualmente a manos del absolutismo franquista, renacen hoy con fuerza. No hubo Renacimiento español o no pudo revalidar sus méritos fugaces en la aurora de una modernidad que no lo fue para España. Bien caro lo pagó y aún lo está pagando. ¿Y no podríamos decir que América Latina no salió indemne de esa fatal condición histórica que la vio aherrojada, como el resto de la península, a los poderes absolutos nacidos del sofocamiento de la modernidad? Lo particolare acabó apareciendo con fuerza durante las guerras de independencia americanas, y la posibilidad de unidad bolivariana (que podría, salvando lo salvable, emparentarse con la idea maquiaveliana) quedó irremediablemente truncada. Entre otros factores, habría que cargárselo a la cuenta del absolutismo español. Rota la cincha, la dispersión era inevitable.

¿Tenía razón Giucciardini sobre Maquiavelo? Tal vez el ejemplo de España no sea suficiente para dársela. Y, por otro lado, no hay duda de que la teoría moderna del Estado nace con Maquiavelo. "Con Maquiavelo –dice Rossi– se inicia la historia del pensamiento político moderno... El príncipe funda la nueva ciencia política." Maquiavelo, moderno; Giucciardini, a toro pasado, ¿posmoderno? Totalidad vs. fragmento. Lyotard gritaba hace unos años: "¡Guerra al todo!" Pero Attali rezongaba: "Creímos morir de totalidad y he aquí que vamos a morir de desmigajamiento." Es el gran problema de nuestro tiempo. Del Renacimiento al siglo xxi: cinco siglos sin zanjarlo.

Annunziata Rossi introduce otros elementos que enriquecen su reflexión y que, desgraciadamente, no podemos abarcar aquí. El del cosmopolitismo, por ejemplo, término al que hay que ir quitando toda reverberación peyorativa. Annunziata apunta "una peculiaridad ostensible de la cultura italiana": "una función cosmopolita y no nacional, europea y no italiana". Pintores florentinos, marinos genoveses, comerciantes venecianos... Lo italiano no parece unirlos. Es la herencia del universalismo, primero romano y luego cristiano, indica Rossi. Cosmopolitismo de florentinos, genoveses, venecianos...: cosmopolitismo, paradójicamente, de lo particular. ¿Estará en esa paradoja la solución a problema tan viejo y, no obstante, tan actual en todo el mundo? •

Nota: La autora advierte que, entre otros, hay un error fundamental en la edición de su libro: en la página 45, donde dice: "a la inmanencia medieval..." debe decir: "a la trascendencia medieval".