La Jornada Semanal,  21 de diciembre  del 2003        459
EN S A Y O
PARA LEER A BORGES

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Myrta Sessarego,
Borges y el laberinto,
Conaculta,
México, 2003.

Cuando Hispanoamérica descubrió, poco después de 1960, que poseía un escritor llamado Jorge Luis Borges, cuya obra era moneda de unos cuantos, y que ese conocimiento tuvo que producirse mediante el Premio Formentor, un reconocimiento europeo, se inició una larga discusión en torno a su trabajo literario, a veces desde la gratitud de los colegas (Cortázar, Arreola, Monterroso, Pacheco, Elizondo, Calvino, Eco, Derrida), a veces desde la curiosidad de los críticos (Barrenechea, Genette, Jurado, Rodríguez Monegal) y, desde luego, a través de la simple opinión de los lectores: que si es un escritor para escritores, que si era muy bueno pero fascista (horresco referens!), que si era buen narrador pero mal poeta, o que si Ficciones es su único libro meritorio. Ya en la vena de la facilidad, no faltaron los escritores que, escudándose en simplificaciones ideológicas, decidieron descalificar a Borges mediante patéticas discusiones (Collazos, Benedetti), o quienes, como el último Paz, en su ensayo "El arco, la flecha y el blanco", trató de reducir a Borges a la mera condición de un buen estilista sin ideas y a tacharlo de poeta poco moderno. Lo que esta breve muestra ofrece es la imagen de un autor "desconocido" que, repentinamente, salta a la publicidad y al lugar común, al estado de referencia obligada para redefinir el artepurismo, el arte comprometido, la deshumanización del arte o la postmodernidad. Después de 1960 se hizo más fácil que en Hispanoamérica no sólo hubiera quienes enfermaran "de runa y David Hume", sino también quienes fatigaran las páginas y condescendieran a la estupidez.

Las ideas de Borges sobre el acto de escribir se explican desde sus propios textos, lo que significa partir de una tautología que, en realidad, niega la apariencia de oscuridad que tanto aterra a muchos de sus presuntos lectores: Borges se explica siempre a sí mismo, su obra es autorreferente a fuerza de la capacidad de entrecruzamientos que la llenan, de tal manera que la erudición de un poema se explica en un ensayo, o la propuesta de un ensayo se desarrolla en un cuento, o el cuento supone la idea de un poema. Así, por ejemplo, a un lector de Borges no debería sorprenderle que el octogésimo verso del "Otro poema de los dones", Por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce, se explique en "La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga", en "Avatares de la tortuga", indirectamente en "Kafka y sus precursores" y, sorprendentemente, porque declara qué es el mapa de Royce, en "Magias parciales del Quijote": Borges nos dice que se trata de dos simétricas paradojas: una sobre el tiempo y otra sobre el espacio. Lo vertiginoso ocurre cuando presentimos que "Magias parciales del Quijote" augura la explicación de poemas como "Ni siquiera soy polvo", cuyos versos finales aluden a la confusión entre realidad textual y realidad objetiva discernidas por Borges en el ensayo.

Proponer la oscilación de los géneros, su práctica contaminación, vale como creer que no hay formas fijas para expresar las cosas, que los géneros son, en todo caso, variantes de énfasis y tono y estructura para hablar de casi los mismos problemas. Proponer la cancelación de la novela para privilegiar el cuento, supone una relación complementaria con la idea anterior: el escritor contemporáneo debería tener la aguda conciencia de que ya no se puede constreñir la realidad a los límites de una novela, de que la aspiración totalizadora que produjo novelas, sinfonías y sistemas filosóficos es meritoria, pero ingenua. Al escritor contemporáneo sólo le queda la posibilidad de asomarse al mundo y explicarlo fragmentariamente o, mejor, dudarlo totalmente, ya que el artista no ofrece explicaciones sino preguntas. Con esos fragmentos, lo que se puede intentar es una aproximación; también por eso Borges recomendaba entrar a saco en toda la historia de la cultura como patrimonio del intelectual hispanoamericano: ante la falta de una tradición, crearse una que las sume a todas: el mestizaje y el eclecticismo como alternativa.

Este preámbulo ha surgido de la lectura de Borges y el laberinto, de Myrta Sessarego. Confieso que la primera vez que leí a Borges, en los años setenta, no entendí nada. Percibía las palabras pero muchas referencias me dejaban fuera y su refinadísimo estilo me parecía asombroso y la experiencia resultante se traducía en mi aniquilación como lector. Casi puedo decir como él, cuando se refirió a su primera lectura de Kafka: "la maravilla pasó junto a mí y no me di cuenta". Durante esos años hubiera agradecido la lectura de Borges y el laberinto, brevísimo libro que condensa los temas y la biografía del escritor argentino, y conduce a buenos puertos a sus lectores. Hacia 1976, los únicos ensayos reveladores sobre Borges, en México, los había escrito José Emilio Pacheco, aunque hubiera borgeanófilos como Arreola y Monterroso; hacia 1976, los nombres de Xul Solar y Macedonio Fernández resultaban referencias para iniciados, no digamos los temas, las lecturas y las intertextualidades abordadas por Borges. Hace treinta años hubiera sido feliz y documentado de haber leído el libro de Sessarego, pero percibo que esa hipotética felicidad se puede cumplir ahora en lectores poco familiarizados con el escritor argentino.

A los clásicos les ocurre que se les conoce de oídas, sin necesidad de haberlos leído: sabemos de Edipo, Don Quijote, Sor Juana, Kafka y Borges como si hubieran nacido con nosotros. Borges y el laberinto, entremezclando la biografía con citas del autor, bajo una cuidadosa selección de los temas borgeanos, es un riguroso mapa donde se trazan los caminos esenciales del país de un ciego que edificó un laberinto donde sus lectores nos perdemos y encontramos. Debe haber sido difícil la elaboración de este ensayo sobre Borges, por sus simetrías y precisiones, por las referencias y la compulsa de fuentes biobliográficas, pero el resultado es feliz: revela el amor de la autora por su objeto de estudio y contamina con ese sentimiento a los lectores, pues invita a la lectura y a renovadas relecturas de Borges •


N O V E L A
VIVIR PARA CONTAR

LEONARDO IGLESIAS

Cristian Alarcón,
Cuando me muera
quiero que me 
toquen cumbia. 
Vidas de pibes chorros,
Norma, Colombia, 2003.

 "No disparen, me entrego", dicen que alcanzó gritar Víctor. Fue casi un pedido de clemencia. Luego la balacera policial que atravesó la villa San Francisco. El que reproduce el ruego es Luis, amigo y socio de las tropelías hasta aquel 6 de febrero de 1999, cuando el sargento Héctor Eusebio Sosa decidió fusilar la vida de Víctor Manuel "el Frente" Vital. Tenía diecisiete años y según los testimonios recogidos, era una especie de Robin Hood que alternaba la distribución de lo robado entre las personas más necesitadas con el derroche y la ostentación, características emblemáticas de la década menemista. Pero ese verano comenzaría otra historia: la del mito salvador de los "pibes chorros". Y de eso trata el excelente trabajo de Cristian Alarcón.

Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, es también un relato social sobre los chicos que padecen y continúan la misma métrica delictiva de "el Frente". Un non fiction desgarrador. Por algunos instantes asfixiante. Cercano a Operación masacre, de Rodolfo Walsh y A sangre fría, de Truman Capote. Despojada de juicios y posturas ejemplificadoras. Pero a diferencia de estos dos últimos, escrito en primera persona. Un tiempo verbal que concede la posibilidad de registrar los acontecimientos inmediatos. A través de una línea muy delgada que no distingue entre el hoy y el mañana y que, ajena a la complicidad, permite reconocer el escenario y las personas desde el propio terreno y la propia cotidianidad. Vivir para contar, ese parece ser el objetivo del autor. Al punto, en una de las incursiones en la villa, de exponer su cuerpo y el del fotógrafo Alfredo Srur en un enfrentamiento entre bandas. O la vez en que los papeles protagónicos de periodista-entrevistado volvieron a ser los de ladrón-víctima y Alarcón se vio envuelto en un simulacro.

La muerte a un salto. La que asoma todos los días. La misma que, embotada en los Escuadrones de la Muerte que operaba en la Zona Norte de la Provincia de Buenos Aires, Alarcón descubrió un día mientras trabajaba en la sección Sociedad del diario Página 12 y que más tarde, a través de la abogada de la Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial Institucional) María del Carmen Verdú, lo llevaría a la historia de "el Frente". "El odio a la policía es quizás el más fuerte lazo de identidad entre los chicos dedicados al robo. No hay pibe chorro que no tenga un caído bajo la metralla policial en su historia de pérdidas y humillaciones." El libro resulta revelador en este sentido. Porque identifica un accionar policial asociado al exterminio y a las vendettas contra los "pibes chorros", al tiempo que devela una trama vestida de contradicciones donde la pugna por la dominación y la sumisión está en la ruta de los márgenes tanto como en el aparato policial-estatal.

El libro de Alarcón es uno de los trabajos más brillantes y crudos de los últimos años en el periodismo argentino, que superficialmente puede leerse en tres planos: la vida de "el Frente", el accionar de la policía y el santo de la desesperación, pero que posee un subtexto mucho más imbricado y complejo y que está en íntima relación con la ausencia de políticas estructurales, devenidas siempre en proyectos asistencialistas y con la presencia de una policía cuyos resabios dictatoriales aún no ha podido despintar. La vida y muerte de "el Frente" es, a su vez, la vida y muerte de todos aquellos chicos que se juegan el destino con una .38 en la espalda y que cada tanto suelen repetir "no disparen, me entrego", aunque no siempre sea cierto. Y luego que suene cumbia •


C U E N T O
DE TRENES Y VIAJES

HUMBERTO PÉREZ MORTERA

Mónica Lavín,
Uno no sabe,
Plaza y Janés,
México, 2003.

A Mónica Lavín le gustan los trenes. Lo sé porque fui su alumno en la escuela de escritores de la sogem y alguna vez tuvimos la oportunidad de platicar al respecto. Sin embargo me cuesta trabajo recordar el porqué de su gusto por los trenes. Podrían ser varias las razones. Una de ellas, la nostalgia que provoca la evocación de aquellos cuerpos de metal, madera y humo, atestados de sudorosos pasajeros o de boleteros huraños que, en su impaciencia, se la pasaban amenazando a media tripulación con abandonarla a su suerte en pleno desierto si se tardaban demasiado en presentar su boleto. O quizá por el olor que despedían los hornos al quemar la madera. O quizá por el viento indómito que con fuerza descomunal saludaba el rostro de una chiquilla parada sobre los muslos de su padre. Lo más seguro es que Mónica no haya mencionado una razón definida y, por lo tanto, su gusto por los trenes se deba a la simple creencia de que no existe mejor ocasión para encontrar el par de piernas que pueden cambiar la vida de cualquiera, que ir a bordo de un tren de pasajeros. Sin embargo, también se puede decir que para Mónica todas estas razones serían sólo pretextos y lo que realmente la llevó a escribir el cuento "El muerto ajeno", situarlo en un tren de pasajeros México-Zacatecas, y publicarlo junto a otros once relatos dentro de su libro más reciente Uno no sabe, fue la simple intuición.

Es obvio suponer que si a Mónica Lavín le gustan los trenes también le fascinan los viajes. Lo difícil sería dar con el tipo de viajes en específico que le agradan. ¿Los largos? ¿Los cortos? ¿Los que nos llevan, forzados o no, a vivir en el lugar menos indicado? Gracias a Miriam Moscona nos enteramos de que a Mónica los viajes que realmente le gustan son los que lo trasforman todo, los que desaparecen geografías enteras y siembran nuevas incertidumbres.

Aparte de los viajes y los trenes sé que a Mónica le gusta la música. No me lo dijo en ninguna escuela de escritores. Ni tampoco habló de ello Miriam Moscona en ninguna presentación. Lo sé por dos razones: la primera porque construyó Ruby Tuesday no ha muerto, el libro de cuentos que le dio el premio Gilberto Owen, tomando como referencia canciones de los Rolling Stones. La segunda razón se debe a que uno de los cuentos de Uno no sabe, titulado "El día y la noche" parece haberse concebido sobre una partitura llena de sonidos y silencios, de ellos y ellas, de chicos y chicas, de muchachos y muchachas, donde la clave no es de Sol ni de Fa sino la aparición de una treceañera, llamada Elena, que prefiere fumar un cigarro que jugar a la escuelita con sus primos. Aparte de eso no sé si a Mónica le gusta Mahler o Lou Reed.

Afortunadamente Mónica no deja de lado, en Uno no sabe, algo que no sólo a ella, sino a todos nos gusta: el amor, y lo encarna en un par de almas que, mientras (des)Cruzan la plaza, nos recuerdan, por un lado, al buen Carpentier, y por el otro, que todo empieza por las manos.

Los trenes, los viajes, la música y el amor. Cuatro temáticas que, sin que nos demos cuenta, nos ponen frente a una cuentista con oficio y talento que, nos guste o no, escribe ficción que es endiabladamente buena •


N O V E L A
EL SUCESOR DE BLISSET

LEO MENDOZA

Wu Ming,
54,
Mondadori,
España, 2003.

Para comenzar habría que explicar primero que Wu Ming es la continuación del proyecto Luther Blisset que no sólo era el nombre de un jugador jamaquino de futbol que militó brevemente en el Milan A. C. sino una de las propuestas artísticas más radicales de los noventa: un seudónimo a cuyo amparo se podían realizar todo tipo de acciones estéticas o políticas. Así fue como Luther Blisset –quien sólo vivió cinco años– se convirtió en el autor de una novela (Q, editada también por Mondadori) en torno a las guerras de religión que sucedieron a la reforma luterana y que, narrada desde la experiencia misma de la base de esos movimientos, tenía muchos paralelismos con el mundo actual. Pero Blisset era mucho más que eso: difundía rumores, nuevas leyendas, libros falsos que los editores de periódicos utilizaban y disfrutaban aun cuando no sabían quiénes eran sus autores. Y por si fuera poco Blisset –al igual que Wu Ming– era un practicante convencido del copyflet, un sistema que permite la libre reproducción de los libros sin fines comerciales y mediante el cual "se defiende nuestro trabajo y el trabajo del editor y, al mismo tiempo, la libertad de los lectores de disfrutar y manipular lo que nosotros escribimos". Hoy mismo, si usted entra a la página de la Fundación Wu Ming –www.wumingfoundation.com– puede "bajar" los libros publicados por el colectivo.

En 1999, Luther Blisset –de la mano de Roberto Bui, Giovanni Cattabriga, Luca Di Meo y Federico Guglielmi, alguno de ellos mono blanco durante la caravana zapatista– se transformó en Wu Ming, vocablo que en mandarín quiere decir "sin nombre" y que se plantea como un laboratorio de diseño literario a la par que una empresa política autónoma interesada en las "historias de conflictos tejidos en los telares del epos y de la mitopoiesis, que adopten los mecanismos, estilos y maneras propios de la narrativa de género, de las películas biográficas, de los artículos militantes o de la microhistoria".

Precisamente, la más reciente novela de Wu Ming, 54, cumple a carta cabal con los postulados del grupo: se trata de una especie de thriller inmerso en un momento fundamental de la historia italiana y del mundo toda vez que en Vietnam las tropas franceses habían sido derrotadas en Dien Bien Phu y Estados Unidos amenazaba con intervenir en el sudeste asiático, mientras que se encargaban de cargarse a la frágil democracia guatemalteca a la par que en Italia y Yugoslavia se disputaban el dominio sobre Trieste. Pero bajo ese telón de fondo, múltiples historias se dan cita y nos encontramos con los nuevos mitos y dioses hollywoodenses, la irrupción pública de la mafia, el espionaje de las superpotencias, el nacimiento de James Bond, las películas de Alfred Hitchcock y la irrupción de la televisión. Bajo la aparente calma de 1954 los integrantes de Wu Ming describen las tensas corrientes que marcaban en ese momento el destino del mundo.

Una de las muchas narraciones que se entrelazan en la novela con una exactitud sorprendente es la de un televisior McGuffin Electric que, además de ser un guiño, sirve para desarrollar ese coro masivo en el que nadie es protagonista –aunque, si se quiere, el papel puede ser ocupado por la historia de Pierre y su padre, militante comunista que un buen día se queda a luchar con las milicias de Tito durante la segunda guerra mundial y por azares del destino terminan en México, por aquel entonces tierra de asilo.

En 54 confluyen infinidad de voces, lo mismo los viejos comunistas del bar Aurora –nombre significativo, por cierto– que los miembros de la resistencia que devinieron contrabandistas o la vida de Cary Grant y la persecución macarthista o la historia de Frances Farmer y su dmeolición por parte del sistema; la resistencia en Yugoslavia, el contrabando de droga y los negocios sucios del gran capo Lucky Luciano a quien uno de sus lugartenientes intenta traicionar, además de un par de espías anarquistas –que emulan a los personajes de Beckett– contratados por los servicios secretos soviéticos para seguir la huella del depuesto emperador vietnamita.

54 es una historia que sólo podría haber sido escrita por el laboratorio Wu Ming: las pequeñas historias, las cotidianas, amorosas incluso, están presentes como parte integral de la gran historia. Aquello que los libros de texto han olvidado, buena parte de la mitología que conformó al siglo xx y al que comienza, está presente en la novela. El universo del mito, del símbolo, del gesto, todo ese mundo de imágenes que nos proporciona una certeza frente al rasero igualitario de estos días se encuentra presente en la obra de Wu Ming. En resumidas cuentas, se trata de recuperar la historia y contarla para todos. Jugar con los iconos más visibles de lo que ha conformado la cultura de masas: así, Cary Grant emprende un viaje a Yugoslavia –invitado por los servicios secretos británicos– para entrevistarse con Tito –quien es su admirador– con el fin de preparar la realización de una película acerca de la Quinta Ofensiva, que fue quizá el momento más glorioso de la resistencia contra los nazis en Yugoslavia, pero esa es sólo una de las múltiples narraciones que, con el telón de la guerra fría como fondo, teje Wu Ming en 54 •


E N S A Y O
LA ARBOLEDA DE LAS PALABRAS

IVÁN RÍOS GASCÓN

Ricardo Yáñez,
El alfabeto en la neblina,
Secretaría de Cultura de Jalisco,
México, 2003.
El alfabeto en la neblina, selección, antología o colección de los textos periodísticos de Ricardo Yáñez en las columnas "El eco y la sombra" de La Jornada, y "Salón Archeus" de Público, es un apacible itinerario por la arboleda de las palabras, que Yáñez explora minuciosamente para hallar, quizás, el sentido exacto de la condición humana, porque él es un escritor obsesivo y acucioso que evoca el infinito potencial de las imágenes que circundan las voces y los signos, la memoria, el caos, los desastres y las fábulas del sueño de la lengua, por el que desfilan la siluetas de múltiples artistas que han dejado un eco en la conciencia de su obra.

Yáñez delibera acerca de los tópicos de la fe y de la incertidumbre: la mirada, el diario íntimo, la boca de un alter ego ante la hoja en blanco, la magia o la hechicería del genio, la identidad y la extrañeza, la historia personal y la vida ajena e, inclusive, el silencio como una forma de fuga o de inmolación individual. El alfabeto en la neblina es también una bitácora de vuelo que contiene las experiencias de Ricardo Yáñez como guía y tutor del taller de creación poética que imparte, y ese repaso obligatorio sobre inspiraciones colectivas circunscribe los puntos en común de la voluntad creadora, una peculiar obstinación que lo lleva a anotar estas ideas: "Las palabras que al cuerpo llegan de otros cuerpos provienen y a ellos asimismo de otros cuerpos llegaron, pero ¿cuándo nacieron? No lo sé. Imagino dónde: en un cuerpo, de un cuerpo. Imagino que cuando un cuerpo se descubrió siendo dicho por ellas, diciéndose al decirlas; cuando un cuerpo entendió que poseía esa unidad de cuerpo y habla, palabras, lenguaje y supondré realidad –que lenguaje sin cuerpo no es lenguaje, que cuerpo sin lenguaje no es en realidad del todo cuerpo."

Las líneas anteriores muestran los hallazgos de un poeta que, a lo largo de su obra, ha buscado afanosamente los rescoldos de una piel de euforia, de nostalgia y languidez; una piel que habla por y de sí misma, y para el otro: la poética de Yáñez se ocupa de los espacios de silencio de la vida mostrada, la emoción que se demuestra y la existencia que resiste a enmudecer, pues la poesía es, acaso, un óleo donde el tiempo se decanta en un instante fértil, un soplo fortuito.

Lenguaje como parapeto, como salida de emergencia; lenguaje que se enuncia en el aire de sí mismo; lengua caída en la conjunción de la fantasía y la irrealidad, son los hilos conductores de El alfabeto en la neblina, un volumen que transita de la abstracción verbal a la elisión lingüística, del aforismo al relato breve y, asimismo, del tumulto a la esperanza en la hagiografía creadora del artista, sólo para que el lector prosiga su trayecto en la opacidad sensible de una contemplación que nunca acaba.

De esta manera, Yáñez prefigura los principios para una teoría de lo poético, a través de la aparente finitud del presente postergado: "Del reconocimiento de que todo lenguaje es insuficiente es que la poesía nace. De la asunción de la distancia entre lo que digo y lo que te dices digo (y ese tú y ese yo pueden ser el creador mismo) nace la zona de inseguridad que llamamos poema. La realidad no es real hasta que nombrada, pero al nombrarla limitamos de tal modo su condición de realidad profunda que de alguna manera se superficializa su sentido. La poesía se percata de ello y propone desnombrar, opacar la certeza del lenguaje para encontrar su sensación de incertidumbre, sensación, esa sí, que nos realiza." Y con esta evidencia, Yáñez coincide con R.M. Rilke, cuando escribió: "Lo porvenir está fijo, somos nosotros quienes estamos en movimiento eternamente en el espacio infinito." •


E N S A Y O
ACERCA DEL MOLE DE GUAJOLOTE

ANA PAYÁN

Evodio Escalante,
Elevación y caída del estridentismo,
Ediciones Sin Nombre/ Conaculta,
México, 2003.
La colección La Centena se ha dedicado a recuperar obras significativas como La jaula de la melancolía, de Roger Bartra, Nueve de los treinta, de Adolfo Castañón, Toda suerte de libros paganos, de Christopher Domínguez Michael, Las primeras voces de Octavio Paz, de Anthony Santón, entre otras. A ella pertenece Elevación y caída del estridentismo.

Escalante nos acerca a la trayectoria que dentro de la crítica literaria en México ha tenido este grupo, haciendo mención de algo que es interesante rescatar: "La unanimidad de la crítica mexicana para denostar al objeto estridentista, esto es, para excluirlo de la escena literaria y para negarle incluso su pertenencia al movimiento de vanguardia, es sin duda el resultado discursivo, todavía perdurable, de una tradición filológica conservadora y hasta reaccionaria, y por lo mismo alérgica a la noción de cambio, y de un añejo conflicto que enfrentó a los miembros de una misma generación y que los enfrascó en una lucha por la hegemonía cultural desde los tempranos años veinte."

El autor parte de aquí para darnos idea de la polémica que persiste hasta nuestros días, por reciclar en conflicto histórico a los estridetistas. Es así como de los discursos que a este tema se han referido cuatro críticos literarios mexicanos contemporáneos: Antonio Alatorre, Carlos Monsiváis, José Joaquín Blanco y Vicente Quirarte, nos documenta hacia la interrogante: ¿de dónde proviene condena tan tajante hacia el estridentismo?, ¿hasta qué punto los estridentistas fueron responsables de tal marginación?.

El autor revela a detalle el mecanismo de autoexclusión por el que los estridentistas sucumbieron a sí mismos. Sin embargo, tras revisar la vanguardia de la época, la situación social, y las obras de los autores estridentistas, Escalante propone que se intente valorar a dicho movimiento desde la concepción de Heidegger: "El ‘progreso’ del espíritu, que se realiza en la historia, lleva en sí ‘un principio de exclusión’. Pero esta exclusión no equivale a una amputación de lo excluido, sino a su superación."

Así, Maples Arce es citado y analizados algunos de sus poemas, como también de manera concisa, su obra. De List Arzubide, Aguillón Guzmán, Salvador Gallardo, Xavier Icaza y Arqueles Vela, el autor nos señala la estética, el pensamiento y la tradición que con obras como La señorita etcétera o Panchito chapopote, El movimiento estridentista y El café de nadie, prueba que el estridentista no es sólo un movimiento estrictamente literario, sino también un movimiento que disminuye a fuerza de su retórica socializante poco congruente dado su apego institucional.

Este libro, breve y preciso, es un rescate de este movimiento, finamente documentado por obras de Torres Bodet, Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Guillermo Sheridan, José Joaquín Blanco, Luis Mario Schneider, Katharina Niemeyer, entre otros, y analizado por su autor.

Sorprende la transparencia con que Escalante trata los errores intelectuales y políticos de este grupo estridentista con el peso de la gravedad moral que conllevan. El autor contribuye a la reflexión de la tradición literaria mexicana, para enfrentarnos a la realidad que, sin duda, su crítica plagada de imaginación y simpatía, hace de este libro un estudio disfrutable •