Jornada Semanal, domingo 21  de diciembre  de 2003            núm. 459

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

KAFKAHUAMILPA

Se ha dicho de Franz Kafka que, si viviera en México, su obra sería considerada como costumbrista por los críticos literarios locales, lo cual no parece incorrecto a la luz de burocracias, corruptelas e ignorancias que tejen laberintos de pesadilla alrededor de cualquier ciudadano, si no fuera porque esa afirmación olvida que han existido otros autores que también se han dado a la tarea de pintar sus entornos con paletadas poco complacientes: es el caso de Jonathan Swift y su Una modesta proposición…, obra en la que reflexiona acerca de soluciones para el problema de la densidad demográfica en Irlanda, como la de comerse a niños debidamente aderezados; es el caso de los Sueños, de Quevedo, intelectual reaccionario cuyo horror ante la decadencia del Imperio español lo llevó a señalar de manera sardónica los vicios sociales del siglo xvii, de manera mucho menos poética y nostálgica que en su célebre soneto "Miré los muros de la patria mía…"; es, también, el caso de Voltaire, cuyo Cándido resulta una permanente denostación del optimismo de Leibniz, a expensas de un personaje cuyo optimismo se ve constantemente sitiado y contradicho por los demás seres humanos y la realidad (de manera más incisiva, me parece, que en la Justine, de Sade).

¿Por qué el novelista praguense parece más eficaz, ahora, para describir esas situaciones calificadas como "kafkianas"? En principio, porque sus obras no pretenden erigirse en discursos morales, ni en lecciones ejemplares, ni surgen del deseo de refutar las ideas o el pensamiento de otros: hay una gratuidad en la obra de Kafka que parece surgida de la realidad misma, de manera que Joseph K puede ser Juan-con-su-cara-de-Juan-cara-de-todos y no se percibe una sátira sino la descripción de lo posible, la certeza de que El proceso es una novela cuya aparente insensatez es una posibilidad que merodea la vida de cualquiera.

La palabra "absurdo" –cuyas connotaciones parecían más propias de un ámbito filosófico distribuido entre Kierkegaard, Jaspers y Nietzsche, antes de la aparición de la obra de Sartre y Heidegger–, adquirió una sólida consistencia en manos de Kafka (luego proseguida en el teatro del absurdo y en las novelas de Camus, Sartre y Onetti)… Lo aterrador del absurdo kafkiano radica en la lúcida precisión de sus pesadillas y en la aparente falta de causalidad de las mismas: Gregor Samsa amanece convertido en insecto porque sí: esa gratuidad o inexplicabilidad lógica del acontecimiento kafkiano es lo que otorga a su imaginación discursiva una característica moderna, traducida en la condición adjetiva de su apellido para describir cualquier realidad que, por inverosímil que parezca, es terriblemente real.

Pensar que las colindancias de Kafkahuamilpa son los océanos Atlántico y Pacífico, entre las fronteras de Estados Unidos, Guatemala y Belice, sólo ofrece la geografía de un territorio que equívocamente se llama México. De hecho, es erróneo pensar de Kafka que sería un escritor costumbrista en este país: más bien, debe reconocerse que él intuyó una nación y la pergeñó en su obra. Después, como si sus criaturas hubieran tenido la capacidad de cobrar vida y perfeccionar la imaginación del Demiurgo, los mexicanos han perseverado en profundizar las pesadillas kafkianas: que los cómplices de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez declaren que "no pasa nada", que se trata de "prostitutas" o "mujeres con pasiones arrebatadas", es sólo un escandaloso ejemplo, distinto en magnitud pero no inferior en consecuencias al hecho de que las componendas entre partidos en la Cámara de Diputados sean tan visibles que los protagonistas se pretendan cobijados por una extraña invisibilidad, o que un patrullero federal de caminos confiese que en su comandancia le ordenan entregar, antes de las tres de la tarde, quince infracciones.

La palabra perdió valor y credibilidad en Kafkahuamilpa. Las promesas de campaña se convierten en toallas de lujo; los vozarrones políticos no se arredran ante la vociferación de sandeces; negar la realidad refrenda el célebre "sentí el poder por lo redondo y cuando dije ‘demuélase’, se demolió; cuando dije ‘edifíquese’, se edificó…"; el gravamen de ventanas, puertas y uso de agujetas para obtener recursos parece asunto inane aunque se "ignore" quién será el beneficiario de las reformas fiscales. En realidad, lo peor es que en Kafkahuamilpa se cumpla el aforismo wildeano: "no hay peor esclavo que el que lame sus cadenas".