Por lo general las ciudades tienen dos semblantes: uno subterráneo y uno etéreo. Ya Italo Calvino, ese prodigioso escritor italiano, desarrolló con belleza y lucidez ésta y otras ideas en torno al hábitat del hombre (Las ciudades invisibles). Y es que la primera impresión que recibimos de una ciudad es etérea y superficial; tiene que ver con el ritmo de sus construcciones y con la melodía de los automóviles; con el vestir y el hablar del transeúnte que la hace respirar. Sin embargo, penetrando su dermis de concreto aparecen la desnudez y los motivos de su aliento. Es en los sótanos que se apartan del traqueteo donde las grandes ciudades se enorgullecen y adonde el alma dispuesta desciende buscando lo perdido. Sótano 1. En el sur de Manhattan, cerca del Village, en el cruce entre la Sexta Avenida y la calle Saint Christopher está el Bar 55, propiedad del guitarrista Mike Stern. Sumergido como muchos en un pequeño salón bajo tierra, el lugar presenta noche a noche a grandes exponentes del jazz contemporáneo. Uno de ellos es el saxofonista Dave Liebman, quien con su quinteto presenta el disco Conversation, un título ad hoc para música improvisada pero que en realidad va más allá. Se trata de una obra que exalta la madurez de sus intérpretes al obligarlos a una interacción que, en sí misma, constituye el cuerpo de temas bien definidos. Con variaciones mortales en la velocidad y exquisitas filigranas en la construcción melódica, el grupo olvida la existencia del swing y del groove a favor de mentalizaciones que golpean directamente en el estado de ánimo. Típico grupo de blancos, el experimento de Liebman apuesta al sonido y a la teoría y así sale avante.
Sótano 3. En el Midtown está el club Iridium. Tan reconocido como el Blue Note o el Village Vanguard, en su fondo no se hacen esperar las bebidas de estratosférico precio. Esta noche se festeja el cumpleaños setenta y seis del saxofonista Lee Konitz y los encargados de hacerle aire al pastel son el contrabajista Gary Peacock (bien conocido por el trío de Keith Jarrett), el baterista Paul Motian, el guitarrista Bill Frisell y, créalo o no, el cantante Elvis Costello. Sueño hecho realidad, una larga línea de gente se congela bajo cero con la confianza que da el haber hecho una reservación. Pero como pasa en todo sueño, la realidad aparece y suelta el rumor de que el grupo ha tenido una pelea durante la prueba de sonido. ¡A estas alturas de la vida! Así que no estarán ni Elvis Costello ni Paul Motian. Pero no hay tiempo de arrepentirse, lástima. Cincuenta minutos de improvisaciones libres no alcanzan a calentar los pies y, pese a la conocida maestría de los músicos, la musa de la inspiración se rehúsa a bajar al lujoso búnker subterráneo. El sonido de Peacock es terrible y Konitz se mantiene al extremo del proscenio un tanto adormilado. Frisell y un baterista desconocido el mejor descubrimiento de la decepcionante noche juegan con soltura a contarse la vida. A veces salen chispas coloridas, pero no más. Tan llena de rascacielos como está, Nueva York guarda lo mejor de sí en sus raíces, en esas cavas bulliciosas donde tantas cosas se añejan a la espera de golosos y futuros catadores. |