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México D.F. Jueves 18 de diciembre de 2003

La carga explosiva habría tenido por objetivo un convoy estadunidense, según versión de testigos

Estalla un autobús en Bagdad; mueren 17 civiles iraquíes

Tras la detención de Hussein las fuerzas invasoras han abatido al menos a 40 "insurgentes"

ROBERT FISK THE INDEPENDENT

Bagdad, 17 de diciembre. Un golpe de aire en la ventana me despierta, una explosión estremece levemente las paredes: el sonido de 17 vidas que desaparecen. Las bombas en Bagdad son como el diario latido de un corazón, y lo que viene a continuación es una especie de teatro obsceno.

explosion_bagdadMinutos después llego a un crucero. Hay un minibús destrozado y en su interior están aún los restos pulverizados de los pasajeros; un bombero grita entre los restos de un camión de carga que recibió tal impacto, que el motor quedó partido a la mitad. También hay dos automóviles que se queman; las llamas lamen las llantas de sus vehículos y algo terrible se alcanza a ver debajo de uno de los asientos de conductor. La bomba estaba en el camión de carga. Pero ¿el autobús? ¿Por qué alguien haría estallar un autobús repleto de civiles iraquíes?

Hay carne humana sobre el camino, enormes trozos de acero y metal, sandalias y bolsos de mujer regados en torno al autobús en el que varios pasajeros muertos, o lo que queda de ellos, están todavía penosamente sentados. Las esquirlas han caído en cascada sobre el barrio pobre de Al Bayaa, patética madriguera de casas de ladrillo y calles sobre las que corren las aguas negras, en las cuales se ve ahora el destello de vidrios de las ventanas rotas por el estallido.

Un grupo de soldados estadunidenses acaba de llegar; tres se aventuran a buscar el detonador entre la suciedad y el aceite regados en el camino. El sargento Joel Henshon, del batallón 11-65 de la policía militar, custodia lo que podría ser parte del mecanismo explosivo: una granada que brilla, gris y siniestra, entre el lodo que cubre la glorieta. Debe haber mil personas que gritan entre el humo y las llamas, hombres que llevan en la cabeza las típicas mascadas árabes, y muchos que visten chamarras de cuero.

Encuentro algunos policías entre los vehículos en llamas; son amigables agentes a sueldo de los estadunidenses, con pequeñas placas amarillas y uniformes azul pálido. Otro flamante camión de bomberos llega al lugar y un torrente de agua empapa lo que queda del camión y del autobús. El "nuevo Irak", al parecer, responde con eficacia a la violencia creciente.

Un policía -y esta es la otra cara de la moneda en cualquier comisaría del mundo- se me acerca e increíblemente me pregunta si me gustaría saber lo que ha descubierto. ¿Un policía de Bagdad es un buen hombre? ¿Es eso lo que tenemos que aprender ahora?

"El camión era propiedad del Ministerio del Petróleo, no llevaba tráiler y su número de registro era 5002, según descubrimos al registrar lo que queda de la cabina." Me da un adhesivo dorado que dice "Alá" de un lado y "Mohammed" del otro. Fue lo único reconocible que quedó tras el estallido. Una docena de hombres se ha reunido para observar con morbo. Hay un montón de huesos debajo del parabrisas ennegrecido, fémures y trozos de columna vertebral.

El autobús marca Mercedes venía de la provincia de Dyala, al este de Bagdad. Mi policía amigable constata esto por las placas: "número 9530", me lee de su libreta. A bordo viajaban 10 hombres y mujeres, quienes, al igual que el chofer, debieron haberse levantado al alba para su viaje de rutina a la capital.

El policía de la libreta ya ha descubierto quién es el dueño del autobús, un hombre llamado Nadji, y la identidad del conductor, un iraquí llamado Amad Jabr. En medio de la anarquía que reina en Irak, un policía cumple con su deber.

Pero con toda seguridad, quien planeó el ataque ya está en busca de otro objetivo, pues evidentemente se trató de una explosión prematura. Le pregunto al sargento Henshon si hay alguna estación de policía cercana. "La había", me responde con un hermoso acento de Alabama en este triste amanecer, "pero sufrió un atentado con bomba."

Luego, el dueño de una tienda vecina me dice que vio un convoy estadunidense circular por el camino y que el camión trataba de alcanzarlo cuando chocó con uno de los automóviles que yacían junto al autobús.

¿Sería ese el objetivo? Bagdad no produce fácilmente respuestas para semejantes preguntas. Aún no sabemos cuántos iraquíes murieron esta semana bajo el fuego estadunidense en ciudades sunitas de los alrededores de Bagdad cuando protestaban por la captura de Saddam Hussein.

Más tarde atravieso el gran desierto gris de Fallujah, repasando mentalmente mis notas, agregando nuevas muertes a las listas que me han proporcionado en hospitales locales. En total mis cuentas ascienden a 40 muertos desde la captura de Saddam Hussein. Como siempre, los estadunidenses dicen que los hombres a los que han matado son "insurgentes". Mi cálculo incluye 10 u 11 muertos en Ramadi, otros 11 en Samarra, hasta nueve en Khaldiya y cuatro en Fallujah.

Los estadunidenses dicen que fueron atacados en esta última localidad y la policía del lugar está de acuerdo. "La resistencia abrió fuego contra un vehículo estadunidense y lo incendió", me dice el capitán Taha Al Fallahi. "Los estadunidenses respondieron disparando contra la multitud: mataron a cuatro, entre ellos un niño, e hirieron a muchos otros."

En el hospital encuentro a un niño de aspecto frágil a quien su padre ayuda a subir a un automóvil. Raad Rabiah Al Joubouri, de 14 años, compraba comestibles en el mercado, por encargo de su madre, cuando los estadunidenses llegaron disparando. Ahora está sentado en la parte de atrás del vehículo, junto a su madre, ataviada con un velo negro. La pierna del niño está vendada y estirada sobre el brazo del asiento del conductor. "Yo tenía mi bicicleta. Iba a cruzar la plaza cuando vi a los estadunidenses", me dice. "Luego sentí el balazo en la pierna, sentí humedad y dolor." El chico me sonríe y su padre dice que es un niño muy valiente. Otro "insurgente" que por poco muerde el polvo.

©The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca

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