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P O L I T I C A
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México D.F. Lunes 8 de diciembre de 2003

León Bendesky

Vacío

Es necesario devolver a las palabras su significado y de manera tan precisa como sea posible. Así se podrá esclarecer la confusión política general que prevalece en el país y hacer más efectiva la gestión pública, sobre todo cuando se define el presupuesto federal para 2004.

Un término que se ha desgastado de manera notoria es "reforma". Su contenido se ha banalizado hasta hacerlo prácticamente inútil como oferta política e instrumento de gobierno. Una propuesta fiscal como la que se envió originalmente de la Presidencia al Congreso, que pretendía modificar un solo impuesto, el del valor agregado, no puede presentarse como reforma. En todo caso no es la reforma fiscal que requieren esta sociedad y el muy debilitado Estado mexicano por su fragilidad financiera.

Además de la inequidad que significa esa medida por el impacto en los grupos de la población de menores ingresos, debe comprenderse el carácter político de cualquier acción sobre los impuestos. La repercusión de los impuestos no es neutral en términos sociales.

La inequidad a la que nos referimos tiene que ser compensada con un planteamiento más general sobre las fuentes tributarias de los ingresos del gobierno. Para ello se requiere actuar sobre el impuesto a la renta, en especial en cuanto al pago de aquellos hogares de más altos ingresos y sobre la forma de recaudar del SAT.

Los impuestos son precisamente una imposición del Estado sobre los individuos y las empresas, de donde se desprende su naturaleza política. La estructura completa de los impuestos tiene que ser revisada a modo de acrecentar los ingresos del gobierno para ampliar su capacidad de gasto.

Estas dos son las partes del binomio esencial de la política pública y es claro que eso no se puede lograr con una medida parcial y en el ejercicio presupuestal de un solo año. De ahí la desmesura de llamarla "reforma fiscal" y también lo vacío de su contenido.

La reforma fiscal en México debe plantearse en términos de la definición de las necesidades de gasto para fortalecer a una sociedad castigada por el lento crecimiento crónico y las crisis recurrentes que han diezmado las finanzas públicas y distorsionado el uso de los recursos disponibles.

Para ello deben fijarse metas anuales para llegar paulatinamente y en un plazo largo, que puede ser de diez años, a más 25 por ciento de ingresos tributarios con respecto al producto (actualmente es de 11 por ciento). Esas metas tienen que ser establecidas como objetivos de una política de Estado, con compromisos políticos y legales que impidan su manipulación con los cambios de gobierno. Con una estrategia de este tipo se puede también fijar una política para el sector energético que permita ubicar correctamente a las empresas públicas, adecuar los precios de la gasolina, gas y electricidad que ahora suben cada mes e, incluso, definir los espacios para la inversión privada, pero fuera ya de un escenario de conflictos y chantajes que provienen de todas partes.

Con este tipo de consideraciones se daría, igualmente, un contenido concreto a la transición democrática por el impacto general de la fiscalidad en la distribución del ingreso y el efecto en las condiciones de vida de la población.

Una propuesta de este tipo haría comprensible la reforma fiscal para los ciudadanos y obligaría a quienes controlan las políticas en el gobierno y en los partidos a entablar un debate en serio y a abandonar los beneficios que hoy derivan de la situación vigente. No hay suficiente transparencia en la gestión fiscal y los candados que se han puesto a la asignación de los recursos son un impedimento para una reforma real.

Uno de los efectos de esta simulación y de cómo se vacían los conceptos políticos se aprecia en el PRI. El pleito interno no es una diferencia de posiciones de distintos grupos por la propuesta fiscal del gobierno. Nadie puede admitir seriamente esa explicación. Hay una abierta disputa entre fracciones, que tiene que ver, debemos pensar, con las cuotas de poder y los cargos públicos: desde gubernaturas estatales hasta la elección presidencial de 2006.

El espectáculo que está dando el PRI es indigno de gente de esa edad y contrario a lo que sus líderes, mandatarios estatales y representantes populares dicen encarnar como organización política y su relación con los intereses nacionales. Su discurso es vacío e inverosímil, muestra de una decadencia que sólo se sostiene en los resabios patrimonialistas del viejo modo de hacer política, pero que tanto acomoda a todos en el PRI, pero también en el PRD y el PAN, y que acaba en la inmovilidad del gobierno Fox.

Esa herencia es aún muy fuerte y perniciosa. No se sabe si quienes dirigen el partido han calculado las consecuencias de este pleito, que, paradójicamente, puede resultar en una ruptura favorable para crear una nueva práctica y otras costumbres en el quehacer político de México. En todo caso sería sólo el inicio que habría de desenmascarar los intereses personales de los políticos y sus vínculos con el poder económico y financiero. El PRI ya no será igual al muy debilitado partido que dejaron sus antiguos jefes, Salinas y Zedillo, pero la agonía será todavía duradera y costosa para esta sociedad.

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