Jornada Semanal,  domingo 7 de diciembre  del 2003             núm. 457


HOMENAJE A JORGE
IBARGÜENGOITIA

En Mi último suspiro, la deliciosa autobiografía de Luis Buñuel, hay un capítulo entero dedicado a sus fobias y sus aficiones. Buñuel lúcido, genial y raro, declara en ese texto que le encantaban los enanos; que los ciegos lo ponían nervioso; que no le gustaban las multitudes y que odiaba los homenajes. Vale la pena citar el párrafo completo: "Detesto mortalmente los banquetes y las entregas de premios. Con bastante frecuencia, estas recompensas han dado lugar a incidentes chuscos. En 1978, el ministro de Cultura me hizo entrega del Premio Nacional de las Artes, una soberbia medalla de oro en la que figuraba grabado mi nombre: Buñuelos." A esta pasmosa tarugada se sumó, años más tarde, un diploma que simulaba ser un pergamino en el que se agradecía al cineasta su inconmensurable aportación a la cultura mexicana, pero la palabra inconmensurable tenía una falta de ortografía.

A esas ocurrencias se añade una anécdota de naturaleza familiar: hace unos años, en Silao, Guanajuato, se develó una placa en honor a Efraín Huerta, mi suegro, hasta donde sabemos, el mejor poeta que ha dado Silao. Las palabras de homenaje en la placa fueron dispuestas en dos columnas, como los textos de los libros de la colección Sepan cuántos de Editorial Porrúa. Cuando llegó el momento de develarla y leerla, al presidente municipal no le extrañó el espacio en blanco que dividía las líneas por la mitad y lo leyó todo a renglón seguido. No se arredró, a pesar de que cuanto decía era incomprensible. Los silaoenses, me imagino, quedaron en un estado de confusión tan horrible que nadie dijo nada. Ni siquiera mis cuñadas, quienes estuvieron a punto de perder el conocimiento a causa del esfuerzo titánico que tuvieron que hacer para que sus carcajadas no despertaran a otros que se habían quedado dormidos, arrullados por la jerigonza sorprendente que salía de los labios del funcionario. Por suerte ellas estaban en la última fila y sus contorsiones no afectaron el curso de la ceremonia. Mi suegro, q.e.p.d., ha de seguir riéndose, allá en el cielo que habitan los poetas, encantado con su homenaje. Y junto a él ha de estar otro guanajuatense ilustre y divertidísimo: Jorge Ibargüengoitia. No sé por qué, ya que no lo conocí, intuyo que a Ibargüengoitia, santo patrono de Ana García Bergua, mi vecina de columna, y mío, no le hubiera gustado nada eso de los homenajes. Lo creo, porque se resiste a ser santificado, a pesar de que la canonización de los talentosos es una antiquísima y arraigada costumbre mexicana. La prueba es que, de acuerdo a la hilarante crónica que el periodista Jorge Argueta publicó en Milenio en 1999, en Guanajuato hubo un intento de homenaje a cargo de algunos funcionarios públicos –con la dosis de ampulosa rigidez que eso significa– y las cosas salieron muy al estilo de los libros del homenajeado.

Cuando las cenizas de Ibargüengoitia fueron llevadas a Guanajuato para ser enterradas en el parque General Florencio Antillón, el sacerdote que leyó la oración fúnebre, un tal padre Fonseca, dijo que "ahora que estaban ahí en el parque, a ver si no llegaba alguien y se robaba las cenizas". Agotado su discurso, anunció el fin: "es todo, los dejo. Me tengo que ir, tengo otra movida…" Todos los presentes coincidieron en afirmar que el padre Fonseca se había escapado de Cuévano.

Además, la placa tiene un error tan garrafal como el de la medalla de Buñuel, aunque menos evidente, pues en ella se lee: Aquí descansa Jorge Ibargüengoitia, en el parque de su bisabuelo que luchó contra los franceses. Eso estaría muy bien si no fuera porque el autor reveló en sus textos que su abuelo no alcanzó a pelear contra los franceses porque llegó a Puebla al día siguiente de la batalla. Con quien el general Antillón tuvo un pleitazo fue con el dueño de la hacienda de Chichimequillas cuando le ordenó entregar toda la semilla que tenía en las trojes para darle de comer a la tropa.

Pero esto, finalmente, no importa. Jorge Ibargüengoitia se merece cualquier cantidad de homenajes. Sus lectores le debemos muchísimo. Sólo un escritor de su inteligencia puede enseñar a una lectora turulata como yo a encender ese mecanismo fundamental en la vida: el engranaje que convierte la perplejidad en carcajada. Gracias a él puedo establecer esa distancia que me permite observar sin salir corriendo. Y es que ante el espectáculo de la vida en México sólo hay de dos: o reír, o llorar.