La Jornada Semanal,   domingo 7 de diciembre  del 2003        núm. 457
Leandro Arellano
urbes de papel

Postal de Bucarest

¿Qué impresiona al viajero que visita por vez primera Bucarest? Varias cosas sin duda, que cada uno aparta o recoge según sus inclinaciones. Bucarest es una ciudad de contrastes. A nosotros nos admiró el aspecto manso de la ciudad. Una ciudad reposada en donde sólo los autos de los nuevos ricos tienen prisa. Su mansedumbre emana del carácter de los bucarestinos: la apacibilidad de una sociedad rural en la que el tiempo transcurre sin apremio. Todavía los bucarestinos toman la vida con calma, transitan por las calles sin urgencia y acuden a los parques a conversar. Pero esto es sólo la superficie, porque ocultas bajo esa cara exterior, laten pasiones arraigadas que estallan con violencia de vez en vez.

Así como el temperamento de una ciudad lo define su población, la arquitectura determina su fisonomía. Como la de varias ciudades europeas, la arquitectura de Bucarest acoge varios estilos. Predomina el neoclásico, con edificios barrocos o góticos aquí y allá; pero es fácil apreciar en palacios, monumentos y residencias, líneas y detalles que recuerdan la convivencia centenaria con Bizancio y que en las costas del país empieza el Oriente. Frontera de dos mundos, asediada a través de su historia por todos los flancos, sólo hoy empieza Rumania a ubicarse en las corrientes europeas. 

En el centro de la ciudad predomina la arquitectura de origen francés, como se puede apreciar en el Palacio Real, que hoy aloja al Museo Nacional de Arte. Edificios como éste definieron en décadas pasadas que a Bucarest se le llamara el París de los Balcanes. Luego encontramos los barrios de Armeneasca, Dorobanti, Carol, Primaveri, integrados por hermosas villas que componen parte importante de la ciudad y constituyen una de las zonas más hermosas y habitables. Las calles, arboladas y caprichosas en estos rumbos, son una delicia para el peatón. En el fondo, en cúpulas y capiteles, ornamentos y columnas, el guiño bizantino, caucásico, siempre presente. 

A la zona del centro la rodean, como en capas concéntricas, bloques de conjuntos habitacionales, edificios multifamiliares que habita la mayoría bucarestina, edificios monocromáticos, compactos, sólidos -Bucarest es terreno telúrico. Entre ellos impactan, en distintos rumbos de la ciudad, los esperpentos levantados en tiempos de la dictadura de Ceaucescu. Tal es el caso de La casa del pueblo que, más que un monumento, parece un capricho goyesco. Y el free for all en los suburbios de la ciudad que son, como todos los suburbios de todas las ciudades: desordenados, variopintos, vitales. A diferencia de otras urbes del Sudeste Europeo, Bucarest vive un ensueño entre el pasado y un presente que huye de prisa. 

El clima de Bucarest, como el de todo el país, es severo. No por nada los capitanes romanos dotaban con generosidad a los legionarios que decidían establecerse en la Dacia. Desde nuestro arribo, a mediados de mayo, y hasta los primeros días de septiembre, el termómetro no cedió de los treinta grados y anduvo, más bien, cercano a los cuarenta. ¡Y nos aseguran que fue un verano benigno! Hábito o necesidad, la población no se arredra ante el rigor del estío. Por el contrario, es ocasión para el relajamiento: mantienen su trajín cotidiano, pasean y aprovechan, sobre todo las jóvenes, para exhibir los frutos de la cruza fecunda de tribus y razas a través de los siglos: dacios, romanos, tártaros, turcos, germanos, magiares, eslavos, gitanos, así como de griegos, judíos, armenios, que van y vienen conforme soplan las furias de la política.

La amenaza es que los inviernos son tan inclementes como el verano. Aunque acarreamos la experiencia de los fríos de Viena y Nueva York, nos advierten que los de Bucarest son más ingratos. Creo que Ovidio se lamentaba en Constanza menos de su exilio que de la severidad del clima. Pero, sobre todo, nos previenen que la afabilidad y la sonrisa pronta de los bucarestinos se apagan con el frío. El intervalo otoñal, a pesar de su brevedad, ha sido un respiro delicioso. 

A medida que exploramos sus entrañas, la ciudad se nos va entregando. El viajero deambula y descubre de pronto un samovar reluciente con el anticuario; una edición inesperada en la librería de viejo; el peletero de origen italiano que aún trabaja manualmente; o los abundantes hornos donde forjan el cristal – entre ellos el famoso Gallé. Por todos los rumbos de la ciudad se construye febrilmente, en reconocimiento del atraso y del reto que les impone alcanzar los niveles de la Europa del Norte. A las horas pico emergen de las bocas del metro, de tranvías y autobuses, cientos de bucarestinos que cansinamente se acercan a comprar frutas o flores, caminan con el teléfono móvil al oído, o llenan sus apuestas para la lotería. Las calles estrechas y caprichosas comienzan a atascarse de automóviles novísimos que sustituyen paulatinamente a los viejos Lada.

Desde luego, exploramos la ciudad por los indicios de su ánimo. Al visitar la catedral, el mercado, la universidad, recordamos el juicio del historiador Nicolae Iorga, para quien la historia de su país se encuentra en sus hábitos, su modales y gestos, que no fueron escritos. Las ciudades que amamos no se nos entregan con facilidad. Sólo a fuerza de penetración en su intimidad rompemos la imagen de su superficie exterior. Con todo, el extranjero se mueve sin dificultad por la ciudad; en general sus habitantes hablan otro idioma, además del propio. Signo de los tiempos: los jóvenes hablan inglés y los mayores ruso o francés. 

En una nación profundamente religiosa como ésta, hay cientos de templos. Con una o dos excepciones, los templos de Bucarest son pequeños, siguiendo la tradición –impuesta, se afirma– de la Iglesia Ortodoxa rumana. No son fastuosos o enormes como los católicos o protestantes. Se nos aparecen súbitamente en rincones y callejuelas. Nos percatamos de su existencia muchas veces gracias a una tradición que preservan los bucarestinos y me recuerdan mi natal Guanajuato: la gente se santigua cada vez que pasa frente a ellos, con devoción, pero en un gesto rápido que se desdibuja en su prisa.

La vida cultural es intensa. Una ciudad de un poco más de dos millones de habitantes sorprende por el número de editoriales, diarios y revistas culturales con que cuenta. Hace unas semanas el escritor y periodista Octavian Paler nos comentaba que es una ofensa llamar inculto a un rumano. Sin duda es una exageración, pero en días recientes un chofer me sorprendió recordando con precisión su lectura de La montaña mágica. Cada semana, la prensa cultural anuncia la publicación de nuevos libros de autores rumanos y un número comparable de traducciones. 

En otra dirección, hallamos dos canales de televisión que dedican la mayor parte de su programación a proyectar telenovelas. Su procedencia: México, Argentina, Venezuela, Colombia, Perú, Brasil y algunas fabricadas en Miami. El número de rumanos, y rumanas sobre todo, que aprenden español con sólo seguir las telenovelas –en sonido original, con subtítulos en rumano– es asombroso. Los desatinos y ensueños que las telenovelas les despiertan, dan material para otro capítulo.

Acaba de concluir el Festival Internacional George Enescu, que en sólo quince días reunió a algunas de la más aclamadas orquestas: la London Symphony, la Royal Philarmonic, la Wiener Philarmonic, la Filarmónica de Moscú, las de Berlín, Estocolmo, Helsinki, Praga; varios de los grandes directores: sir Colin Davies, Yuri Simonov, Zubin Metha, Alain Gilbert, Michel Plasson, Horia Andreescu; así como ejecutantes y virtuosos: el violinista Maxim Vengerov, la pianista Cristina Ortiz y otros más. Ha iniciado ya la temporada de la Filarmónica en El Ateneo y en breve iniciará la de Ópera. Los museos anuncian nuevas exposiciones regularmente y los institutos de cultura compiten con novedades. El Teatro Nacional no cesa de sorprender con innovaciones.

Volvemos a las contradicciones. A pesar de la riqueza de música culta que abunda en la ciudad, no existe una estación de radio de música clásica; predomina la popular. Una de ellas, Romantic, con estar especializada en oldies but goodies, de pronto irrumpe con un son jalisciense, una tonadilla española, una cumbia, una chanson, una melcocha italiana y, ahora y siempre, Julio Iglesias. 

Hay un hecho que llama la atención del más incauto viajero: los perros callejeros. Pocas ciudades del mundo pueden ufanarse de la cantidad y variedad de los que vagan por Bucarest. Se ofrecen varias teorías sobre el fenómeno. La más socorrida es que cuando a Ceaucescu le dio por uniformar a la población, expropió muchas residencias particulares para construir edificios multifamiliares. Una vez construidos, metió en ellos a los antiguos propietarios de las casas y a otros más; y aquéllos, forzados a abandonar sus casas, se vieron obligados a liberar a sus mascotas. Los perros, en la calle, sin amo y sin bandera, se multiplicaron siguiendo el dictado bíblico. Las autoridades de Bucarest habrían iniciado una campaña para erradicarlos, pero la actriz Brigitte Bardot y la Sociedad Protectora de Animales la detuvieron. Allí siguen, pues, tan campantes. 

Otros recuerdos de mi niñez me han asaltado desde nuestro arribo a Bucarest: el canto de los gallos, que de día o de noche repiquetean gustosos; o, bajo el sopor del mediodía hirviente, el pregón de los gitanos anunciando: "Fierro viejo que vendan…"