Jornada Semanal, domingo 7  de diciembre  de 2003            núm. 457

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

BIBLIOCLEPTOMANÍA

Frente a la desmesura de bibliotecas como la de Alfonso Reyes, sustento de la actual Capilla Alfonsina, Gabriel Zaid sostiene que la formación de una biblioteca personal no debe superar la mesura de mil ejemplares; Borges redujo notablemente la colección de Zaid a unos pocos estantes para libros en su departamento de la calle México, en Buenos Aires. Los tres son ejemplo del comportamiento de quienes sienten amor por los libros, así como por su atesoramiento y lectura: la voracidad de Reyes se manifiesta en su apetito intelectual, en la magnitud de su repertorio bibliográfico y en el volumen de su obra personal completa; la idea de Zaid, basada en un hecho econométrico (sólo deben tenerse los ejemplares humanamente coleccionables y legibles: sus cálculos le permiten suponer que la cifra no es superior a los mil libros), se complementa con la férrea disciplina de que por cada libro que ingresa a su biblioteca uno de los ciudadanos de ésta debe emigrar a otra; las razones minimalistas de Borges obedecieron a una cuestión pragmática: la ceguera le impidió el acceso a esos objetos que él amaba y, no obstante haberse imaginado el Paraíso "bajo la especie de una biblioteca", tuvo que conformarse con acariciar lomos y portadas de volúmenes ilegibles, y hacérselos leer por secretarias, amigos y visitantes: aunque nunca perdió el contacto con aquellos, bien puede decirse que la ceguera le robó la biblioteca.

Todo bibliófilo tiene su idea de cuántos libros pueden caber en casa, cómo ordenarlos o dejarlos crecer a su arbitrio, y sabe que, además de la ceguera y accidentes desafortunados como terremotos, incendios e inundaciones, existen otras maneras de perderlos. Los ejemplares "extraviados" pueden llegar a producir la sospecha de que son capaces de adquirir vida en ausencia de su dueño y, como en ese cuento de Maupassant, permitir la conjetura de que se han mudado de biblioteca voluntariamente, pero la idea sólo es un consuelo melancólico pues siempre se sabe que alguno de los invitados a casa fue responsable de tal sustracción (es difícil que alguien se sienta personaje de El club Dumas, de Pérez Reverte, y crea que profesionales de los libros hayan ingresado subrepticiamente a su biblioteca para despojarla de algún incunable: todo lleva a sospechar de personas que aprecian los libros hasta el punto de robarse los ajenos en cuanto las circunstancias lo permiten).

Benedicto xiv produjo en 1752 una prohibición contra el robo de libros, bajo pena de excomunión, pero eso no detiene a ladrones cobijados bajo el argumento de que "es tonto quien presta un libro y más, el que lo devuelve", con lo cual resulta que el ingenuo prestador de libros debe resignarse de antemano a perderlos, como si ser anfitrión de alguien acostumbrado a la rapiña en bibliotecas ajenas implicara creer en prostituciones rituales como la producida en algunas comunidades antiguas, donde se permitía que los extranjeros llegados a una ciudad se ayuntaran carnalmente con mujeres de la localidad, listas para eso, en templos cercanos a la entrada de la misma. De ser así, algunos han creído que una Antología de la poesía italiana, preparada por Juan José Arreola, cumplía con esa misión ritual en mi biblioteca, lo mismo que el primer tomo del Teatro completo, de Ionesco, o una vieja edición de Nuestros antepasados, de Calvino, y otros libros que la habitaban y ahora estarán, espero, en las de esas pocas personas sospechosas de padecer la extraña compulsión de hurtar en bibliotecas de otros.

Existen otras cleptomanías. José Emilio Pacheco ha denunciado que Gillette es el peor enemigo de hemerotecas y bibliotecas pues, ante periódicos y libros antiguos, no falta el investigador que se tope con una página meticulosamente recortada: algún enamorado de cierto dibujo o viñeta, decidido a llevársela a casa, no reparó en la información perdida en el reverso de la página mutilada. Si esto no fuera grave, un gobierno desafecto a la lectura y la cultura pretende gravar la compra de libros, sin reparo alguno porque ese impuesto sea la más grande bibliocleptomanía: el resultado es secuestrar la cultura de manos de la gente, no para llevarla a otras bibliotecas sino para volverla inaccesible en un país donde se cuenta con pocos lectores. Sin duda, prefiero al visitante que halle en alguno de mis libros el impulso para llevarlo a otra casa donde, por lo menos, será leído y vivirá una vida distinta, pero digna de un libro.