La Jornada Semanal,   domingo 7 de diciembre  del 2003        núm. 457
Fernando del Paso

La verdad de la mentira
en la literatura

Utopía es el lugar que no existe, Ucronía, el tiempo que nunca existió. Este último término, Ucronía, se aplica a aquellos relatos –historias, novelas, cuentos– que suceden en un mundo, el nuestro, en el cual la historia, en un momento dado, se desvió de su curso en relación a la historia que todos conocemos.

Utopía es el título de una novela política escrita en latín en la Inglaterra de los principios del siglo XVI, entre 1515 y 1516, por Thomas More, canciller del rey de Inglaterra, Enrique vii. Como sabemos, Tomás More –cuatro siglos más tarde canonizado y desde entonces conocido como Santo Tomás Moro– se opuso al divorcio del monarca y Catalina de Aragón, y esta actitud le costó la vida: Enrique vii decidió encarcelarlo, ejecutarlo, y exponer su cabeza en el Puente de Londres. Esto sucedió en 1535. Utopía fue traducida al inglés en 1551. En la primera parte de su libro, Tomás Moro hace una crítica acerba de las condiciones sociales que prevalecían en la Inglaterra y otros países europeos de aquel entonces: la miseria, el despotismo de las monarquías, la venalidad y el servilismo de los cortesanos, la corrupción, la insania de la fiebre conquistadora, la injusticia, y el lujo y la corrupción de la nobleza y el clero. En la segunda parte, Moro le asigna a un misterioso viajero, Raphael Hythloday, la tarea de describir la vida en la República de Utopía, situada en una isla imaginaria. En ella, en esta República Ideal, habita una sociedad comunista y laica, en la cual tanto las instituciones como la política están gobernadas por la razón, y la propiedad es común.

No nació la idea del género utópico con Tomás Moro. La República, de Platón, cabe en esta clasificación, y lo mismo obras posteriores como La Ciudad del Sol, de Tomasso Campanella, publicada en 1602. También, hasta cierto punto, Telémaco, de Fenelón, aparecida en 1699. Las narraciones sobre La Atlántida –no una Atlántida pasada, sino futura, como fue imaginada por algunos oscuros y delirantes escritores nazis– pertenecen asimismo al género. Es necesario mencionar otra clase de utopías novelescas: aquellas que, más que proponer o imaginar soluciones para las miserias humanas, las satirizan, como es el caso de Los viajes de Gulliver. Fueron también utopías, pero de otra clase, las soñadas por Carlos Marx y Federico Engels. Hoy, como sabemos, la palabra utopía es definida por el diccionario como "plan, proyecto o ficción ideal, pero de imposible realización".

La Ucronía es otra cosa muy distinta a la Utopía. Una novela ucrónica es, por ejemplo, aquella basada en un hecho que nunca ocurrió, pero que pudo haber ocurrido. Es decir, en lo que pudo haber pasado, por ejemplo, si los alemanes hubieran invadido Inglaterra durante la segunda guerra mundial, o en lo que pudo haber sucedido si César no hubiera cruzado el Rubicón. Desde hace varias décadas surgió la polémica sobre si era o no conveniente incluir las novelas y narraciones ucrónicas en el género llamado de ciencia-ficción. Sucede, como en muchas polémicas, que hasta ahora no se ha llegado a conclusión alguna, y probablemente no se llegará nunca. Pero el caso es que numerosas narraciones ucrónicas han sido incluidas en las revistas y antologías dedicadas a ese género literario.

El Diccionario histórico, temático y técnico de las literaturas de Larousse, nos dice que el género de la Ucronía nació, probablemente, hacia fines del siglo xix, en el libro de Delisle de Sales titulado Mi República en el cual –en el capítulo xxi para ser más exactos–, describe lo que pudo haber sido la Revolución Francesa si el rey Luis xvi hubiera actuado ante los nobles con la suficiente firmeza como para invalidar el llamado Juramento del Jeu de Pomme del 20 de junio de 1789, mediante el cual se consolidó en Francia la monarquía constitucional. En 1932 apareció, en Inglaterra, una compilación de historias ucrónicas de diversos autores, entre los que figuraban Winston Churchill con una narración en la que contaba lo que hubiera podido pasar si el general Lee no hubiera ganado la Batalla de Gettysburg, así como G.K. Chesterton, con una narración en la cual el ilustre escritor se imaginaba lo que hubiera sucedido si don Juan de Austria se hubiera casado con María, reina de Escocia. El género ha sido abordado por numerosos autores, en particular los de habla inglesa. Un francés, Jean d’Ormesson, quien fuera director del diario francés Figaro durante tres años, publicó en 1971 La gloria del Imperio, novela ucrónica galardonada con el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa. Entre todas las obras ucrónicas publicadas, una, El hombre del castillo alto, de Philip K. Dick es, quizás la más original de todas: sucede en un mundo en el cual nazis y japoneses fueron los vencedores de la segunda guerra mundial, y en el cual circula un libro ucrónico que describe lo que hubiera pasado si los alemanes y los nazis no la hubieran ganado. Un tema digno de Borges: la verdad de cada una de las dos historias se ve confirmada por la falsedad de la otra.

La Utopía se sitúa en el futuro. En un futuro utópico que, probablemente, nunca sucederá, pero que, con todo, puede considerarse como una posibilidad. Es decir, como un mundo posible. Es en ese sentido que la Utopía se acerca a la verdad, o cuando menos a la verosimilitud. Es la verosimilitud, y no la verdad, la esencia de la literatura.

La Ucronía se ubica en un pasado que nunca sucedió, y que por lo tanto no es ni falso ni verdadero: es nada.

La Ucronía necesita la referencia histórica de lo que pasó, para negarla afirmando: Napoleón fue el vencedor de Waterloo, o para negarla negando: don Juan de Austria no triunfó sobre los turcos en Lepanto. Por supuesto, como decíamos, la negación de un hecho contiene la afirmación del hecho contrario, y viceversa. Nada nos impide entonces suponer que en Lepanto murió un soldado llamado Cervantes y que, tres siglos y medio más tarde, El Quijote fue escrito por un hombre llamado Pierre Ménard.

¿Cómo podría funcionar una novela ucrónica sin ninguna referencia histórica? ¿Cómo podría un novelista contarnos la historia de un personaje que hubiera podido existir pero que nunca existió? ¿O cómo, en el caso de un personaje ya presentado a los lectores, podría un novelista contarnos lo que le hubiera podido pasar a ese mismo personaje si no le hubiera pasado lo que pasó?

Es por ello que la novela ucrónica es incapaz de despertar un verdadero interés: el lector espera que se le cuente lo que pasó, no lo que no pasó, aunque hubiera podido pasar. De cómo lo que pasa en las novelas no ucrónicas –es decir, en todo el resto de las novelas, buenas o malas– es presentado al lector como una verdad, me ocuparé más adelante.

Se dice que la excepción confirma la regla. Esto se aleja del dicho original que afirmaba: "la excepción pone a prueba la regla", que es distinto. Me permito señalar, pues, una excepción notable –o más bien, lo que parece una excepción–: la película, A Wonderful Life, Una vida Maravillosa [conocida en México como Qué bello es vivir], en la cual el personaje –interpretado por James Stewart–, abrumado por los problemas económicos que sufre, expresa su deseo de nunca haber nacido. Como recordarán aquellos que vieron esa película, su deseo se cumple y el personaje, sin desaparecer físicamente a pesar de no haber nacido, contempla lo que sucede –lo que hubiera sucedido– si él no hubiera venido al mundo: entre otras cosas, la muerte de su hermano cuando era niño, al que él, el personaje, le había salvado la vida cuando sí había existido. A pesar de la sensiblería y la ingenuidad características del cine de la época, la historia es fascinante. Pero, en la realidad –en la realidad de la ficción, que es la que nos interesa–, como al personaje también se le concede el deseo de siempre sí haber nacido, lo que hubiera pasado en su ausencia no pasó nunca: quedó relegado a la categoría de una pesadilla, y la película, a su vez, queda situada fuera del género de la Ucronía. Algo semejante ocurre con La última tentación de Cristo, la película de Martin Scorsese, que sin duda no hubiera levantado tanto revuelo si el público la hubiera entendido mejor.

En ese orden de cosas, tampoco se le puede perdonar al novelista que, tras contarnos una cosa, nos diga a continuación que fue mentira lo que nos contó. Este es el caso de Salman Rushdie en su novela Los versos satánicos, a la que me referiré también más adelante. Por otra parte, sólo le es dado al autor de novelas policiacas ocultarle al lector los secretos fundamentales del misterio que rodea al crimen; es decir, la verdad: ésa, y no otra, es la esencia de la novela policiaca –que desde luego, no hay que confundir con el thriller. De aquí la decepción que se sufre –al menos ese fue mi caso– cuando uno se entera, al leer las últimas páginas de Huckleberry Finn, que su autor, Mark Twain, ha pasado cientos de páginas ocultando, tanto a uno de los personajes principales como al propio lector, un hecho fundamental. Es decir, ocultando una parte de la verdad, y empleando la mentira como andamiaje del libro.

Pero, ¿cuál es la verdad de la literatura y en la literatura?

Como se habrá visto, el título de este artículo es casi el mismo –con ligeras variantes– de un libro de Mario Vargas Llosa que contiene una serie de brillantes ensayos sobre varias novelas, en los que el escritor peruano hace gala de sus conocimientos y su clara inteligencia. En el texto que le sirve de introducción, Vargas Llosa afirma que "las novelas siempre mienten", porque no pueden hacer otra cosa, pero que "eso es sólo una parte de la historia". A continuación, desarrolla y matiza esta afirmación, que tan rotunda parece a primera vista. Primero, nos dice –cito textualmente:

"Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros– quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar –tramposamente– ese apetito, nacieron las ficciones". Pero, sin embargo, esto no significa –agrega el escritor– que la novela sea sinónimo de irrealidad: "No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla."

Por su parte el ensayista francés René Girard, en su libro Mentira romántica y verdad novelesca –Mensonge Romantique et Verité Romanesque–, publicado en 1961, afirma que el hombre es incapaz de desear por sí solo, y que es necesario un mediador que le designe el objeto de su deseo. Ese sería el papel del novelista y de la novela.

Es verdad que uno suele encarnar en sus personajes favoritos pero, esa al menos es mi experiencia, no sólo para llenar el deseo de haber vivido sus vidas, sino también, en muchas ocasiones, para sentir el alivio de no haberlas vivido. Yo nunca tuve el menor deseo de ser Raskolnikov, ni el doctor Jekyll y mister Hyde –ni uno ni otro, ni los dos al mismo tiempo–, ni el personaje de Kafka que se transforma en escarabajo. Creo que la lectura de la vida de estos personajes produce una especie de catarsis en el sentido clásico del término, es decir, una purificación derivada de la contemplación de la tragedia ajena. En cambio, sí me hubiera gustado ser Ivanhoe, un capitán de quince años, el pequeño escribiente florentino o Bouvard y Pécuchet –cualquiera de los dos y los dos al mismo tiempo– por poner sólo unos cuantos ejemplos. Aun así, esto tiene sus bemoles: durante muchos años pensé que nada en la vida me hubiera deleitado tanto como haber sido el Conde de Montecristo pero, por supuesto, el Conde de Montecristo a partir del fin de su cautividad y el comienzo de su inmensa fortuna y su implacable, maravilloso camino hacia la venganza, porque ...¿a quién le gustaría pasar veinte años en un calabozo de la Isla del Diablo, sin excusado, sin regadera y sin aire acondicionado?

Vargas Llosa añade que "la verdad de la novela depende de su propia capacidad de persuasión", y más adelante afirma que en la novela "no hay engaño porque –ante ella– acomodamos nuestro ánimo a asistir a una representación". Esto también habría que matizarlo. El teatro es una representación, pero la presencia física de los actores impone, entre ellos y el público, una distancia insalvable. Los personajes de la novela no tienen una presencia física, sino sólo imaginaria, y es así como cada lector los imagina a su gusto, lo cual le quita a la novela el carácter de representación o de espectáculo. Yo diría, más bien, que el lector asume el papel privilegiado del voyeur, del mirón que se asoma a las vidas ajenas para espiarlas con completa impunidad y que con esto se cumple en parte el imperativo de satisfacer la curiosidad por conocer la vida de los demás, la curiosidad por saber cómo sufren, ríen, hacen el amor y mueren los demás. Pero desde luego, el mirón, para estar contento, tiene que asomarse a la verdad, no a la mentira.

¿Es aquí acaso donde entra el arte de la persuasión? Vargas Llosa parece poner el dedo en la llaga cuando afirma que "toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente". Pero es el caso que abundan miles de novelas de cientos de autores que un escritor que se respete puede considerar como malas o incluso pésimas, y que sin embargo, tienen y han tenido siempre su mundo de lectores convencidos, persuadidos, de sus verdades, por pobres que éstas sean. Por otro lado, Vargas Llosa dice que "hay que jugar a las mentiras". Yo diría que no, que es todo lo contrario: hay que jugar a las verdades.

El escritor escribe una historia como si se tratara de una verdad, y el lector la lee como si hubiera sido verdad. Se trata de un pacto no dicho, nunca formulado, entre ambos, y que funciona en tanto el autor no se aleje de la verosimilitud. Lo que es más, la verdad y la mentira no tienen nada que ver con la literatura, porque ésta pertenece a un universo donde no existen las reglas que, en el nuestro, tienen que ver con la verdad y la mentira. Aparte, desde luego, de aquellos personajes que, a diferencia del autor, sí se pueden dar el lujo de ser mentirosos. Más aún, el problema de la verdad nunca se lo plantea el lector común y corriente: sólo aquellos lectores que no son, ni tan comunes, ni tan corrientes, además de los propios autores y, desde luego, los críticos. Cuando yo era niño, y gozaba las aventuras del Corsario Negro o las de Alí Babá y los cuarenta ladrones, jamás me pregunté si esas historias eran verdaderas. Tampoco, ante una novela, se lo pregunta la inmensa mayoría de los lectores. Esta pregunta nunca surge, nunca se presenta, no se le ocurre al lector, no tiene caso ni sentido.

El tiempo verbal que se emplea en la novela, o sea el pasado, es indispensable para sostener el pacto tácito que se crea entre el autor y el lector, porque éste espera que se le cuente lo pasó, y no lo que está pasando, ni lo que pasará algún día. De esto no se escapa el teatro, que a pesar de la fuerte presencia de su presente –se desarrolla ante los ojos y oídos del espectador–, la historia que cuenta se refiere siempre a algo que pasó, y no a algo que está pasando. Los flashbacks que pueda contener una narración obedecen a la misma regla: no cuentan un pasado dentro de un presente, sino un pasado dentro de otro pasado. Las excepciones de esta regla no han funcionado. Por ejemplo, La modificación, de Michel Butor. Esta novela está contada como si sucediera, o mejor dicho, como si fuera sucediendo en el presente del lector y, por si fuera poco, Butor escogió, para hacerlo, la segunda persona del singular: "Tú te levantas, tú te afeitas, tú sales a la calle", etcétera. La técnica sorprende pero cansa. La modificación pertenece al museo de ese efímero movimiento del llamado nouveau roman que tuvo su momento de gloria, sin duda, y cuya existencia, supongo, fue necesaria para llenar un hueco. Butor desde luego fracasa al tratar de convertir al lector en el personaje, o al personaje en el lector, como al parecer fue su intención .

Reitero que el ensayo de Mario Vargas Llosa es un escrito donde brilla la inteligencia y de una enorme coherencia, y por lo tanto no es mi intención rebatirlo. Su lectura es iluminadora y debo aclarar que coincido con él en la mayor parte de lo que dice. Sin embargo, al elegir el mismo tema, me he visto obligado a destacar algunas de las diferencias entre lo que él piensa y lo que yo opino. Por ejemplo, Mario nos dice que "el tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir ciertos efectos psicológicos". Es evidente, creo, que el tiempo de la novela es un artificio, y por lo tanto muy distinto al tiempo real pero, más que por alcanzar supuestos efectos psicológicos, tiene que ver con la necesidad de entretener al lector. En la novela y el cuento, en el teatro, en el cine, el tiempo artificial –y artificioso– sirve para contarle al lector o al espectador, en poco tiempo, lo que pasó en mucho. Sólo una novela, el Ulises de James Joyce, fue escrita para que su tiempo de lectura tuviera la misma duración que el tiempo en el que se desarrolla la acción.

Por otra parte, Vargas Llosa agrega que en ese tiempo, el novelesco, "el pasado puede ser posterior al presente –el efecto precede a la causa– como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla, que comienza con la muerte de un hombre anciano y continúa hasta su gestación, en el claustro materno". Pero no es así. En mi opinión, ese cuento de Carpentier le cuenta al lector lo que le pasó en el pasado, a un personaje que viajó a un pasado más lejano aún. Sucede algo parecido con las novelas en las que el protagonista viaja al futuro: narran la historia del viaje al futuro que hizo, no que hará, un personaje.

Pero entonces, ¿qué sucede con las narraciones y novelas de ciencia ficción, en las cuales la acción tiene lugar no en el pasado, sino en el futuro? En su ensayo, Vargas Llosa no alude a este género. Ahora bien, aunque este concepto es demasiado amplio, porque en él caben desde las profecías más verosímiles, basadas en posibilidades científicas concretas e imaginables, hasta las fantasías más desorbitadas, la verdad es que este género se ha ganado un merecido prestigio que se remonta a sus ilustres antecesores como Luciano de Samosata, Ariosto, Kepler y Cyrano de Bergerac, para definirse y proclamar su soberanía con autores como Julio Verne y H.G. Wells, y consolidarse gracias a la obra de sus no menos ilustres descendientes, como Ballard, Lovecraft, Bradbury, Sturgeon, Clark, Van Vogt y muchos más. Por lo mismo, no sería razonable hacerlo a un lado cuando hablamos de la verdad y la mentira en la literatura.

¿Es mentira toda aquella literatura de ciencia ficción cuya acción sucede en el futuro? La respuesta es no, porque en realidad –en la realidad novelesca–, siempre sucede, como toda la literatura, en el pasado. Cuando en el siglo xix el lector leía, por ejemplo, De la tierra a la luna, de Julio Verne, la leía no como algo que iba a pasar, sino como algo que ya había pasado. De la misma manera, ante una novela que sucede por ejemplo en el año 5000, el lector, sin darse cuenta, se sitúa en un tiempo posterior, indefinido –podría ser el año cinco mil o el diez mil quinientos– para disfrutar la lectura de una historia que sucedió en el pasado. El pacto tiene el autor y el lector permanece intacto.

Vale la pena señalar que además, en nuestra época, el interés de la ciencia ficción no reside ya en las posibilidades científicas que harán posibles, por ejemplo, los viajes a la velocidad de la luz a planetas de otras galaxias o la prolongación indefinida de la vida humana. En los principios del género, cuando apenas era concebible que el hombre llegara a la luna; cuando las posibilidades de construir un submarino que viajara 20 mil leguas bajo la superficie del mar casi no existían, cuando el avión, la televisión y el telégrafo inalámbrico no habían sido inventados, eran, sí, esas posibilidades de la ciencia, apenas vislumbradas, las que constituían el mayor atractivo del género. Pero el vertiginoso desarrollo de la tecnología ya nos ha acostumbrado a creer en todos los milagros futuros de la ciencia.

Es así que, desde hace muchas décadas, los temas de las novelas de ciencia ficción –me refiero a las buenas novelas, porque las obras malas y la basura abundan, como en todos los géneros literarios–, son en el fondo los mismos de toda la gran literatura: la soledad, el amor, la pasión, el temor a lo desconocido, las angustiosas interrogantes no ya de por qué estamos en la Tierra, sino por qué estamos en el Universo. Nada, o muy poco, hay de utopía en las novelas de ciencia ficción, nada, o poco, de sociedades ideales que permitan vislumbrar una Edad de Oro. Por el contrario, muchas de estas obras han sido clasificadas como anti-utopías, o distopías, ya que contienen una denuncia de los medios actuales de control y represión, así como de manipulación y acondicionamiento psicológico de hoy día, que podrían conducirnos, en un futuro más bien cercano, a la enajenación total y la supresión de las libertades individuales. Por su pesimismo, estas novelas catastróficas no fueron ni han sido muy populares. El ruso Eugenio Zamiatine se distinguió en esta variedad del género, a la cual pertenece, desde luego, la novela 1984, de George Orwell.

Los estrechos vínculos que existen entre la literatura de ciencia ficción y la literatura fantástica, nos remiten al tema de la verosimilitud, de la cual no se ocupa Vargas Llosa, y a la que antes califiqué como elemento esencial de la literatura. ¿Cuál es la verosimilitud de los cuentos de hadas? ¿Cuál la del realismo fantástico latinoamericano?

Aunque parezca mentira, todo lo que se cuenta en esas narraciones es verosímil, en la medida en que el lector esté convencido de que lo es, lo que implica que el autor tenga la habilidad de persuasión suficiente para convencerlo. En otras palabras, el pacto entre autor y lector continúa siendo el mismo. En todas las novelas que reflejan y reinventan la realidad, la nuestra, la que vivimos todos los días, no cabe lo que no cabe en esa realidad: lo sobrenatural. Pero en las novelas y cuentos de fantasía se desarrollan en otro universo y, vale la pena decirlo de nuevo, cuando se leen y se disfrutan, nunca surge la pregunta sobre si eso es verdad o es mentira. No es ni una cosa ni otra. Simplemente, es.

Y es aquí donde viene a colación Salman Rushdie. Dejaré la cuestión de las blasfemias a un lado, y me ocuparé de los aspectos relacionados con el tema de este ensayo: la verdad y la mentira. Me limitaré a la novela titulada Los versos satánicos. Retomo una serie de consideraciones a las que ya me he referido en alguna ocasión: una de las primeras cosas que sorprende al lector avisado, es la pobre originalidad del libro de Rushdie. Es el ángel Gabriel el que le revela, a Mahoma, la palabra de Alah. La inspiración de Rushdie no fue divina, sino terrenal, pero una buena parte de esa inspiración se la debe a otro Gabriel: el escritor colombiano Gabriel García Márquez. Los versos satánicos no pertenece al género de lo real-maravilloso, como tampoco la obra de García Márquez. Según lo que yo entiendo, ese género, o movimiento, o grupo de obras que lo constituyen se llama así porque corresponde una realidad latinoamericana que es –o era– tan asombrosa, sorprendente e inabarcable, o, para decirlo con las palabras del historiador francés Fernand Braudel: "con frecuencia alucinante, siempre desmesurada, tiránica", que parece irreal, fantástica, maravillosa. La obra de García Márquez es exactamente lo contrario: trata de lo maravilloso-real, porque en sus novelas no se recrea un mundo real que parece fantástico, sino un mundo fantástico que parece real. La virtud del colombiano es, precisamente, su poder de convicción: cuando leemos Cien años de soledad, creemos a pie juntillas en la realidad de personajes que levitan cuando beben chocolate o de otros a los que siempre los siguen turbas de mariposas. Esta es la virtud de los cuentos de hadas: hacernos creer en los milagros. Y la obra de García Márquez es un precioso conjunto de cuentos de hadas para adultos que, por lo demás, no tiene de novedoso sino el gran talento del autor: antes de que en Cien años de soledad se encontrara un barco en medio de la selva, en la cumbre del monte Arafat se había posado el Arca de Noé. Antes de que, en Cien años de soledad Remedios la Bella ascendiera al cielo en cuerpo y alma, lo había hecho ya, dos mil años antes, la Virgen María.

La novela de Rushdie rebosa de personajes y anécdotas milagrosas, que no pueden ser más garciamarquezianas: personajes que caen de un avión y no se matan, porque los acoge la nieve; un personaje –o su fantasma– que viaja en una alfombra voladora; otra cuya coronilla despide un fulgor intermitente; otro más que duerme siempre con los ojos abiertos. Pero Rushdie no se atreve a entregarse totalmente a la fantasía-realista, a lo maravilloso-real como lo hace una escritora de sus mismos rumbos, Arundathi Roy, ni alcanza jamás la frescura y la poesía que impregnan cada página de El dios de las pequeñas cosas, la novela de esta genial escritora india. Y es entonces que Rushdie acude a la mentira.

En un momento del libro, es decir, de Los versos satánicos, entramos de lleno a un Macondo indopakistano, cuando llegamos al pueblo de Titlipur. Este pueblo, nos cuenta el autor, había crecido a la sombra de un gigantesco baniano, que como nos recuerda el diccionario es, en la India, la higuera sagrada de los comerciantes del mismo nombre: los banianos. Pero es tal la inmensidad de este baniano, que su sombra cubre todo el pueblo, el cual no sólo creció, sino que se entretejió con el árbol: "el árbol se había metido en el pueblo y el pueblo en el árbol, de tal forma que era imposible distinguirlos". No era, pues, el Barón rampante de Ítalo Calvino el que habitaba en un árbol, sino toda la población de Titlipur. Y todas las mariposas del mundo, que volaban a sus anchas por todas partes, y se posaban en todos los lugares imaginables. Miles, millones, miríadas de mariposas camaleónicas, que solían adquirir el color del lugar donde se posaban. Por eso ya nadie se fijaba en ellas. Nadie podía fijarse tampoco, y ni siquiera adivinar, la desnudez de Ayesha, la muchacha de quince años, cuyo cuerpo estaba siempre cubierto por enjambres de mariposas aleteantes, a tal grado "que parecía llevar un vestido de la tela más fina del mundo". Además Ayesha –éste, Ayesha, era el nombre de la esposa que más quiso Mahoma en toda su vida– sufría ataques de epilepsia y comía mariposas. Más bien, las mariposas acudían a su boca abierta. Un día, Ayesha convence a todo el pueblo de Titlipur a iniciar una larga y penosa peregrinación a La Meca durante la cual tendrán que cruzar el Mar de Arabia a pie: las aguas de este mar, como en el tiempo de Moisés hicieron las del Mar Rojo, se apartarán para dar paso a los peregrinos. Una maravillosa nube de mariposas sigue a los viajeros y les da sombra en el camino, pero también los ilumina porque, camaleónicas como son, en un momento dado adquieren el color del sol, y todas se vuelven una infinita nube dorada y fulgurante. Esto no ocurre en un tiempo antiguo y olvidado: uno de los peregrinos, quien no tiene el menor deseo de hacer la marcha a pie, va a bordo de su Mercedes Benz, y una mezquita que recibe a los peregrinos, y que por fuera queda tapizada por miles de mariposas, por dentro está iluminada con tubos de gas neón de diferentes colores.

Hasta aquí, todo está bien: Rushdie es, al fin y al cabo, un talentoso hacedor de calcas finas. Pero, para nuestra decepción –al menos la mía– unas páginas más adelante se nos dice que esto nunca sucedió: lo que se nos ha contado es el argumento de una película, titulada La retirada del mar de Arabia, en la que el renacido Gibreel, es decir, Gabriel, el protagonista de Los versos satánicos, hace el papel del actor principal. En otras palabras, Rushdie defrauda la confianza del lector, desprecia su complicidad porque lo que nos ha contado es, eso sí, una mentira. La novela, entonces, se precipita en el vacío. Yo, como buen lector, no le perdono a Salman Rushdie este crimen literario.

Mucho podría decirse, y escribirse también, sobre la verdad de la narración dentro de la narración, como sucede, entre otros libros clásicos, en El Quijote y en Las mil y una noches. Mucho sobre las biografías "noveladas" y sobre la Historia –con mayúscula– hiperbolizada, al estilo por ejemplo de Flavio Josefo, o incluso miraculizada. Pero esto es otra historia.

Por último, en apoyo a la verdad en la literatura, me gustaría terminar con una frase que el francés Boris Vian incluye en el prólogo a su novela L‘ècume des jours –La espuma de los días–: "esta historia es totalmente verdadera, puesto que yo la imaginé desde el principio hasta el fin".