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México D.F. Domingo 30 de noviembre de 2003

MAR DE HISTORIAS

Fronteras

Cristina Pacheco

Belén se da vuelta en la cama y estira las piernas. Un pie queda al descubierto. El frío de la mañana la estremece. Abre los ojos y mira la pared. Hace tres años la pintó de amarillo. Eligió ese color porque leyó en una revista que los tonos cálidos propician el optimismo, la buena convivencia y la mejor intimidad.

Una sonrisa amarga se dibuja en su rostro cuando recuerda la discusión que en ese mismo cuarto tuvo con Faustino, recién llegado de Arkansas. Las paredes amarillas no evitaron las desconfianzas mutuas, ni el llanto de los niños, ni la intervención de doña Celia: "Hijo: Ƒacabas de llegar y ya estás peleando?"

Faustino, descalzo y con la camisa abierta, le pidió a su madre que no se metiera en sus cosas. Belén abogó por su suegra: "No le hables así a tu madre". En respuesta él le cruzó la cara con un golpe que la hizo caer y golpearse contra la pared amarilla. Marcial y Alejandra fueron en auxilio de su madre. Faustino los ahuyentó a gritos: "šLárguense: no tienen nada que hacer aquí!"

En la calle las luces de las casas se encendieron. Los vecinos, que horas antes habían acudido a recibir a Faustino, montaron una discreta guardia. Estela fue la única que, desde su quicio, preguntó: "ƑEstás bien, comadre?" Doña Celia recriminó a su hijo: "ƑNo te da vergüenza que la gente se entere de los pleitos con tu mujer?"

Faustino, temblando de furia, se encaminó a la puerta. Doña Celia intentó impedirle que saliera a la calle. Belén permaneció quieta mientras Alejandra le preguntaba: "ƑMi papá ya no nos quiere?" Tuvo que vencer sus propias dudas antes de contestarle a su hija: "Sí, pero está nervioso. El viaje fue muy largo y está cansado". Doña Celia dijo: "ƑCansado? Borracho, dirás".

La forma en que Faustino bebió durante la cena fue para Belén la primera señal de que su marido había cambiado. Halló la segunda en la brutalidad con que él la llevó a la cama y al verla desnuda se alejó para preguntarle: "ƑMientras estuve fuera tuviste otros hombres?" Sorprendida, ella se sintió con derecho a manifestar sus dudas: "ƑY tú: saliste con otras mujeres?" La respuesta fue brutal: "Lo que haya hecho es cosa mía. Respóndeme".

El recuerdo de la escena vivida hace tres años avergüenza a Belén. No se perdona haberle jurado a su esposo que ni en sueños se le había ocurrido engañarlo. El pareció más tranquilo y ella le preguntó si no estaba contento de haber vuelto a su casa: "La arreglé para ti, pinté las paredes de nuestro cuarto. ƑA poco no se ven bonitas de amarillo?" El levantó los hombros y se le echó encima. Sin suavidad, sin ternura, intentó poseerla. El encuentro duró escasos minutos y Belén se mostró indulgente con el fracaso de su marido: "Es natural, vienes cansado. Tenemos mucho tiempo".

Belén trata de comprender qué reavivó en aquel momento la irritación de Faustino: "ƑTe parece mucho tiempo dos semanas? Si te pesan, ahorita mismo me retacho para Arkansas. Pero ni creas que voy a seguir mandándote dinero para que lo botes y te la pases de güevona mantenida mientras yo me parto la madre trabajando".

Todavía duda de si debió quedarse callada en vez de levantarse y protestar: "No es justo que me digas eso: todos los días salgo a vender moldes y cosméticos; en la noche le ayudo a mi comadre Estela en su negocio". Faustino encontró un nuevo argumento para hacerla sentir culpable: "Y a tus hijos Ƒcuándo tienes tiempo de cuidarlos? Nunca, porque, según dices, andas siempre en la calle".

Belén juró que no era por gusto y le propuso a Faustino: "Pregúntale a tu mamá si alguna vez he dejado de llevar a los niños a la escuela. Yo veo como le hago, pero jamás los descuido, en cambio tú te fuiste". Faustino cedió: "ƑA qué chingaos querías que me quedara aquí: a seguir pidiendo trabajo sin que nadie me lo diera? Aunque viva perseguido como perro rabioso, allá por lo menos me ocupan". Para demostrarle que estaba de su lado y lo comprendía, Belén le preguntó: "ƑEs muy duro?".

Faustino la miró entre despectivo y burlón: "šNo, qué vaš Es a todo dar que pase la troca a recogernos a las tres de la mañana y nos regrese a las diez de la noche. Dormimos un rato y al otro día lo mismo, y al otro igual. Y todo Ƒpara qué? Para mandarte dinero que no aprovechas, porque veo que la casa está igual o peor que cuando me fui".

Belén le recordó que, con las últimas remesas, había compuesto los techos y pintado su cuarto. No alcanzó a precisar "de amarillo", porque Faustino, con la actitud de un animal urgido de una presa, abrió la puerta del ropero y revolvió la ropa en los cajones: "A ver, Ƒdónde están el microondas y la videograbadora que les mandé el año pasado?" Belén tuvo que confesarle: "Los vendí, porque necesitaba dinero?" "ƑMás?".

Ella iba a decirle que había tenido que comprarle a su hijo un nuevo aparato para la sordera, porque el otro se lo habían robado a las puertas de la escuela, pero él se lo impidió con un insulto: "Bueno, me imagino que cada día te costarán más tus hombres. ƑCuánto les pagas para que te atiendan? ƑTrescientos? Si me dices que mil te lo creo, pero te advierto que yo ni por eso te haría el favorcito".

Belén lanzó un chillido y formuló una pregunta que, de sólo recordarla, aún la humilla: "ƑTe parezco muy fea?" El sonrió y ella, vencida, inclinó la cabeza: "Me imagino que allá debe haber muchachas muy bonitas". El aprovechó para asestarle un nuevo golpe: "Pues sí, la verdá están bien chulas: blancas, güeras šse antojan!" Belén no pudo más: "Bueno, lárgate a buscarlas, a ver si con alguna de ellas puedes".

En aquel momento Faustino la atacó. Aparecieron en el cuarto su suegra y sus hijos. Sus gritos despertaron al vecindario. Faustino se fue. Regresó en la madrugada y, sin decir palabra, se tendió a su lado para intentar poseerla. Ella se abandonó en sus brazos y al cabo de unos minutos murmuró la misma disculpa: "No te preocupes. Duérmete. Mañana será otro día".

Belén no quiere seguir atrapada en esos recuerdos. Sentada en la cama se mira las piernas desnudas que Reynaldo le acaricia con avidez, como si quisiera que la piel morena se le quedara pegada a las palmas de las manos.

Allí, en las manos de Reynaldo, comenzó todo. El fue a su casa para ponerle barrotes a la ventana. Antes de regresar a Arkansas, Faustino le había ordenado tomar esa precaución: "Me da miedo de que, ahora que vas a quedarte sola de nuevo, se te vaya a meter un desgraciado por la ventana".

Belén obedeció. En cuanto le llegó la siguiente remesa mandó llamar al plomero. Reynaldo trabajó varios días sin dirigirle la palabra hasta que una tarde sufrió un pequeño accidente: "ƑNo tiene por ahí tantito alcohol? Me corté". Belén vio la mano ensangrentada y corrió por el desinfectante. Empapó un algodón y se dispuso a limpiar la herida: "Si le arde, aguántese". Belén siente mareo al recordar su repentina excitación y el deseo de que esa mano herida, roja, fuerte, la recorriera toda.

El grito de un repartidor la devuelve a la realidad. Tiene que darse prisa. Faustino regresará en una semana. Apenas le queda tiempo para pintar las paredes del cuarto. Serán blancas: "un color propio a la reflexión, la serenidad y el silencio". Piensa en la posibilidad de que se le escape el nombre de Reynaldo. Entonces no tendrá más remedio que contárselo todo a Faustino y al final se defenderá con un argumento: "Tenías miedo de que alguien entrara por la ventana, pero no me dijiste nada respecto de la puerta".

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