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México D.F. Domingo 30 de noviembre de 2003

Néstor de Buen

El movimiento se demuestra andando

Confieso mi ignorancia, tal vez falta de memoria, sobre quién fue el autor de la frase famosa. Pero hoy la he recordado: jueves en la noche, al ver en la televisión las escenas de la marcha de los trabajadores del campo y de la ciudad hacia el Zócalo para afirmar su negativa a la privatización de la industria eléctrica, entre otros objetivos, sin olvidar la oposición de las organizaciones sindicales democráticas a la pretendida reforma oficial de la Ley Federal del Trabajo.

Hace muchos años que los trabajadores no ganaban la calle. En la historia decadente del sindicalismo corporativo, la calle ha sido lugar prohibido, particularmente en las conmemoraciones del primero de mayo que se celebran en locales cerrados por miedo a muchas cosas. Es claro, sin embargo, que lo que no hacen las organizaciones que se agrupan en el Congreso del Trabajo -aunque sí algunas- lo practican las que intentan devolver al sindicalismo su autonomía e independencia del Estado.

En estos días he preparado el texto de una conferencia que por supuesto no leeré (el texto es para la publicación), que dictaré en la Facultad de Derecho la próxima semana con motivo de un ciclo que conmemora 450 años del estudio universitario del derecho en México. El tema: el mito del sindicalismo mexicano. Reconozco que el enunciado tiene su perversa intención, porque hay y ha habido sindicalismos reales, combativos y democráticos desde siempre. Basta acercarse a los documentos que acreditan las múltiples represiones que han sufrido desde los tiempos de Francisco I. Madero: la clausura de la Casa del Obrero Mundial en 1912, hasta los momentos más recientes. Pero la combinación perniciosa del intervencionismo estatal con una Ley Federal del Trabajo que desde 1931, en su primera versión, presenta una imagen fascista del sindicalismo que se reafirmó en la de 1970 y aparece, un tanto más velada, en la reforma procesal de 1980, mantiene estructuras que lo que no hacen es representar los intereses de los trabajadores.

La pretendida reforma, promovida por la Secretaría del Trabajo, reafirmaría esa condición fascista que deja a las organizaciones sindicales bajo el control del Estado: registros y tomas de nota de las directivas, contratos colectivos de trabajo de protección, voto abierto en cualquier manifestación de la opinión de los trabajadores y no el voto cerrado, personal, universal y directo que reclaman los sectores democráticos, así como derecho de huelga casi imposible. Y, como complemento, la vieja alianza vergonzante de los sindicatos con el Estado que se inicia con el Pacto de la Casa del Obrero Mundial (febrero de 1915), que un conservador tan conservador como Venustiano Carranza firmó con unos espurios representantes para comprometer la lucha de los obreros del Distrito Federal contra los campesinos de Villa y Zapata.

En la misma línea vino el nacimiento de la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM) en un congreso obrero convocado por el gobernador de Coahuila, Gustavo Espinosa Mireles (primero de mayo de 1918), en el que se diseña por Luis N. Morones la acción política, de apoyo estatal y no la acción directa; el nacimiento de la Confederación de Trabajadores de México en febrero de 1936 a raíz de un discurso del presidente Cárdenas en Monterrey, quien sugiere la formación de una central sindical industrial (con lo que se quitaba de encima a la CROM de Morones, principal aliado de Calles) y para lo que Vicente Lombardo Toledano hizo lo necesario. Desde entonces, en especial proliferan centrales y centralitas regaladas a los amigos del presidente en turno (particularmente, López Mateos).

En medio están las represiones de Avila Camacho a los trabajadores de la industria militar, de Miguel Alemán en contra de los petroleros y los ferrocarrileros, y de Adolfo López Mateos en contra de los ferrocarrileros que encabezaba Demetrio Vallejo, quizá la peor de todas. Y acuérdense de la Corriente Democrática de los electricistas, de las requisas, intervenciones administrativas (autoexpropiaciones, en el caso de Luz y Fuerza del Centro) y quiebras de empresas del Estado que no pueden quebrar (Aeroméxico), como mecanismos en contra del ejercicio del derecho de huelga y para despedir sin causa justificada a trabajadores rebeldes.

En los recientes sexenios (Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo) se expresan las mismas ideas: la política de pactos en la que los sindicatos corporativos sirvieron de sustento a decisiones estrictamente estatales con firmas cómplices de organizaciones empresariales fieles al Estado, cuyo objetivo real fue abatir la inflación sometiendo los salarios a control estricto y la aceptación cómplice de los famosos paros técnicos (este gobierno), inventados por empresas que han logrado disminuir sus tiempos de trabajo sin tramitaciones formales ante las juntas de conciliación y arbitraje.

Los sindicatos democráticos ejercen de nuevo su derecho a hablar. En voz alta y rotunda, pese a la lluvia. La calle inspira. Había que volver a ella. Pero me pregunto: Ƒa quién se reclama? El Presidente no tiene poder. Los gobernadores tratan de hacer valer el suyo. El Congreso intenta, sin mayores resultados, resolver las cosas. La Suprema Corte se convierte en protagonista. Pero los reclamos de la calle son contra todos. Quizás el pueblo ya se aburrió de estar mal representado.

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