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P O L I T I C A
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México D.F. Sábado 29 de noviembre de 2003

DESFILADERO

Jaime Avilés

Fox: la última advertencia

Tiene que actuar hoy, hoy, hoy, para frenar los crímenes de Ciudad Juárez
Empezó la batalla final contra el salinismo

OJALA. Al margen de las turbulencias económicas y los terremotos políticos de esta semana, el tema de los derechos humanos proyectó la sombra de una amenaza que si no es atendida a tiempo, es decir ya, es decir, hoy, hoy, hoy, puede liquidar en forma irreversible y definitiva la autoridad moral de Vicente Fox. No la del Presidente de la República, que de esa poco queda, sino la del ser humano llamado Vicente Fox ante sus hijos y su nieto.

Con motivo del Día Internacional por la No violencia contra las Mujeres y las Niñas, algunos medios informativos -por desgracia muy contados: La Jornada, Reforma y una estación radiofónica de Televisa- divulgaron los nombres de cuatro individuos, señalados por la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) de Estados Unidos como los principales sospechosos de las matanzas de mujeres en Ciudad Juárez, entre los cuales hay dos que aparecen claramente situados en el círculo más cercano a Fox.

Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto, la más completa y valiente investigación periodística sobre el horror de Ciudad Juárez; Jenaro Villamil, reportero y mediólogo que se ha entregado con admirable devoción al estudio de esos crímenes; Diana Washington, colaboradora de El Paso Times y autora a su vez de otro libro del que La Jornada ofreció no hace mucho un adelanto, y Carmen Aristegui, una de las figuras más reconocidas y respetadas del gremio, pusieron sobre la mesa del debate una serie de indicios que nos ayudan a interpretar la indiferencia de Fox ante el feminicidio como muestra de complicidad por omisión.

ƑQuiénes son los presuntos organizadores de la red de asesinos que secuestra a las niñas de Ciudad Juárez, las traslada a lugares secretos que frecuentan los más ricos entre los ricos de aquella ciudad y las entrega a la euforia y el sadismo de los verdugos que las violan, les cortan los senos a navajazos, las queman en distintas partes del cuerpo y por último las matan, antes de arrojar sus cuerpos en el desierto junto a la frontera?

De acuerdo con las investigaciones de la FBI se trata de Valentín Fuentes Téllez, Miguel Fernández, Adolfo Cabada y Manuel Sotelo. Todos son magnates, gozan de influencias ilimitadas y hasta ahora permanecen intocados, pero dos de ellos están, por canales políticos y de negocios, conectados con los intereses profesionales de Fox. Sí, porque Valentín Fuentes Téllez -insisten los periodistas arriba citados- está casado con Karla Korrodi, hija de Lino Korrodi, artífice financiero de la campaña electoral de Fox, mientras Miguel Fernández tiene muchos años en el negocio de la industria refresquera, ya que es el principal consesionario de The Coca-cola Company en Ciudad Juárez.

Cabada, por su parte, es el dueño de la televisora local Canal 44 y Sotelo posee una empresa de transporte privado que cuenta con numerosas unidades a su servicio y le permite dominar los caminos y las veredas del desierto a su antojo. Ninguno de ellos fue "descubierto" por las indagaciones reporteriles de los cuatro periodistas, que basaron sus denuncias, particularmente Sergio González Rodríguez y Diana Washington, en los datos recabados por los sabuesos de la FBI. Pero como informadores al servicio de la opinión pública supieron que su deber moral ineludible era colocar los nombres de los presuntos asesinos seriales en un lugar donde simplemente no pudieran no ser vistos por el máximo responsable del Poder Ejecutivo. Ahora, a ese noble esfuerzo, con estos párrafos indignados, se suma esta columna.

Ojalá, en consecuencia, muchos otros colegas, en muchos otros medios, sean éstos de papel, de bocina o de pantalla de cristal líquido, se incorporen al esfuerzo de mostrar a Fox que si no interviene siquiera con el pétalo de una orden de averiguación previa centrada concretamente en las personas de Valentín Fuentes Téllez, Miguel Fernández, Adolfo Cabada y Manuel Sotelo, perderá todo vestigio de autoridad moral para mirar a la cara a sus hijos y a su nieto.

Breve crónica del miedo


Uno de los aspectos más interesantes de la esplendorosa manifestación del 27 de noviembre de 2003 -hay que escribir la fecha in extenso para que a nadie se le olvide, para que todos comprendan su importancia histórica, el anuncio de los nuevos tiempos que vienen, del carácter que a partir de ahora tomará la batalla nacional contra el salinismo-, no fue reflejado por las crónicas del día siguiente. Yo contaré lo que vi, mi propia y solitaria megamarcha.

Atrapado en las redes de un bicho maligno que desde hace tres semanas me impide disponer con solvencia del cuerpo, comprendí que todavía no estaba en condiciones se acompañar a ninguna de las cuatro columnas que partieron del Monumento a la Revolución, el Angel de la Independencia, la Cámara de Diputados y el extremo sur del Eje Central Lázaro Cárdenas, para llegar al Zócalo a decirle a Fox que la industria eléctrica es nuestra y nunca será de los gringos.

Por tanto, cogí un taxi y le pedí al chofer que me acercara lo más que pudiera al Centro. Yo venía de un consultorio médico en San Angel y me sorprendió la ausencia de automóviles, primero en avenida Revolución, más tarde en Patriotismo, luego en Tamaulipas, Nuevo León, Oaxaca, Insurgentes y avenida Chapultepec. No había coches, eran muy escasos los peseros, pero tampoco había peatones casi en ninguna parte. Era una especie de Jueves Santo.

Al llegar al Eje Central dos patrullas desviaban el inexistente tráfico. Así que pagué al taxista y comencé a caminar en medio de un silencio irreal, quebrado de repente por las explosiones de los rayos en lo alto del cielo y los cohetones de los manifestantes que estaban entrando en el primer cuadro. Cuando la primera lluvia se sacudió como el lomo de un perro al salir del mar, iba ya a la altura de Salto del Agua, mirando las cortinas metálicas del mercado San Juan y, algo fabuloso, las cajas de refrescos que los vendedores ambulantes habían colocado a guisa de porterías en el centro de la avenida más amplia de la ciudad.

Como las piernas comenzaban a recordarme su torpeza, vi un triciclo y le indiqué al pedalista que me llevara hasta la cola de la manifestación más próxima. Y observando la espalda del empeñoso transportista y su faja de cargador, hecha tal vez en los telares de San Salvador Atenco, atravesé media docena de canchas futboleras bajo la cortina cada vez más gruesa del chubasco. Pero aún entonces no había nadie, o casi nadie, en ningún lado.

Buscando una explicación posterior a ese extraño fenómeno, descubrí que la campaña publicitaria de las televisoras y los diarios, su obstinación en prevenir a la ciudadanía acerca de los puntos donde iba a desencadenarse el previsible caos urbano, lograron el efecto, quizá no imaginado, de apanicar a los capitalinos, que se encerraron en sus domicilios desde la hora de la comida, pensando quizá en que la capital del país caería en poder de los hunos de Atila.

Una vez que, empapado yo también, solicité al ciclista que me dejara en el bar Mancera de la calle Venustiano Carranza, para comer un poco mientras escampaba, supe que todos los bancos, oficinas y comercios del rumbo habían cerrado a las 2 de la tarde. Patrones y empleados, recordando sin duda los destrozos de los vándalos que se desmandaron el 2 de octubre, huyeron despavoridos para salvar el pellejo.

Por lo visto, las bromas que esta página lanzó en su entrega del sábado anterior, al especular acerca de que la megamarcha podría resultar semejante a la Toma de la Bastilla o al cacerolazo de Buenos Aires, flotaban de algún modo en la imaginación popular y asustaron a los chilangos. Muchos al parecer temían que estallara de un momento a otro la nueva revolución mexicana.

Olvidaron, por desgracia, que los protagonistas de la movilización eran parte de la gente más seria, responsable y sensata del país: los obreros sindicalizados, los campesinos que a fuerza de serlo poseen una extensa experiencia de lucha, los militantes de base del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y del Partido de la Revolución Democrática, los trabajadores que mantienen a México funcionando en condiciones cada día más adversas, a cambio de menores ingresos, sin capacidad de ahorro, despojados por el salinismo de sus antiguas conquistas laborales, y por tanto deseosos de actuar políticamente en orden, no como adolescentes enardecidos por los discursos del Consejo General de Huelga de la Universidad Nacional Autónoma de México que representa la negación de la política. En 1999 destruyeron el movimiento estudiantil y con sus pataletas del 2 de octubre ahora metieron debajo de la cama a los capitalinos.

Pero el miedo es también aquello que se percibe en el fondo de la indignación colectiva. La gente se sabe harta de este "gobierno", de este "modelo", de este "proyecto", pero desconfía de su propia furia. Esta es probablemente la moraleja del cuento. Mejor no voy a la megamarcha, no vaya a ser que a la hora de la hora me gane la muina, se habrán dicho algunos con prudencia. Y otros, los que se dejaron espantar con el petate del muerto, habrán enviado un mensaje positivo a quienes, como en los tiempos del PRI, esparcieron rumores para desmovilizar a los ingenuos.

Estos son datos que deben pesar en la lectura de aquellos que, ciegos y sordos tras las murallas del "gobierno", todavía no digieren el significado profundo de lo que sucedió el 27 de noviembre. Después de ese día, de esa demostración de repudio a la política salinista de Fox, sólo una vocación suicida podría mantener vigente la propuesta de gravar con el impuesto al valor agregado medicinas y alimentos y vender la industria eléctrica nuestra que nunca, nunca será de los gringos.

Para cerrar la fiesta, Fox perdió en el Congreso a Elba Esther Gordillo, cuya derrota es también la de Roberto Madrazo, la de Jorge G. Castañeda y desde luego la de Carlos Salinas de Gortari.

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