Jornada Semanal, domingo 16 de noviembre  de 2003           núm. 454

NMORALES MUÑOZ.

TEATRO CERVANTINO (I DE II)

Ante la evidente escasez, en términos cuantitativos y cualitativos, de producciones mexicanas en la programación del xxxi Festival Internacional Cervantino, la mirada ha de detenerse en el análisis de otros espectáculos, provenientes casi en su totalidad del extranjero, que se pasearon por distintos foros de la capital guanajuatense y de otras ciudades del país.

Una de las primeras puestas en escena en pisar foros mexicanos fue la quebequense La casa azul, proyecto que, no obstante ser otro acercamiento más a la biografía de Frida Kahlo, generaba expectativas altas al contar con la participación de un director de la talla internacional de Robert Lepage. Pronto, sin embargo, pudo intuirse que el consabido rigor formal y plástico de Lepage no podría contrarrestar las limitaciones de un texto no solamente endeble en su maniqueísmo, sino desigual en su ritmo y estructura.

La dramaturgia, a cargo de la también protagonista Sophie Faucier, comparte las características de otros intentos por abordar la figura de la pintora avecindada en Coyoacán. La primera parte, presenta un trazo esquemático del mundo personal de Frida y cae en los vicios, simplistas y folclorizantes, del mexican curious. Kahlo es un personaje unidimensional; pierde el equilibrio emocional por su amor a Diego Rivera, sufre de modo inclemente sus múltiples infidelidades y demás humillaciones, pero encuentra en todas ellas los incentivos necesarios para proseguir con su obra artística. Todo lo cual, acompañado de diversas alusiones, casi todas impregnadas de un toque humorístico, al carácter entre pintoresco y sombrío que se supone es uno de los rasgos distintivos del pueblo mexicano, lleva a pensar que para Faucier lo importante no era la fidelidad historicista, ni siquiera la indagación psicológica en el personaje, sino más bien apuntalar la creencia de que la mujer artista ha de ser trascendente, más que por su obra, por la valoración que de su temperamento tengan los demás, especialmente su contraparte masculina. Un homenaje en síntesis fallido, no obstante que en su segunda mitad parece virar hacia un tema más estimulante (la postura de Frida respecto a la muerte), y pese a contar con un trabajo estético y visual sugerente, la rúbrica habitual de Robert Lepage.

Más logrado, en contraste, fue el texto del español José Sanchis Sinisterra basado en Rayuela, la inmortal novela de Julio Cortázar. Más que una dramatización de ciertos pasajes de la obra cortazariana, Carta de La Maga al bebé Rocamadour extrapola algunos elementos del universo novelístico que la ha inspirado, y busca mediante ello la creación de un órgano que, sin rehuir sus lazos con la fuente original, encuentre un principio de autonomía en la persecución de sus propias posibilidades escénicas y dramáticas. Los eventos del relato resultan perfectamente familiares para el conocedor medio: son los climáticos de la primera parte (Del lado de acá), la parisina, de la obra de Cortázar, en los que se da la ruptura entre Horacio y La Maga, detonada por la muerte del pequeño Rocamadour. Pero no hay un intento por alinearse a los recovecos estructurales de la novela, ni por adentrarse en un laberinto narrativo en el que seguramente no hay una salida hacia el drama, ni siquiera existen los juegos intertextuales que Sanchis ha propuesto en algunas de sus creaciones más importantes; tan sólo una alteración cronológica de la narración y algunos otros quiebres temporales, habilitan un subrayado en los personajes y, por consiguiente, en la actoralidad. Ossip como el pivote idóneo para la exposición de dos personalidades que, como las de Oliveira y La Maga, suponen tanto la mejor encarnación del mundo cortazariano como una ineludible oportunidad para explorar los límites del trabajo histriónico.

La puesta en escena del propio Sanchis está regida por la austeridad. Una escenografía sencilla, una musicalización discreta, una iluminación suficiente. Podría discutirse cierta densidad retórica en los parlamentos, cierto manierismo e intermitencia en los intérpretes, pero no la solidez general de una adaptación que consigue hacerse escénica y, en menor medida, también dramática.
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