La Jornada Semanal,  domingo 16 de noviembre  de 2003         454

EL ESCRITOR ATRAPADO
 LEO MENDOZA

Eduardo Antonio Parra,
Nostalgia de la sombra,
Joaquín Mortiz,
México, 2002.

El húngaro Imre Kertész, Premio Nobel de Literatura del 2002, señala en Yo, otro que la nueva técnica novelística se basa en el hecho de que no es el escritor quien capta al mundo, sino el mundo quien capta al escritor (como objeto de su pulsión sin límites). Quizá a ello se deba la ausencia de novelas de grandes vuelos en estos inicios del nuevo siglo, especialmente de aquellas que como La montaña mágica o El hombre sin atributos reflejan y explican a la vez el espíritu de los tiempos. Hoy, quizá a causa de los tiempos, la novela, con algunas excepciones, se ha visto reducida a la búsqueda de tramas, tiende hacia la acumulación antes que a la disección del mundo y a su explicación.

Esta es la idea que nos asalta mientras leemos, Nostalgia de la sombra, la primera novela Eduardo Antonio Parra, uno de los cuentistas de más acendrado estilo y gran olfato narrativo, autor de libros como Tierra de nadie y Los límites de la noche y ganador del Premio Juan Rulfo de París con Nadie los vio salir. Quizá porque sus cuentos son redondos y muy precisos, entrar en el territorio de la novela cuesta cierto trabajo, parece que es precisamente el escritor quien se encuentra en el centro del mundo y las acciones surgen de su pluma y se acumulan. Curiosamente, en el caso de Nostalgia de la sombra, lo que le da un centro, una coherencia narrativa a la novela es la existencia de Ramiro Mendoza Elizondo –el Chato, Genaro Márquez o Bernardo. Con su historia, Eduardo Antonio Parra no intenta explicar el mundo, por el contrario cae en su vorágine y arrastra a sus lectores en este descendimiento a los infiernos que es la vuelta a la ciudad natal y al crimen como una forma de vida.

Ramiro Mendoza, este singular asesino de quien Parra cuenta su historia, es un antiguo corrector de estilo regiomontano que un buen día se rebela contra sus perseguidores para convertirse en cazador: con sus propias manos mata a tres asaltantes y ya no puede detenerse. Como pepenador, cargador, interno en un reclusorio y en la libertad, Ramiro intuye que no hay nada como matar a un hombre. Esta es precisamente la frase que abre la novela y el principio que traicionará cuando su jefe, un influyente encargado de limpiar de obstáculos el camino de algunos importantes políticos, le diga que su próxima víctima es una mujer y que para cumplir el trabajo tiene que regresar a la ciudad donde todo inició: Monterrey. Los recuerdos de Ramiro se mezclan entonces con el acecho a la presa. Poco a poco nos enteramos de las andanzas de este hombre que un buen día descubrió que el gusto por la sangre. Sabemos de su vida en un tiradero de basura, al lado de los pepenadores, y de su viaje hacia la frontera norte y de su caída en la cárcel por asesinar a un pollero en acto reivindicatorio de la pobreza y la marginación. Ramiro se ha hecho duro: sólo le hace bien la soledad, la casa de Cocoyoc que, curiosamente, fue propiedad de Fedro Guillén –a quien Parra le rinde homenaje haciéndolo aparecer como personaje de la novela.

Para Ramiro Mendoza, más que el asesinato mismo, lo más terrible de su nueva misión es regresar a Monterrey y encarar a sus fantasmas. De alguna manera, como en un western crepuscular, es un condenado que regresa a cumplir la cita con su destino y al hacerlo revive todo lo que sucedió antes de que se convirtiera en el asesino que es.

Se podría pensar incluso que la narración de Eduardo Antonio Parra no se centra tanto en la misión de liquidar a una mujer sino en lo que ésta desata dentro del personaje. Y en otro plano, la novela reflexiona sobre la existencia del mal, como algo palpable, real. Parra parece preguntarse, al describir el mundo de Ramiro, si su existencia, su gusto por la muerte, es algo intrínseco, algo que está en la propia naturaleza humana o algo que se adquiere, que poco a poco se incorpora a nuestra vida. La enorme galería de personajes que rodean a Ramiro parece formar parte de un mundo solidario aun cuando terriblemente cruel. Tanto o más que el de los altos ejecutivos donde se desarrolla la vida de la última víctima de Ramiro.

Sabiamente, Parra va mezclando los cortes del pasado con el acechante presente del asesino: aquí y allá descubrimos lo que le pasó al joven corrector de estilo que soñaba con escribir el guión de una película luego del violento encuentro con tres asaltantes. Sabemos de su convalecencia en el lecho seco del río de Monterrey y de cómo la muerte lo persigue a cada momento. Más allá de los elementos anecdóticos, la construcción del personaje es verdaderamente ejemplar, mientras más se hunde en la vorágine de la muerte, más cosas obtiene. Al despreciar la vida, curiosamente se salva de morir y adquiere, como los guerreros de Canetti, la certeza de ser invulnerable. Ramiro es un asesino extrañamente capaz de reflexionar sobre su actividad, lo que quizá lo haga un tanto cuanto inverosímil aun cuando su misma formación puede ser el pretexto ideal para esta capacidad.

En todo caso, Nostalgia de la sombra es una novela que se inserta con exactitud dentro de esta corriente en la que no intenta atrapar al mundo sino en la que el escritor ha sido atrapado por éste. La narración de Parra es vertiginosa y exacta y aun cuando por momentos los hechos se acumulan peligrosamente, es la existencia de un personaje como Ramiro Mendoza la que finalmente le da coherencia a esta excelente primera novela, avizorada ya por un excelente puñado de cuentos •