La Jornada Semanal,   domingo 16 de noviembre  del 2003        núm. 454
Caravaggios
Hermann Bellinghausen


1. Caravaggio

Una misma curiosidad por la música
recorre boquiabierta
las misas completas de Schubert
y los atabales de la barbarie electrificada. 
En su lugar
un regusto rojo de vino
y una luz diurna
consumada en las praderas florecientes
y las barracas de los expulsados.
Y la intensidad del dolor
en el suave trazo brutal de Caravaggio
o sea de todos.
De nadie.
Lo único universal
es la soledad de la carne
y estos esfuerzos 
por dignificar nuestro lenguaje en otros
que son
siempre son
hermanos nuestros.


2. Caravaggio

Qué tacto grave recorre la línea 
de los cuerpos caídos y lastimados.
De espaldas. Reducidos con violencia.
El dolor los sorprende,
no están acostumbrados.
Al borde del degüello, Isaac
pone cara de "¿qué
le pasa a este señor,
mi padre?"
Al borde de otra vida (nuova)
Saulo bajo su caballo
abre los brazos
cegado por lo extraño.
Judith. Sobre todo Judith,
decidida en el tajo profundo
que salvará a su pueblo
no resiste la duda en el ceño
de quien aún se sorprende de sí.

Lo sagrado es plebeyo.
Caravaggio prefiere 
los santos materiales,
y como Bach
elige a Mateo.
Da mendigos ebrios por dioses.
Extrae pureza de jovencitos equívocos,
de niños que saben demasiado
y Vírgenes nada vírgenes.

La inocencia quedó
quién recuerda dónde.
La caída de David empieza
cuando mata a Goliat.
Su humanidad siente, sabe
lo que trae entre manos
y aún así resiste al ultraje.


3. Caravaggio

Importunamos a los dioses. 
Interrumpimos a los santos.
En los arrebatos de su gloria
a los primeros.
En los abismos de la humillación
a los segundos,
cuando el dios los considera dignos
o se digna a verlos.

El drama de las deidades 
sucede en el teatro,
el de los santos
en las iglesias.
La comedia humana
se resuelve en los museos.

Sin nosotros, sólo descansarían los dioses.
Si todos fueran santos, 
el dios se aburriría terriblemente.
La herejía, la perversión, el vicio
nos hacen ciertos.
El dolor, el miedo, la tristeza del recuerdo
nos hacen verdaderos.
Los dioses y el dios,
atareados en sus fechorías,
flotan en el espacio sin rumbo,
ansiosos de que uno de nosotros los interrumpa
con algún estúpido acertijo humano
como en los viejos tiempos.

Ahora que no les hacemos caso
los dioses están muy solos
y se preguntan qué
hicieron mal.

Sin la interferencia de los dioses
ni las oportunidades del destino
nos enamoramos del abismo
el trayecto entero
del teatro a los museos.
Se atraviesan barrios candentes,
putas al alba,
niños moquientos al borde del grito,
vagabundos untados a los zaguanes.
Se agacha la cabeza
para eludir los disparos.
Alguien cae muerto, y de los dioses
ni sus luces.
Siempre se pierden de lo bueno.
Así como la muerte,
no les pertenecen nuestros amores ilícitos,
nuestras fiestas interiores,
nuestros días de sol del pensamiento.