La Jornada Semanal,   domingo 16 de noviembre  del 2003        núm. 454
 

Adorno: la vida dañada

Para Francisco Aguayo

Fue un invierno del siglo pasado. Yo regresé del Circuito de la Pena a Lisboa. El tren que me llevaría a Porto saldría a la medianoche. Eran, entonces, las seis de la tarde. Bebí un poco y entré en la biblioteca de la universidad. Al azar, tomaba libros y los regresaba a sus anaqueles, hasta que encontré un pequeño tomo de Sören Becker, de quien yo nunca había escuchado palabra alguna. Me llamó la atención el título del libro: El espectáculo del abismo. La parte central del volumen era una supuesta entrevista con Theodor Wiesengrund Adorno. Recuerdo haberla leído al cabo de tres horas y después conseguir fotocopiar el interrogatorio. No sé si esta conversación se llevó a cabo. Sé, en cambio, que partes de las respuestas de Adorno están en dos obras del filósofo alemán. Hoy me ha dado por transcribir parte del texto.* La introducción del diálogo ha sido tachada por algún furioso lector).

Carlos Oliva

–Dígame usted, Theodor, ¿cómo es su vida?

–Todo intelectual en el exilio, sin excepción, lleva una existencia dañada, y hace bien en reconocerlo si no quiere que se lo hagan saber de forma cruel desde el otro lado de las puertas herméticamente cerradas de su autoestimación.

–¿Y este daño, alcanza sólo al exiliado o no? 

–No.

–Deme un ejemplo, digamos, sobre la vida sexual.

–Le puedo decir el primer y único principio de la ética sexual: el acusador nunca tiene la razón. 

–Vaya. Con esos aforismos, no es de sorprender lo que le dijo Lukács

–Lo recuerdo perfectamente. El señor Lukács nos espetó lo siguiente: "ustedes tomaron cuartos en el gran hotel del abismo. La comida es refinada, el servicio impecable, los cuartos cómodos. Los clientes se conforman con eso y no van nunca a mirar al abismo. Ustedes los contienen con el terror y eso condimenta la comida y aumenta la comodidad." 

–¿Está usted de acuerdo con esas afirmaciones?

–Juzgue usted: quien se sustrae a la evidencia del crecimiento del espanto no sólo cae en la fría contemplación, sino que además se le escapa, [ilegible], la verdadera identidad del todo, del terror sin fin.

–No quisiera que continuáramos ese tema. Yo lo invité a caminar para hablar sobre la fealdad. Ahora recuerdo que hay quien sostiene que todo el pensamiento de Sócrates surge por su fealdad, que él quería encontrar lo bello precisamente por lo desagradable que era físicamente. Por cierto, ¿lo feo, como interrogaría Sócrates, existe en sí mismo? 

–No, y esto puede aplicarse al caso de Sócrates y su fealdad: Las cosas son feas comparadas con la actitud de reconciliación introducida en el mundo por el sujeto adulto y su libertad viviente. 

–Pero esto quiere decir que lo feo es oposición de lo bello; entonces, Sócrates, en la caja china platónica, buscaba algo diferente a él, ¿no es así?

–No, no es así. La belleza, joven, no es el puro comienzo platónico, sino algo que ha llegado a ser por la renuncia a lo que en otro tiempo se tenía, y nace, en la etapa final, de la contemplación retrospectiva de su oposición a lo feo. Belleza es prohibición de prohibición, que le viene por vía de herencia. 

–Creo que es lo mismo que he dicho. ¿Qué es primero en el mundo, Theodor, lo feo o lo bello?

–Es elemental: Lo bello ha brotado en lo feo más bien que al revés.

–Lo que no entiendo es si permanece siempre algo de fealdad y caos en el mundo ¿Cómo decirlo? ¿De deformidad?

–Mire, las grandes obras de arte retienen, gracias al peso de su triunfo, cuanto de destructor y de disgregador les rodeaba, lo mismo que el mito al llegar al grado máximo de su desarrollo ha transfigurado lo amorfo hasta llevarlo a la unidad que unifica lo plural y destructivo. Las tinieblas se hacen luminosas, la belleza domina esa negatividad en la que parecería violentada. Aun en los objetos aparentemente más neutrales, los que el arte trata de eternizar como bellos, anida una cierta dureza, algo inasible, como si temieran a esa vida eternizada que se les quiere conceder: hay en ellos algo deforme, procedente de su materia, como usted intuye.

–Dígame, ¿por qué esa deformidad se asocia a lo negativo?

–El veredicto estético contra lo feo se apoya en esa evidente inclinación sociopsicológica de identificar lo feo con la expresión del dolor y de tomárselo a broma. El imperio hitleriano, y toda la ideología burguesa en general, nos ha dado la prueba de ello: cuantas más torturas se administraban en los sótanos, más cuidado se tenía de que el tejado estuviera apoyado en columnas clásicas.

–¿Por qué sucede esto, por qué no ser más cínicos y aceptar la decapitación cotidiana?

–El espíritu estético sólo permite que lleguen a él aquellos elementos que se le asemejan, que puede comprender o que espera poder hacer semejantes a él mismo. Es un proceso de formalización, y por ello la belleza, si atendemos a sus tendencias históricas, es algo formal. Esa actitud reduccionista que trata de hacer bello lo horrible mediante su elevación y manteniéndolo fuera de su recinto sagrado es señal de una cierta impotencia respecto a lo horrible. 

–Usted piensa en negro, señor Adorno. Creo que ni siquiera vale la pena preguntarle si lo único que permanece en nuestro mundo es la formalización hipócrita que hace la representación bella.

–Usted se equivoca, joven. La formalización de lo bello es un momento de equilibrio, que es constantemente destruido, porque lo bello no puede retener la identidad consigo mismo, sino que tiene que encarnarse en otras figuras que, en ese momento de equilibrio, se le oponían. La belleza irradia algo terrible, semejante a esa estructura de necesidad que se desprende de la forma.

–Esta forma, que no es otra cosa que el arte que destruye y construye un frágil equilibrio, dígame, ¿qué es? ¿Vitalidad, acaso?

–No. El carácter formal de la belleza, aun en la ambivalencia de su triunfo, no se somete a las leyes de la expresión, pero expresa sin embargo una mezcla entre dominio de la naturaleza y añoranza por lo dominado que sigue existiendo en ese acto de dominio. Es también la expresión del dolor del sometimiento y de su huida, es decir, de la muerte. La idea de la pura forma muestra la afinidad que toda belleza tiene con ella. La forma que el arte coloca sobre la multiplicidad de la vida es un factor de muerte.

–Muerte y arte. No deja de ser un lazo hermoso y trascendente.

–No exagere usted mis palabras. Toda obra de arte es un delito a bajo precio.

Recuerdo que seguimos caminando, él miraba sus zapatos y yo estaba exhausto. Me pareció ver que a la distancia había un puente que tendríamos que cruzar. No dije nada y, para ser dramático, esperé hasta que llegamos a la orilla y le pregunté: ¿se puede ser feliz en este mundo, Theodor?

–Con la felicidad acontece igual que con la verdad: no se la tiene, sino que se está en ella. Sí, la felicidad no es más que un estar envuelto, trasunto de la seguridad del seno materno. Por eso ningún ser feliz puede saber que lo es. Para ver la felicidad tendría que salir de ella: sería entonces como un recién nacido. El que dice que es feliz miente en la medida en que lo jura, pecando así contra la felicidad. Sólo le es fiel el que dice: yo fui feliz. La única relación de la conciencia con la felicidad es el agradecimiento: ahí radica su incomparable dignidad.

Las demás hojas he decidido no transcribirlas.

* Cuando he encontrado el texto de Adorno en alguno de sus libros o un pasaje muy similar, he seguido las traducciones de Fernando Riaza y Joaquín Chamorro.